Voto obligatorio siempre
23.11.2025
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23.11.2025
Esta columna forma parte del proyecto Análisis de las Elecciones 2025, desarrollado por el Núcleo Milenio para el Estudio de la Política, Opinión Pública y Medios en Chile (MEPOP), que aglutina a académicos de distintas universidades. En este texto, su autor analiza los datos de las elecciones con voto voluntario y con voto obligatorio y concluye que con este último «la participación electoral aumentó muy sustantivamente, y los partidos implementaron campañas más amplias con el fin de capturar a los nuevos votantes. Es mucho mejor para la democracia que los ciudadanos asistan a las urnas, aunque sea para expresar su rechazo a la oferta política, que marginarse de la toma de decisiones públicas que son relevantes para el futuro del país».
Créditos de portada: Pablo Ovalle / Agencia Uno
Una de las discusiones que se tomó la agenda pública desde fines de los ’90 fue la sustitución del régimen electoral de inscripción voluntaria y voto obligatorio, por otro de inscripción automática y voto voluntario. Parte importante de los analistas de la época argumentaba que el sistema de inscripción voluntaria y voto obligatorio había generado una especie de congelamiento del padrón electoral, lo que habría traído como consecuencia un deterioro muy significativo de la participación en las elecciones.
Los datos demuestran que esa afirmación era correcta, pues dicho padrón electoral varió escasamente entre 1989 y 2009. Si en 1989 el total de inscritos en los registros electorales fue de 7.557.537, en 2009 apenas aumentó a 8.285.186. Es decir, poco más de 727 mil personas, lo que representó un avance promedio de 36.382 votantes por año. La población en edad de votar (personas de 18 años y más), en tanto, se había incrementado de 8,5 a 12,3 millones. Es decir, mientras los potenciales electores aumentaban a gran velocidad, el padrón seguía siendo casi el mismo.
En ese contexto, entonces, surgió la idea de terminar con el sistema de inscripción voluntaria y voto obligatorio, avanzando a la inscripción automática de todos los electores de 18 años y más, pero con voto voluntario. De esa manera, se decía, los jóvenes se integrarían al sistema político, revitalizando la democracia y haciendo que las elecciones tuviesen un mayor grado de incertidumbre. El argumento era que, en realidad, los jóvenes no votaban porque los costos de ir a inscribirse presencialmente a las juntas electorales eran demasiado altos. Por tanto, había que facilitar las cosas y, además, dejar sin sanción a los no votantes.
¿Cuál fue el resultado de esta reforma? Un total desastre. El voto voluntario produjo un retroceso irreparable en la participación electoral. Tanto así que en las elecciones locales de 2012, comicios en que debutó este nuevo diseño, el porcentaje de participación llegó a un histórico 43,2%. Si comparamos esta cifra con la participación en las elecciones municipales de 2008- los últimos comicios locales con inscripción voluntaria y voto obligatorio, y tomando como base a toda la población en edad de votar a fin de hacer comparable ambas cifras- hubo un descenso de casi 15 puntos porcentuales (la participación en 2008 fue de 57,8%). Luego, para las elecciones presidenciales de 2013 en primera vuelta, la participación alcanzó un 49,4%, lo que representó un retroceso de cerca de 14 puntos porcentuales respecto de las elecciones presidenciales de 2009, organizadas bajo el sistema de inscripción voluntaria y voto obligatorio. Si en 2009 votaron 7,2 millones de electores, en 2013 sólo lo hicieron 6,7 millones, con la gran diferencia que en 2009 la población en edad de votar era de 12,2 millones y en 2013 de casi 13,6 millones. La elección más dramática, en todo caso, fue la municipal de 2016 en que la participación cayó a 34.9%.
¿Qué hicimos mal? La decisión de inscribir automáticamente a todos los chilenos de 18 años y más en el padrón electoral fue en la dirección correcta. Pero la idea de hacer del voto un acto voluntario se convirtió en la peor medida político-institucional de la que tengamos memoria. En lugar de generar un proceso de incorporación juvenil a las instancias electorales, produjo todo lo contrario. Los jóvenes se aislaron del sistema político, mientras que los desencantados que estaban inscritos en el padrón encontraron la forma de huir. Sin embargo, el estallido social, el proceso de cambio constitucional y la pandemia, modificaron en algo las cosas. En el plebiscito constitucional de 2020, por ejemplo, la participación creció a un 51%, destacando un incremento en la participación juvenil- derivada del estallido social y el cambio constitucional- pero un retroceso en la participación de los votantes más longevos, lo que respondió, en gran parte, al contexto de pandemia.
