Extracto del libro «Retrato de una ausencia. En busca de mi tío desaparecido» de la periodista Tania Tamayo
30.10.2025
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30.10.2025
 
							
Manuel Tamayo Martínez tenía 24 años cuando fue detenido junto con dos militantes del Partido Socialista en una calle de Mendoza por agentes de seguridad de la dictadura argentina. Era abril de 1976, pleno vuelo de la Operación Cóndor. Y no se supo más de ellos. En el libro «Retrato de una ausencia. En busca de mi tío desaparecido» (Ediciones B), la periodista Tania Tamayo Grez —egresada y académica de la Universidad de Chile— reconstruye la historia de Manuel y la herida que abrió su desaparición forzada en su familia, a través de un relato íntimo y documentado. A continuación, CIPER publica un fragmento de «Concepción», la cuarta parte de la obra.
Aquello tardará mucho en pasar al olvido… Esos muchachos soldados crecerán, pero volverán a vivirlo una y otra vez. Sus criterios cambiarán, olvidarán algunas cosas. Otras saldrán a la superficie. Mi padre fue piloto en la Segunda Guerra Mundial, pero nunca ha contado nada… Siempre callaba… Entonces yo no lo comprendía, ahora sí lo comprendo. Lo respeto por su silencio.
Svetlana Alexievich,
La guerra no tiene rostro de mujer
El 7 de febrero de 1972 trece jóvenes de la capital, militantes de la Juventud Socialista y egresados de sexto de humanidades, llegaron a Concepción para hacer un trabajo político especial. La tarea fue encargada por el comité central del partido, dos semanas antes.
La misión —dependiendo de la responsabilidad que cada uno tuviese en ella— era reforzar, más allá de cualquier obstáculo, una brigada universitaria que levantara la orgánica estudiantil en la provincia, un territorio importante para la política nacional.
Quienes eran considerados cuadros políticos debían adelantarse. Un mes después llegaría el resto de los jóvenes, entre ellos Manuel. La tarea involucraba una decisión compleja que desarmaba planificaciones personales y familiares, pero que en la casa de los Tamayo Martínez no motivó ninguna discusión, pues los hermanos habían participado en trabajos voluntarios, y en condiciones mucho más improvisadas.
Manuel, en ese entonces, tenía diecinueve años y con esto cumpliría el deseo de entrar a la universidad; tendría la posibilidad de hundirse en los libros sin que nadie lo interrumpiera; memorizar los nombres de los pensadores del siglo XIX; vivir del disfrute de aprender sobre marxismo y respirar en el silencio de una biblioteca. Sin poder prever que, con los años, la universidad cerraría carreras como medidas de autoridades militares que nada podían entender de academia; o que, cuando alguien fuera a preguntar por su avance curricular o el de alguno de sus compañeros que debieron arrancar y suspender estudios a la fuerza, les respondería que no existía posibilidad de extender documentos porque no se había cumplido con «requisitos académicos necesarios».
Varios debieron comenzar de cero.
Respecto del Partido Socialista, no se podía tapar el sol con un dedo: ese año no existía en Concepción una cantidad suficiente de adherentes. Los jóvenes militantes, allí reunidos, debían dar vuelta la tortilla con urgencia: generar compromisos, atraer estudiantes, levantar necesidades, organizar semanas mechonas. Era una misión política sustancial, considerando la obnubilación colectiva que producía el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) en las nuevas generaciones. Cualquier otra organización política o cultural, unida o disgregada —incluyendo la juventud del partido comunista más influyente de América Latina— se levantaba a duras penas allí.
—Hay que trabajar como se está haciendo en Antofagasta. Ya les compramos los pasajes, se van el lunes siete —les anunció Luis Lorca, hermano del presidente del centro de alumnos de Medicina en la Universidad de Chile, futuro diputado y detenido desaparecido, Carlos Lorca.
—¿Entonces para el norte no van refuerzos? —preguntó uno de los muchachos.
—Para allá también —respondió Luis.
Después de acordar asuntos de carácter doméstico, los jóvenes se despidieron de los dirigentes. En septiembre se cumplirían dos años del gobierno socialista y, aun cuando en su congreso en Chillán, del año 67, los militantes aseguraron avanzar «con la lucha armada si fuese necesario», el partido del presidente Allende no tenía ninguna capacidad real para responder a acciones armadas que parecían inminentes.
El Socialista era un partido vociferante, de lenguaje insolente, pero sin preparación real para una guerra bestial como la que le sobrevino.

Tania Tamayo, periodista y autora de «Retrato de una ausencia. En busca de mi tío desaparecido» (Créditos de la imagen: Universidad de Chile).
(…)
Transcribiendo se me perdieron dos grabaciones y eso me preocupó. Luego recordé que había escuchado algunas partes y tenía anotaciones en la libreta de tapa negra que me regaló mi hija. Las leo y remarco las palabras gas y respiración.
Debo escribir lo de esa noche.
El frío de agosto se filtró esa noche por las ventanas quebradas del palacio Gidi. No había luz eléctrica y sus ocupantes se paseaban de un lado a otro en medio de la oscuridad y algunos pedazos de vidrio desparramados en el piso: se liaban las sombras y las cortinas. La construcción había sobrevivido a terremotos y a otros desastres naturales, pero esto era otra cosa: las grietas del terremoto de Chillán de 1939, bien desplegadas, no eran lo mismo que líquido orgánico todavía caliente y esparcido en la vereda de la fachada.
