Meritocracia y desigualdad: el relato que fracasa y sus efectos políticos
27.12.2025
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27.12.2025
La autora de esta columna comenta cómo la promesa del esfuerzo individual, instalada en el modelo neoliberal chileno, terminó legitimando desigualdades estructurales y abriendo espacio a discursos autoritarios en el escenario electoral actual. Sostiene que “cuando la meritocracia fracasa y no es reemplazada por un horizonte de justicia más inclusivo, se convierte en terreno fértil para proyectos autoritarios. Revisar críticamente este relato no es un ejercicio académico abstracto, sino una tarea urgente para comprender las tensiones actuales de la democracia chilena y los desafíos que enfrenta en un escenario de creciente polarización política”.
Créditos imagen de portada: Pablo Ovalle / Agencia Uno
Durante las últimas décadas, la meritocracia se ha consolidado como uno de los principales relatos legitimadores del orden social en Chile. La idea de que el esfuerzo individual y el talento bastan para explicar el éxito o el fracaso ha permeado la educación, el trabajo y el debate público. Sin embargo, un análisis más detenido muestra que este principio, lejos de operar como un mecanismo de justicia social, funciona como un dispositivo que naturaliza y legitima las desigualdades estructurales.
Desde una perspectiva crítica, el mérito no puede entenderse como un atributo puramente individual. Tal como han mostrado diversos estudios sobre evaluación y reconocimiento, los criterios de mérito son construcciones sociales situadas, definidas en contextos históricos específicos y atravesadas por relaciones de poder. El desempeño individual está condicionado por factores que exceden la voluntad personal: el origen socioeconómico, la calidad de la educación recibida, las redes sociales, el género y el acceso a recursos materiales y simbólicos. Evaluar trayectorias como si estos factores no existieran no corrige la desigualdad; la vuelve invisible.
En Chile, la meritocracia se fortaleció de la mano del modelo neoliberal. La educación fue organizada bajo lógicas de mercado, promoviendo la competencia individual como valor central y situando el esfuerzo personal como la principal explicación del logro educativo. No obstante, la evidencia es consistente: el sistema escolar reproduce las desigualdades de origen y los resultados educativos se correlacionan estrechamente con el nivel socioeconómico de las familias. La promesa de igualdad de oportunidades convive así con una estructura que distribuye desigualmente las condiciones de partida.
La sociología de la educación ha advertido ampliamente sobre este fenómeno. Pierre Bourdieu señalaba que los sistemas educativos no operan sobre sujetos en igualdad de condiciones, sino sobre individuos que ya han incorporado distintos volúmenes de capital cultural. Bajo esta lógica, la meritocracia escolar tiende a legitimar como “merecidos” resultados que reflejan desigualdades previas. El fracaso educativo no solo excluye materialmente, sino que también produce una internalización del fracaso como responsabilidad individual.
Este proceso tiene consecuencias que trascienden el ámbito educativo. Cuando amplios sectores sociales internalizan el relato del esfuerzo personal y aun así no logran movilidad social ni estabilidad económica, se genera una brecha entre las expectativas y la realidad. Esa brecha se traduce en frustración, desafección institucional y pérdida de confianza en la promesa democrática de igualdad.
Este elemento resulta clave para comprender el escenario político actual. El avance de la ultraderecha en Chile, con José Antonio Kast como uno de sus principales referentes, no puede analizarse únicamente como un fenómeno ideológico o cultural. Es también expresión de un malestar social acumulado, producido por un modelo que prometió movilidad social y entregó precariedad. Cuando el esfuerzo deja de ser una vía creíble de progreso, emergen discursos que ofrecen orden, jerarquía y respuestas punitivas ante problemas estructurales.
En este contexto, la ultraderecha logra canalizar la frustración social desplazando la responsabilidad del sistema a determinados actores: el Estado, las políticas redistributivas, los movimientos feministas y los enfoques de derechos. De este modo, el fracaso de la meritocracia no se atribuye a la estructura económica ni a la concentración de poder, sino a quienes cuestionan sus fundamentos.
El análisis desde una perspectiva de género permite profundizar en esta crítica. Aunque las mujeres han incrementado significativamente su acceso a la educación superior, ello no se ha traducido en igualdad de condiciones en el mercado laboral ni en el reconocimiento del trabajo que realizan. Persisten la segmentación ocupacional, la brecha salarial y la penalización asociada a la maternidad y a las responsabilidades de cuidado.
Diversos estudios han mostrado que los sistemas de evaluación y reconocimiento, presentados como neutrales, operan en la práctica como mecanismos de legitimación de la desigualdad. Estos sistemas tienden a valorar trayectorias lineales y continuas, penalizando las interrupciones vinculadas al cuidado y sometiendo a las mujeres a niveles más altos de escrutinio. El trabajo reproductivo, fundamental para la sostenibilidad social y económica, permanece fuera de los criterios de mérito.
Así, la meritocracia no solo distribuye recompensas materiales de manera desigual, sino que también produce subjetividades. Refuerza una lógica individualista que debilita la cooperación, despolitiza la desigualdad y dificulta la construcción de respuestas colectivas. Los problemas estructurales se traducen en fracasos personales, erosionando los lazos de solidaridad social.
El problema no es la valoración del esfuerzo, sino su absolutización ideológica. Como advirtió Max Weber, la ética del esfuerzo puede convertirse en un mecanismo de legitimación del privilegio cuando quienes se encuentran en posiciones ventajosas necesitan justificar moralmente su situación. En sociedades altamente desiguales, la meritocracia cumple precisamente esa función: ofrecer una explicación moral que hace tolerable la desigualdad.
Cuestionar la meritocracia no implica renunciar a la evaluación ni desconocer el valor del compromiso personal. Implica reconocer que, sin redistribución material y sin el reconocimiento de las desigualdades estructurales, el mérito deja de ser un principio de justicia. Implica también abrir el debate sobre modelos alternativos que valoren lo colectivo, el cuidado y la interdependencia como pilares de una democracia sustantiva.
El riesgo de no dar este debate es evidente. Cuando la meritocracia fracasa y no es reemplazada por un horizonte de justicia más inclusivo, se convierte en terreno fértil para proyectos autoritarios. Revisar críticamente este relato no es un ejercicio académico abstracto, sino una tarea urgente para comprender las tensiones actuales de la democracia chilena y los desafíos que enfrenta en un escenario de creciente polarización política.