La participación en las elecciones locales de 2021 fue decepcionante, superando apenas el 43%. En estas elecciones también se escogieron los convencionales que redactarían la nueva Constitución. Luego, en las elecciones presidenciales de 2021 la participación apenas creció cuatro puntos respecto a las de 2017. Sólo en la segunda vuelta de 2021 que enfrentó a Gabriel Boric y José Antonio Kast, la participación alcanzó niveles razonables, llegando a un 55,7%.
Luego de una larga discusión en medio del proceso de cambio constitucional, el Congreso acordó implementar un sistema de inscripción automática y voto obligatorio desde el plebiscito de salida de 2022. Dado que lo que estaba en juego eran las reglas de convivencia democrática expresadas en la nueva Constitución, se argumentó que dicho texto debía estar revestido de la mayor legitimidad posible. Por tanto, era necesario convocar a todos los chilenos a las urnas, imponiendo sanciones económicas para quienes no lo hicieran.
La participación, como era de esperarse, creció muy sustantivamente, alcanzando un 85,9%, que varió muy poco para las elecciones subsiguientes. De hecho, en la reciente elección presidencial de primera vuelta, la participación electoral fue de 85,4% según cifras provisorias del Servel (Ver gráfico 1). Pero no todo lo que brilla es oro. Es cierto que el voto voluntario agudizó las brechas de clase en la participación electoral, siendo mayor en las comunas con más ingresos y menor en las más pobres y populares. Lo que se hacía, en la práctica, era transformar las desigualdades económicas en desigualdades políticas. Dado que, a participación desigual, representación desigual, la democracia se transformaba en un escenario más elitista y de baja incorporación social. Con el voto obligatorio, esas desigualdades políticas quedaron en el pasado. Las Condes y San Ramón comenzaron a participar casi de manera idéntica, rompiendo el predominio de los votantes de mayores ingresos.
Pero algo más ocurría y que no estábamos mirando en detalle: la votación inválida. Es decir, los votos nulos y los votos blancos. Una cosa es medir la participación como el volumen de votantes, y otra muy distinta es medir la participación como el volumen de votantes que se inclina por alguna de las preferencias o candidatos en competencia. ¿No será que, en realidad, la antigua desafección expresada en abstención electoral se había transformado ahora en votación inválida? Es una hipótesis plausible.
La votación inválida siempre crece en los países que implementan o reponen el voto obligatorio. Es algo natural, pues se incorpora a personas que no se sienten identificadas con algún partido o tendencia ideológica o que, simplemente, no les interesa la política. Entonces, esa votación inválida puede ser interpretada como una señal de malestar o protesta hacia la representación democrática, aunque también forma parte de ella el conjunto de errores que cometen los electores al votar especialmente cuando las papeletas de votación son muy extensas. Es decir, que a mayor número de candidatos en la papeleta electoral, mayores son los costos de información, y mayor será la probabilidad de aumento en la votación inválida.
La tabla 1 muestra el volumen y porcentaje de votación inválida para las recientes elecciones presidenciales y legislativas. Como se observa, en la presidencial hubo más de 500 mil votos inválidos que representaron el 3,7% del total de votos emitidos. En la elección senatorial que se realizó en 7 de las 16 regiones del país, en tanto, la votación inválida se aproximó a los 650 mil votos, representando un 17,3% del total. Finalmente, en la elección de diputados, realizada en los 28 distritos en que se divide el país, la votación inválida sobrepasó los 2,6 millones, alcanzando un 20%. Es decir, uno de cada cinco electores rechazó la oferta de candidatos realizada por partidos e independientes. Lo más preocupante es que esta votación inválida, al menos en la Región Metropolitana, estuvo socioeconómicamente sesgada. Por ejemplo, en La Pintana, una de las comunas con mayor porcentaje de pobres, la votación inválida alcanzó un 28,9% en la elección de diputados, mientras en Las Condes, una de las comunas más ricas del país, el porcentaje de votos inválidos llegó tan solo al 9,7%.
A pesar de que el voto obligatorio genera un mayor volumen de votos inválidos, y que dicha votación inválida se encuentra sesgada socioeconómicamente, sus resultados son ampliamente superiores al voto voluntario. Como he dicho, la participación electoral aumentó muy sustantivamente, y los partidos implementaron campañas más amplias con el fin de capturar a los nuevos votantes. Es mucho mejor para la democracia que los ciudadanos asistan a las urnas, aunque sea para expresar su rechazo a la oferta política, que marginarse de la toma de decisiones públicas que son relevantes para el futuro del país.
Este texto forma parte del proyecto Análisis de las Elecciones 2025, desarrollado por el Núcleo Milenio para el Estudio de la Política, Opinión Pública y Medios en Chile (MEPOP). Este centro de investigación interdisciplinar es apoyado por la Iniciativa Científica Milenio (ANID-NCS2024_007).
Puedes leerlo con sus referencias completas y otros textos en este link.