COLUMNA DE OPINIÓN
Un viaje a la libertad en La Araucanía
22.08.2020
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COLUMNA DE OPINIÓN
22.08.2020
En 1845, el polaco Ignacio Domeyko, que años después sería también rector de la Universidad de Chile, recorrió la Araucanía. En esta columna el historiador Rafael Sagredo reflexiona sobre dos características centrales de los diarios de Domeyko: la Araucanía le recuerda a “su amada Polonia” y su histórica lucha por la libertad en contra de los rusos; y valora a los mapuche, sus creencias y costumbres. Se trata de uno de los últimos textos hechos en Chile que busca entender y es empático con un pueblo que ya había comenzado a ser marginado, discriminado y estigmatizado”.
En diciembre de 2018, cuando a raíz del homicidio de Camilo Catrillanca la situación en la Araucanía era de aguda tensión, al igual que hoy, y como por lo demás ocurre periódicamente desde la llegada de los europeos a Chile, un diario santiaguino me preguntó sobre ¿qué leer para conocer el mundo mapuche? Aprovechando así la coyuntura para abordar el tema desde un ángulo pretendidamente inédito.
Entonces respondí que si bien existen diversos trabajos que abordan el problema, uno de los cuales rescato en este escrito, para comprender el mundo mapuche las lecturas ya no bastaban, y que mejor sería ponerse en el lugar de un pueblo que ha sido combatido desde 1536, abusado y discriminado por el Estado y sociedad republicanos, y marginado en la actualidad por las características de su cultura, sus usos y costumbres que, para el huinca, no son precisamente atributos. Aunque alguna vez lo fueron, como lo demuestra la Historia que, para este tema como para casi cualquier otro que nos desafía, resulta un antecedente valioso.
Porque hubo un momento en la república, hasta el avance sobre La Araucanía en el siglo XIX, en que los llamados araucanos fueron comprendidos, incluso valorados, por sectores de la comunidad nacional, ejemplo de lo cual son las representaciones que naturalistas como Claudio Gay e Ignacio Domeyko difundieron sobre ellos a través de ilustraciones y escritos.
Con un “cómo estás amigo” fue saludado Ignacio Domeyko en muchas ocasiones por los araucanos cuando, “por curiosidad o temor -relata el viajero sobre su paso por Tucapel- salen hacia nosotros”.
Particularmente valioso y elocuente resulta el testimonio que a mediados del siglo XIX dejó de su recorrido y conocimiento de La Araucanía y sus habitantes el que también sería Rector de la Universidad de Chile, tal vez uno de los últimos comprensivos y empáticos de un pueblo que ya había comenzado a ser marginado, discriminado y estigmatizado. Proceso paralelo al despojo de sus tierras que hizo de la descalificación, la deshumanización y la caricatura de los usos y prácticas de los mapuche, un instrumento para legitimar los propósitos e intereses de quienes se internaron en La Araucanía y se apropiaron de sus tierras.
La condición de país minero que caracteriza a Chile fue la que llevó al intendente de Coquimbo a contratar un profesor de Química y Mineralogía para el Liceo La Serena, plaza que en 1838 llegó a ocupar un ingeniero en mineralogía recién graduado de la Escuela de Minas de París.
En medio de sus trabajos en el país, el exiliado y patriota polaco, en su condición de viajero romántico fue capaz de apreciar a La Araucanía a través de la emoción y la sensibilidad del hombre que añoraba su amada Polonia y valoraba su histórica lucha por la libertad. Sin duda, una de las razones que lo llevaron a empatizar con los mapuche y valorarlos.
Como en otras muchas ocasiones en las que emprendió viajes, al momento de partir hacia La Araucanía en enero de 1845, Ignacio Domeyko recordó su vocación de trotamundos. “Otro viaje lejano. ¿Te parece poco el vagabundeo con que recorriste medio mundo? ¿No te basta con lo que ya has visto?”, se preguntó. Su respuesta no se dejó esperar y refleja la nostalgia del hombre alejado de su tierra, lo que le provoca un “desenfrenado afán de visitar países lejanos y desconocidos para mitigar la tristeza ocasionada por la separación con los tuyos”.
La confesión es interesante pues explica los “ojos”, la actitud, el espíritu con que el naturalista emprendió este largo viaje que lo llevaría hasta Osorno, recorriendo in extenso La Araucanía, conociendo las costumbres y cultura del pueblo que la habitaba. Pero en el que estuvo muy atento a las manifestaciones más sutiles de la naturaleza, como los colores, las formas, los sonidos, los aromas, los tonos y las cadencias, tanto del paisaje como de las personas que conoció.
