Reinserción social en el sistema carcelario chileno: ¿solución real o castigo disfrazado?
14.10.2025
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14.10.2025
Hablar de reinserción en el sistema penitenciario no es nuevo, pero el autor de esta columna comenta que es el tiempo para tomarlo en serio. La experiencia internacional indica que invertir en ella tiene efectos concretos en seguridad. Sostiene que “es hora de traducir el diagnóstico en actos: convocar auditorías externas al sistema penitenciario, exigir metas cuantificables a los programas de reinserción y condicionar la asignación presupuestaria al cumplimiento de resultados medibles, especialmente en cárceles concesionadas que históricamente han operado bajo criterios de eficacia operativa, pero no de reinserción”.
Créditos imagen de portada: Francisco Paredes / Agencia Uno
En Chile debatimos hoy si la solución es endurecer las penas y recortar los derechos de los presos. La premisa es sencilla y rápida: castigarlos más y quitarles garantías debería traducirse en menos delitos en las calles. Pero esta fórmula olvida un dato de mucho peso: nuestras cárceles funcionan al 140% de su capacidad y siguen en constante ascenso. No hay espacio físico, ni recursos ni personal para seguir apilando condenados; las celdas colapsan y los internos conviven hacinados, sin las condiciones básicas para subsistir. ¿De verdad creemos que apilar cuerpos en celdas saturadas va a reducir el crimen?
Ese nivel de saturación no solo genera incomodidad, sino riesgos reales de salud y seguridad. Servicios sanitarios desbordados, camas improvisadas en pasillos y acceso limitado a atención médica o psicológica se han vuelto el pan de cada día. Para los gendarmes, el desafío crece al mismo ritmo que la población; un solo descuido puede derivar en motines o episodios de violencia que afectan tanto a los internos como a funcionarios. Claros ejemplos han sido las noticias sobre varios penales, donde se reporta que reclusos han pasado hasta 20 horas sin comida y deben compartir camas por falta de espacio. Este tipo de situaciones no son eventos lejanos, sino que reflejan fuertemente el nivel de abandono estructural que atraviesa el sistema penitenciario chileno.
Mientras tanto, una gran parte de la discusión en torno a la seguridad en el contexto de la política insiste en más años de cárcel, menos visitas familiares y más reclusión a un nivel inhumano. Se plantean leyes más duras sin sopesar el impacto presupuestario, hoy los costos operativos de un interno superan los 900 mil pesos al mes. Al mismo tiempo, ignora otro punto sumamente importante, la mayoría de los reclusos que hoy día habitan las cárceles de Chile saldrán eventualmente a delinquir. Apostar solo por el castigo ignora la realidad de la reincidencia: encerrar más sin reinsertar mantiene encendida la chispa del delito y crea un ciclo sin fin de delincuencia.
El verdadero debate debería apuntar a qué sucede dentro de esas paredes colapsadas. Amontonar reos en prisiones al límite no elimina la criminalidad; solo empuja al sistema a un punto de colapso. Antes de clamar por mano dura, debemos entender que, sin solucionar el hacinamiento y dotar de herramientas mínimas de convivencia y salud, cualquier endurecimiento de penas será un parche que agrave la crisis penitenciaria.
La crisis penitenciaria y el alza delictiva muestran que el endurecimiento punitivo por sí solo no reduce la criminalidad; por el contrario, la reproduce. Meter más personas en prisiones saturadas y prolongar sus condenas, junto con condiciones infrahumanas, no elimina la causa. Cuando la política pública prioriza la logística sobre la reinserción, crea circunstancias que favorecen la reincidencia y socavan la seguridad. Es por este contexto que el foco actual del sistema penitenciario tiene que estar en establecer políticas públicas que reduzcan el riesgo de reincidencia: como los programas de salud mental y capacidad laboral, medidas de acompañamiento al egreso y evaluaciones basadas en evidencia sobre qué medidas efectivamente reducen delitos. Apostar por la reinserción no es ceder al populismo ni negar que los internos deben pagar por sus delitos, y mucho menos convertir las cárceles en hoteles de lujo; es reconocer que la reinserción es la inversión más inteligente que la mano dura jamás podrá financiar.
El problema no es solo moral: tiene efectos económicos claros. Concebir al recluso únicamente como un gasto operativo sin retorno implica malgastar recursos públicos. En cambio, la reinserción debe pensarse como inversión: reducción de reincidencia, mayor empleabilidad formal, aportes fiscales y menores costos sociales asociados a la criminalidad. Un exrecluso bien acompañado puede convertirse en trabajador, contribuyente y consumidor, y así transformar un pasivo en un activo para la comunidad.
Un ejemplo claro de que la reinserción social puede ser una inversión con resultados tangibles es Alemania. En distintos lugares de este país se han ejecutado políticas que incentivan la reinserción social de los internos. En Colonia, por ejemplo, se estableció un programa de libertad condicional intensiva que ofrece apoyo personalizado durante los primeros seis meses, combinando orientación laboral, seguimiento psicológico y contacto frecuente con tutores judiciales. Según una evaluación del Journal of Empirical Legal Studies, esta estrategia redujo la reincidencia juvenil en alrededor de un 20 %, con efectos persistentes hasta tres años después. La lógica alemana es simple pero efectiva: preparar para la reinserción reduce tanto la reincidencia como los costos públicos asociados al encarcelamiento reiterado. Este enfoque demuestra que priorizar la rehabilitación no debilita la seguridad, la fortalece.
Hoy la reinserción opera más como eslogan que como objetivo efectivo. Basta recordar que la última expansión relevante de infraestructura fue la construcción reciente de un nuevo complejo en el norte, la primera desde 2012; nuestras prioridades han sido ampliar cupos antes que implementar programas sostenidos de reinserción. No hemos hecho de la reinserción una meta país y la factura la está pagando el sistema penitenciario y la seguridad ciudadana.
Por eso las políticas públicas deben reorientarse hacia intervenciones medibles y operativas: reducir el hacinamiento; priorizar una atención de salud mental en los internos; vincular a la empleabilidad mediante incentivos público-privados; y evaluar constantemente qué medidas reducen realmente la reincidencia. Estas acciones no excluyen sanción y responsabilidad, pero sí priorizan la eficacia en la prevención del delito.
Es hora de traducir el diagnóstico en actos: convocar auditorías externas al sistema penitenciario, exigir metas cuantificables a los programas de reinserción y condicionar la asignación presupuestaria al cumplimiento de resultados medibles, especialmente en cárceles concesionadas que históricamente han operado bajo criterios de eficacia operativa, pero no de reinserción. No se trata de suavizar la sanción sino de exigir eficacia administrativa; castigar sin capacidad de reinserción es decidir, por omisión, que el problema se reproduzca.
Si los gobernantes y encargados de la seguridad quieren seguridad real, deben demostrar que saben invertir para reducir riesgos a largo plazo, no solo para aumentar cupos penitenciarios en cárceles colapsadas. Hacer de la reinserción una política con indicadores, plazos y sanciones administrativas por incumplimiento será la prueba de fuego: o cerramos el ciclo de violencia con políticas públicas profesionales y evaluables, o aceptamos la lógica perversa de gastar más para obtener una seguridad simbólica de corto plazo.