Aborto legal y eutanasia: ¿legislar con fe o con evidencia?
22.09.2025
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22.09.2025
El autor de esta columna aprovecha la discusión parlamentaria por los proyectos de aborto legal y de eutanasia para plantear que en un estado laico como el chileno la discusión no debiera estás influenciada por las creencias sino por los datos. «No propongo una política desprovista de moral, eso es como intentar imaginar un color nuevo. Propongo una política que no use la moral como coartada para negar libertades. La ciudadanía puede y debe exigir cuentas: pedir a sus representantes que aclaren si legislan con datos, con prejuicios o con revelaciones privadas convertidas en norma pública».
Créditos imagen de portada: Francisco Paredes / Agencia Uno
¿Cuándo será el día en que nuestros legisladores legislen para la ciudadanía y para el bien del país, en lugar de interponer sus convicciones religiosas personales como si fueran mandatos universales?
Chile es un país laico. Esto no es un adorno constitucional, es la condición mínima para que una democracia plural funcione. Sin embargo, cada vez que se discuten asuntos decisivos —como hoy en día se discute el aborto y la eutanasia— resurgen argumentos basados en creencias particulares que no representan a toda la población.
La religión tiene un lugar legítimo en la vida privada y en la construcción moral de muchas personas, pero que una convicción funcione para quien la sostiene no implica que deba transformarse en la razón pública obligatoria para quienes no la comparten. En una sociedad diversa, legislar exige razones públicas, compartibles y debatibles: razones que cualquier ciudadana o ciudadano pueda comprender y confrontar, independientemente de su fe o de su ausencia de fe. Eso es laicidad: el Estado no puede privilegiar doctrinas confesionales cuando regula derechos y libertades.
Hoy, frente a debates como el aborto y la eutanasia, corresponde plantear si no es el momento de recuperar la evidencia científica como criterio central en la formulación de políticas públicas. Esto no significa expulsar la religión del espacio público ni desautorizar posturas morales personales. Significa priorizar aquello que mejor protege la salud, la dignidad y la autonomía de las personas mediante métodos verificables: la ciencia. La misma ciencia que forma a nuestros médicos, que desarrolla protocolos, que mide riesgos y que evalúa resultados. Ignorar esos conocimientos por una interpretación confesional es, en el mejor de los casos, temerario; en el peor, una manera de negar derechos a quienes no adhieren a esa fe.
Legislar con base en la evidencia no es tecnocracia fría ajena a valores. La evidencia informa sobre consecuencias: cuántas vidas se salvan, cómo mejora la calidad de atención, qué efectos adversos aparecen y qué grupos quedan más expuestos. Esos datos permiten tomar decisiones morales mejor fundamentadas y con menos daño colateral. Cuando la investigación demuestra que la atención obstétrica segura reduce la mortalidad materna, o que los cuidados paliativos integrados mejoran la dignidad en procesos terminales, esas no son meras cifras: son razones públicas para diseñar leyes que protejan a la población, así como que garantices las libertades individuales, especialmente aquellas que sólo tienen que ver con el cuerpo y la vida de las propias personas, aquello que no afecta a nada ni nadie más.
Usar la religión como único argumento legislativo presenta además un déficit epistemológico. Las Escrituras y sus interpretaciones no son universales, su lectura es plural y muchos de sus preceptos fueron concebidos en realidades históricas muy distintas a la nuestra. Elegir selectivamente qué mandatos aplicar y cuáles omitir suele ser un acto arbitrario. Convertir esa selección en normativa equivale a imponer una cosmovisión particular sobre quienes sostienen otras convicciones o ninguna, y eso choca con la idea misma de democracia plural.
La ciencia, aun con sus límites y debates internos, opera con reglas claras: formular hipótesis, reunir evidencia, reproducir resultados y someterlos a revisión por pares. Ese método permite corregir errores y mejorar prácticas mediante la observación sistemática. Si exigimos que los edificios resistan terremotos porque la ingeniería es rigurosa, o que los computadores funcionen porque la tecnología se prueba, ¿por qué aceptar que decisiones que afectan cuerpos y vidas se tomen sin el mismo grado de evidencia y responsabilidad?
Exigir a nuestras y nuestros representantes que consideren la mejor evidencia disponible es pedirles transparencia y honestidad intelectual, que expliquen públicamente por qué una norma protege o vulnera derechos, qué datos la respaldan y cuáles son las alternativas razonables. Significa separar la convicción personal del argumento público y dar espacio a instancias técnicas donde profesionales y afectados aporten datos y experiencias.
Imagino un Congreso donde el peso de un argumento no dependa de la intensidad de la prédica, sino de la calidad de la evidencia y del respeto por la pluralidad. Imagino mesas técnicas con profesionales y personas con experiencia directa, analizando estudios locales e internacionales, evaluando riesgos y proponiendo mecanismos de acompañamiento que protejan a quienes son más vulnerables. Ese día tendremos leyes más sólidas, menos improvisadas y más capaces de proteger derechos.
No propongo una política desprovista de moral, eso es como intentar imaginar un color nuevo. Propongo una política que no use la moral como coartada para negar libertades. La ciudadanía puede y debe exigir cuentas: pedir a sus representantes que aclaren si legislan con datos, con prejuicios o con revelaciones privadas convertidas en norma pública. Porque en política, como en la ciencia, la improvisación no es una virtud, es negligencia.
¿Cuándo llegará ese día? Ojalá pronto. Mientras tanto, un recordatorio final para quienes sostienen que la «voluntad de Dios» basta como argumento legislativo: si su fe fuera un software, la ciencia sería la documentación técnica —detallada, revisada y actualizada—. No pueden pretender actualizar el sistema operativo del país con supersticiones sin pasar por control de calidad.