En la excursión tenía la “esperanza de un cielo más despejado que permitiera el regreso a la patria” y la certeza de relatar “a la familia y a los amigos lo visto”, lo acumulado “con el corazón y con la vista en el ancho mundo”. Incluso el hecho de comprar en Valparaíso un ejemplar del poema épico La Araucana, que fue leyendo y citando frecuentemente en su diario como antecedente histórico del pueblo que ahora conocería como verdadero antropólogo. Una obra que representó un estímulo para la visión romántica, en el sentido de filiación nacionalista, que ofrece de los araucanos, de los cuales valoró particularmente que supieran defender su libertad durante siglos.
En su añoranza de Polonia, casi siempre sometida a fuerzas extranjeras, fue que justificó su travesía: “¿No es mejor y más noble conocer a gentes que, por su congénito amor a la patria, medio desnudos, con sus arcos y mazas, se resistieron a la fuerza castellana, conservando hasta el presente sus almas primarias y lo que sus antepasados les legaron?” Para Domeyko, “que deambulaba en el extranjero, sin camino ni meta”, como anotó al partir al sur, “el entusiasmo, curiosidad y deseo de ver a los araucanos en su propia patria” representó un placebo que mitigó su permanente melancolía. De tal modo que en su relato transmitió su admiración por La Araucanía y sus habitantes, la que en muchas ocasiones describió de manera inconsciente, pero delicada y cuidadosa pues, en definitiva, estaba representando a través de ella una realidad que conocía muy bien: su Polonia deseada.
A propósito de que advirtió que “los bosquecillos de Tucapel me alegraban particularmente y me trasladaban a mi tierra natal”, aprovechó para reflexionar sobre lo que experimentaba. “Es cosa singular que al cruzar bosques y soñar con el hogar, el amante de la naturaleza crea ver los mismos árboles y arbustos de su infancia que crecen en su patria”. Agregando todavía, “por fuera es igualmente hermosa la tierra adoptiva”, pues en definitiva a través de ella contemplaba su terruño, “aun cuando lo veas bajo otro cielo a miles de kilómetros de distancia”, concluyó.
Las sensaciones que le provocaron los mismos colores y formas de la vida vegetal en los bosques de La Araucanía lo impulsaron a “dejar rienda suelta al caballo”, y entonces agregó, “me parecía ver el verdor de nuestros árboles, nuestros abedules, álamos y ramas de avellano entremezcladas con las jóvenes encinas, serbales y, a trechos, abajo, hiedras, helechos y frutas silvestres”. Una ilusión que, sin embargo, experimentó varias veces y no solo por la contemplación de la naturaleza.
En Concepción, donde se detuvo unos días para preparar su incursión a La Araucanía, comenzó a apreciar los rasgos de la población local, entre otras cosas por la historia que la frontera había condicionado. “Una ciudad que parece llevar en su carácter violento huellas de las guerras con sus vecinos indios”, apuntó en su diario. Como su objetivo era cabalgar por el “país de los indios independientes”, y mostrando una vez más tanto su agudeza para captar la situación local, como la contradicción entre lo que él creía era el pueblo araucano y la realidad, además de su criterio práctico, compró “muchos abalorios, campanillas, pañuelos rojos y azules, tabaco, índigo y otras bagatelas como regalos para los araucanos salvajes”, documentando inadvertidamente con este insignificante gesto una de las formas en que el huinca se instaló en La Araucanía.
Habiendo alcanzado hasta la desembocadura del río Lebu, Domeyko percibió que “a medida que los especuladores se van asentando en esta parte de La Araucanía, el país en vez de poblarse se despuebla de indios”. Una elocuente descripción del proceso que entonces se vivía en la zona”
El sólo cruce de la frontera entre españoles e indígenas, el río Biobío, a la vista de la espléndida cordillera de la Costa, dio motivo a Domeyko para aludir a los lugares en que se habían producido algunas de las batallas más célebres entre éstos. En particular la que le había costado la vida al gobernador Pedro de Valdivia, la que a continuación relata iniciando una verdadera travesía histórica paralela a su avance sobre el terreno hacia el sur. Y, como justificándose, se preguntó, “¿será lícito pasar por esos lugares sin recordar las hazañas?”
La relación de batallas y sucesos heroicos por ambos contendientes se entrecruzan con las descripciones geográficas de llanuras, bosques, cerros, pantanos, dehesas y costas y, también, de citas de Ercilla y su poema La Araucana, las cuales son utilizadas por el patriota polaco para resaltar el valor de los guerreros.