«Bajen la voz», susurró asustado un dirigente hacia una de las salas donde esa noche dos muchachas se acurrucaban en el suelo sintiendo que se asfixiaban: una de ellas tosía y se quejaba, mientras la otra confesaba una alergia a la piel desde la infancia que empeoraría con los gases. Las bombas lacrimógenas habían dejado polvo tóxico en todo el interior del edificio, pero, más aún, con el líquido lanzado por el camión lanzaguas esa noche se generó una pasta peligrosa en los sillones. La chica de la alergia sacó cosas de su bolso y las tiró al suelo, sin embargo, no tenía limones, tampoco agua con sal para ayudar a su compañera: llevaba apenas tres cuadernos, un espejo y pinzas de ceja que, en una noche de violencia desmedida, no tenían ninguna utilidad.
A ratos, en la muralla del costado pasaba de largo el reflejo de las luces delanteras de los vehículos policiales.
En otra habitación se encontraba un grupo de hombres y mujeres alrededor de una mesa. Uno sintió que se orinaba. Solo cinco de ellos eran de la cabina Elmo Catalán, los había también de otros lugares.
Manuel, mi tío Manuel, era uno de los que estaba en el palacio esa noche y, como los otros presentes, de seguro quiso salir, bajar, avanzar por calle Chacabuco y correr a la universidad, pero la policía registraba todos los autos que circulaban en el perímetro.
—Para dónde vas. Manos a la pared. Deja esa bolsa ahí y te mandai a cambiar —era lo mínimo que le podían decir, lo otro era un culatazo en la cara o en los testículos.
El cerco que hacían los carabineros no solo era lógico, sino que inevitable, había dolor porque perdían a uno de ellos. De seguro alguna autoridad del Partido Socialista o del gobierno de Allende vendría a negociar con el mayor de la policía del grupo que irrumpió en un bus Pegaso, frente a la sede, a eso de las diez y cuarto de la noche. Por ahora los jóvenes tenían que hablar despacio y no culparse entre ellos. La verdad no iba a llegar fácilmente. ¿Quién cresta fue?
Más ardían los ojos cuando se frotaban.
¿Quién disparó? El huevón que haya sido tiene que rajar de acá mañana en la mañana. Había un machucao con suéter amarillo disparando desde la iglesia San Agustín. No, no fue desde acá. Sí, fue desde acá. No pongan nerviosas a las chiquillas. Vino desde arriba del techo el disparo. Nos cagó esa mierda. Frases frenéticas que no pararon. Nadie durmió esa noche, ni adentro ni afuera.
Después llegaría el intendente nombrado por la Unidad Popular, junto a un grupo de asesores, con la tarea de negociar y descifrar lo ocurrido en esa jornada maratónica que terminó tan mal.
A la marcha de esa noche habían salido el Partido Nacional, Democrático Nacional y la agrupación fascista Patria y Libertad. Metros más allá, y con el objetivo de medir fuerzas, avanzaron el Partido Socialista, el Comunista y el MIR, en ese mismo orden con sus encargados de seguridad a los costados. El resultado fue un campo de batalla que terminó en Castellón 46.
Y al anochecer, como confirmaron desde las radios: el carabinero que resultó herido allí, en Castellón, al llegar al Hospital Clínico Regional de Concepción, estaba muerto. «Ingresó sin signos vitales», diría el médico encargado de la Urgencia. El ataque fue entre las diez y cuarto y diez y media de esa noche. Una bala impactó la zona torácica del cabo y salió por el pulmón izquierdo, dejando un orificio y su pulmón henchido de sangre. Estuvo tendido por más de diez minutos.
—Dejen las pistolas acá, todo lo que tengan en la mesa; y cuando digo todo, es todo —ordenó uno de los policías de Investigaciones que llegó tras las autoridades. Es que dentro de la institución había nexos con el PS y se podría zafar. Todo debía ser depositado en la mesa de las negociaciones antes de que entrara Carabineros y el resto de la Brigada de Homicidios. Ahí fueron apiñando pistolas, linchacos, cuñas y hondas que posteriormente sacaron del palacio. Pero el arma más importante, la escopeta desde donde salió la bala homicida, no apareció en la mesa.
Esa noche, el auto del intendente también fue allanado por la policía, saltándose cualquier tipo de protocolo con la autoridad. El hecho fue considerado una afrenta por la izquierda y el crimen inició una guerra en Concepción que solo se frenó con el golpe de Estado: la guerra de guerras.
Por su parte, Allende afirmó que «los revolucionarios deben respetar a las fuerzas del orden. Deben sentir la muerte de un servidor público, porque el pueblo tiene que entender que el orden es una responsabilidad del Gobierno y que los funcionarios cumplen con su deber. No hay Gobierno sin orden público. Por eso, es imposible imaginarse a un hombre de izquierda y revolucionario que no entienda eso».
Los diarios cubrirían de manera profusa y opuesta las consecuencias del asesinato. No obstante, más allá de cualquier conjetura, cuando el palacio Gidi fue allanado, no se encontró nada que inculpara a los jóvenes del partido: solo dos hondas y dos cascos de lacrimógena lanzados por los mismos policías al interior de la casa. La escopeta con la que mataron al cabo, una carabina 44, desapareció de la faz de la tierra, al igual que el autor del hecho.
El 31 de agosto, el diario Crónica publicó:
«Sepultan hoy al carabinero. Desde la Catedral Metropolitana saldrá a las dieciséis horas el cortejo con los restos del cabo de la dotación de la Décima Comisaría, muerto anoche en acto de servicio. El cuerpo del funcionario policial es velado en el Templo Metropolitano, en una capilla con guardia de honor, formada por sus compañeros de servicio».