«Nullius in verba»: la ciencia y la política
22.12.2025
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22.12.2025
La revista prestigiosa revista científica Science publicó un artículo manifestando su preocupación por el arribo a la presidencia de la República de José Antonio Kast. El autor de esta columna sostiene que estas aprensiones tienen que ver con la errada conclusión de que la ciencia se politiza. Por eso, sostiene que “en tiempos de desinformación, conviene recuperar el sentido profundo de nullius in verba. No se trata de desconfiar de la ciencia, sino de entender por qué la ciencia merece confianza: porque no depende de la palabra de nadie en particular. Su fuerza reside en ser una empresa colectiva, humana y social, que ha desarrollado reglas para que, con el tiempo, sean las mejores ideas – y no las más poderosas – las que prevalezcan”.
Nullius in verba es una locución latina que puede traducirse como “no aceptar la palabra de nadie”. Fue adoptada en 1663 por la Royal Society de Londres como lema institucional, con el objetivo de motivar a los miembros de la naciente comunidad científica a perseguir el conocimiento sin someterse a la autoridad ni dejarse influir por presiones políticas, sociales o religiosas. En su contexto histórico, este principio marcó una ruptura con la idea de que la verdad debía derivarse del prestigio o la jerarquía, afirmando en cambio la primacía de la evidencia y el razonamiento.
Con el paso del tiempo se ha vuelto evidente que la producción de conocimiento científico no ocurre en el vacío. Factores como los antecedentes familiares, las relaciones cercanas, los vínculos afectivos o las trayectorias institucionales influyen en la motivación para investigar, en la formación de colaboraciones y en la visibilidad pública de los resultados. Reconocer esta dimensión humana es fundamental para entender cómo funciona la ciencia.
No obstante, esta constatación ha dado lugar, en algunos casos, a una conclusión errónea: que, dado que los científicos están inmersos en contextos sociales y culturales, serían las ideologías, las tendencias políticas u otros intereses externos los que determinan directamente el contenido del conocimiento científico. Esta tesis puede conducir a conclusiones peligrosas, como sostener que el consenso sobre el cambio climático responde a agendas políticas, o que la evidencia sobre vacunas depende de quién financia los estudios. Pero tales afirmaciones no se desprenden de la evidencia disponible, sino de una interpretación equivocada de ella.
Investigaciones recientes muestran que, cuando los científicos citan trabajos de otras personas, si bien pueden considerar primero a colegas cercanos, antiguos profesores o investigadores que admiran, lo que realmente sostiene el avance de la ciencia son las ideas. Los trabajos que perduran, se discuten y se vuelven influyentes no lo hacen únicamente por el prestigio de sus autores, sino porque ofrecen conceptos, métodos o resultados que permiten resolver problemas relevantes. Este proceso puede entenderse como socio-cognitivo.
Es social porque ocurre dentro de comunidades humanas, atravesadas por normas, vínculos y conflictos. Pero también es cognitivo, porque lo que circula no son opiniones personales, sino argumentos, datos y explicaciones que pueden ser evaluados críticamente por otros. Las relaciones sociales facilitan el intercambio de ideas, pero no pueden imponer indefinidamente ideas que no funcionan. La ciencia, aunque imperfecta, filtra.
Que los aspectos humanos influyan en la ciencia puede significar cosas simples y cotidianas: que alguien nos motivó a seguir una carrera científica; que trabajar en un entorno colaborativo favorece la creatividad; o que sentirnos parte de una comunidad nos permite generar conocimiento con mayor libertad. También implica reconocer que existen desigualdades en el acceso a la ciencia y que no todas las personas tienen las mismas oportunidades para participar en ella.
Esta tensión se vuelve especialmente visible cuando la ciencia se cruza con la política. Un ejemplo reciente es un reportaje publicado en la revista Science, titulado “Chile’s new president could shake up nation’s science community” («El nuevo presidente de Chile podría sacudir la comunidad científica del país»), que recoge las preocupaciones de investigadores y exautoridades frente a posibles cambios en la política científica tras un cambio de gobierno. Parte de esta inquietud, sin embargo, descansa en un malentendido frecuente sobre cómo funciona la ciencia: la idea de que, por estar financiada por el Estado o inserta en contextos sociales, su contenido puede ser moldeado directamente por posiciones políticas. Esta confusión ha llevado a algunos sectores a hablar de una supuesta “politización” de la ciencia. No obstante, la práctica científica cuenta con mecanismos propios – como la evaluación por pares, los estándares metodológicos y el debate abierto – que, aunque no eliminan las presiones externas, sí limitan de manera efectiva la influencia directa del poder político sobre los contenidos del conocimiento científico.
Nada de esto equivale a decir que la verdad científica sea arbitraria o puramente ideológica. En tiempos de desinformación, conviene recuperar el sentido profundo de nullius in verba. No se trata de desconfiar de la ciencia, sino de entender por qué la ciencia merece confianza: porque no depende de la palabra de nadie en particular. Su fuerza reside en ser una empresa colectiva, humana y social, que ha desarrollado reglas para que, con el tiempo, sean las mejores ideas – y no las más poderosas – las que prevalezcan.