Domeyko se detiene en el camino para observar los sitios donde ocurrieron los épicos sucesos, dehesas hasta entonces –según escribe– poco habitadas y escasamente cultivadas, “como si el trigo no quisiera crecer en esta tierra impregnada con sangre de sus antiguos dueños legítimos”. Ofreciendo de este modo no sólo un elocuente testimonio de su compromiso emocional con el pueblo que había luchado tan valientemente por su independencia y libertad, tal como él y los suyos lo habían hecho alguna vez en contra de los rusos, sino también una prueba del despojo que los mapuche estaban sufriendo.
La continua comparación de la vegetación entre los bosques de La Araucanía y los “nuestros”, y el recuerdo de los campos y bosques “entre los cuales floreció mi juventud”, terminaron por hacerlo evocar los “sentimientos más intensos y hondos, que son el pan de cada día para un exiliado”. Las formas y vistas que para un viajero afortunado no tendrían nada de particular, a él lo estremecieron y encantaron su ánimo.
El arribo a la plaza de Arauco, la contemplación de las ruinas de tantas batallas, lo devolvieron a las disquisiciones históricas y patrióticas, a la lectura de Ercilla y, sobre todo, a la urgencia de reconocer el valor de los araucanos. Por eso escribió, caracterizando a los mapuche: “Cuántos hombres, Dios mío, sufrieron el tormento y hallaron la muerte o la invalidez por su amor y fidelidad a sus bosques, ríos y rocas patrios”.
La prolongación hacia el sur de la excursión, más allá de La Araucanía, así como su duración de prácticamente un mes, aunque atenuó el tono de exaltación patriótica que ésta tuvo para Domeyko, no lo consumió. Muestra de ello son sus constantes alusiones a la heroica resistencia araucana y que, en su regreso hacia Concepción, a mitad de camino entre los ríos Budi y Toltén, ante la contemplación de “una maravillosa vista de todo el espacio desde el mar hasta las cordilleras pobladas de bosques”, en las praderas verdes con chozas indígenas y manzanos, evocara una vez más su Lituania natal. Incluso su idílica descripción del momento refleja su romántica nostalgia. “En los potreros pacían caballos y entre los arbustos se oía el canto de la tenca, una avecilla tan hermosa como nuestros ruiseñores, a quienes contestaban los tapapuchos que corren por el suelo y cambian extrañamente su canto”. Mientras, por toda la región “revoloteaban muchas bandadas de hermosos loritos verdes, tan escandalosos como si quisieran aturdir todo el reino alado”.
Con un “cómo estás amigo” fue saludado Ignacio Domeyko en muchas ocasiones por los araucanos cuando, “por curiosidad o temor -relata el viajero sobre su paso por Tucapel- salen hacia nosotros”. Aquel día camino del Imperial, en las cercanías de Tirúa, había pasado por Arauco, cerca del cual estaba asentada “la mayor parte de los habitantes de La Araucanía que conservó hasta ahora su independencia”. Se había topado en el camino con una joven y un viejo indios, “los primeros salvajes con quienes tropezaba en su propio país” y conocido araucanos “cabizbajos, murmurando en voz gruesa y gutural”. Habiendo alcanzado hasta la desembocadura del río Lebu, Domeyko percibió que “a medida que los especuladores se van asentando en esta parte de La Araucanía, el país en vez de poblarse se despuebla de indios”. Una elocuente descripción del proceso de apropiación de la tierra en la zona protagonizado por chilenos que espontáneamente avanzaban desde el norte.
De Tucapel en adelante, en contacto directo con los que llama “indios libres e independientes”, comenzó Domeyko la narración de sus costumbres, usos, habitaciones, formas de comunicación, creencias y elementos de su vida material, como vestimentas y utensilios. Es una relación austera en la descripción, pero aguda para captar lo esencial y sobre todo traspasada de humanidad para apreciar y comprender su cultura. Además de constituir una narración reiteradamente admirativa para con su épica historia de resistencia y lucha por la libertad.
En su travesía observa las casitas de los indígenas, “dispersas como por capricho por toda la región, con sus huertos de verduras, campitos de maíz, habas o porotos” que, aclara, “otorgan a esta región un carácter más civilizado de lo que realmente es”.
El cruce del río Imperial (…) dio pie a otra conclusión del viajero polaco. Entonces, y a merced de “esos hombres calificados injustamente de salvajes”, que si hubieran querido “habrían podido impunemente robar y ahogarnos” y, por el contrario, lo asistieron, fue que Domeyko escuchó la advertencia del cacique: “Aquí no tienes nada que temer, allá te robarán los chilenos”.
En Paicaví, en la casa del cacique local, Domeyko tuvo la oportunidad de adentrarse en la intimidad de los araucanos y conocer algunas de sus formas y ritos. En su patio, al cual nadie puede entrar antes de que aparezca el dueño, esperó su salida y sus palabras, “Mari, mari peñi”, acompañadas del gesto de estirar la mano y el cuello hacia sus visitantes, señal de que los invitaba a pasar. Sentados bajo el enquinchado, el anfitrión inició su declamación, sin gestos, la vista baja en el suelo. Durante más de media hora habló sin que nadie osara interrumpirlo. Mientras, las mujeres al interior de la casa caminaban sin hacer ruido, atentas a la fogata que esperaba un cordero recién sacrificado.
La larga conversación, en la que también participó otro cacique y algunos viajeros, constituyó un diálogo con preguntas por la salud y bienestar de sus invitados y la de sus padres, hermanos, esposas, hijos, allegados, vecinos y parientes, así como por las personas que se habían encontrado en el camino y en los poblados que cruzaron. Todas interrogantes que tenían que ser contestadas por el huésped que, luego, también debía retribuir preguntando por la salud del anfitrión, de sus padres, esposa y sus demás conocidos. Luego, el cacique continuó sus interrogaciones, interesándose por la salud de los rebaños, reses y manadas de caballos, sin olvidar las aves domésticas y, también, prestando atención a los sembrados de trigo, cebada, lino, maíz y porotos.
Aunque Domeyko se reconoció sorprendido, pudiendo incluso no agradarle esta “artificial melopea de su retórica que a veces parece el aullido de un animal salvaje”, se preguntó: “¿Acaso no era muestra de que desde los más remotos tiempos imperaba allí la hospitalidad, el amor familiar, la cordialidad mutua y el interés por la suerte del próximo?”. Los consideró resabios de la cultura araucana ancestral. Herencia de un nivel moral más elevado existente a la llegada de los españoles, de la que también venían “el valor, la hombría, el amor a la libertad e independencia”. Todos “emparentados con el amor al próximo y con la hospitalidad, y ese espíritu de sacrificio y ferviente patriotismo que les defendió y sigue defendiendo de los invasores”.
El cruce del río Imperial asistido por los indios, dio pie a otra conclusión del viajero polaco. Entonces, y a merced de “esos hombres calificados injustamente de salvajes”, que si hubieran querido “habrían podido impunemente robar y ahogarnos” y, por el contrario, lo asistieron, fue que Domeyko escuchó la advertencia del cacique: “Aquí no tienes nada que temer, allá te robarán los chilenos”.
Hubo un momento en la república, hasta el avance sobre La Araucanía en el siglo XIX, en que los llamados araucanos fueron comprendidos, incluso valorados, por sectores de la comunidad nacional, ejemplo de lo cual son las representaciones que naturalistas como Claudio Gay e Ignacio Domeyko difundieron sobre ellos a través de ilustraciones y escritos
Del indio, los expedicionarios sólo recibieron atenciones, relata Domeyko, entre ellas provisiones que les pasó sin advertirles, lo que lo llevó al siguiente apunte: “Realmente merecen destacarse el obsequio y la delicadeza con que nos recibió el cacique, la que no es fácil encontrar en los países más civilizados”.
El viaje a La Araucanía de Ignacio Domeyko podría ser considerado sólo un episodio más en su vida, pero lo cierto es que representa un acontecimiento por la sensibilidad con que apreció a sus habitantes y la valoración que hizo de sus creencias, usos y costumbres. Después de él volvió a sus labores en La Serena y continuó con una vida que sólo concluyó en 1889, con casi 90 años. Cumpliéndose así el deseo del cacique de Tirúa que, quitándose el sombrero, lo despidió con un “mari, mari, peñi”; salud, salud, amigo.
Sus experiencias registradas en sus memorias publicadas como Mis diarios y Viaje a La Araucanía, o en su obra La Araucanía y sus habitantes, reflejan que no sólo la historia natural fue objeto de su atención, también la realidad cultural y social, en muchas ocasiones intangible a los sentidos, solo posible de asir a través de las emociones o el alma. Así lo muestra su viaje entre los mapuche, el que demuestra que, para comprenderlos y valorarlos, la empatía, que se nutre de la sensibilidad y la experiencia, es una actitud fundamental.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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