TESTIMONIOS E HISTORIAS DE VIDA RECOGIDAS POR LA PERIODISTA YASNA MUSSA
Extracto del libro “Palestina infinita”
26.05.2025
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TESTIMONIOS E HISTORIAS DE VIDA RECOGIDAS POR LA PERIODISTA YASNA MUSSA
26.05.2025
La reportera Yasna Mussa publica el libro “Palestina infinita” (sello Ariel, editorial Planeta) en el que recoge historias de vida que conoció en distintos viajes por Palestina, los campos de refugiados en Siria, Líbano, Jordania y Egipto, y también en conversaciones con personas que forman parte de la diáspora en América Latina. Así, traza un mapa de resistencia y pertenencia, a través de relatos de infancia bajo el asedio, de familias separadas por fronteras y de descendientes que reconstruyen su identidad a miles de kilómetros de su tierra. “Palestina infinita” es un recorrido por las voces, memorias y caminos de quienes han vivido la ocupación y el exilio palestino; una serie de relatos que entretejen la crónica periodística, el reporte de guerra y el testimonio personal. Este libro emerge desde el 7 de octubre de 2023, cuando el mundo se estremeció con una nueva escalada de violencia en Gaza, como una búsqueda urgente por comprender el entramado histórico y humano de una lucha que trasciende fronteras y generaciones. El siguiente texto es el capítulo 1 del libro, el que CIPER ofrece como un adelanto para sus lectores.
[El Cairo, Egipto, 2024]
“Nosotros enseñamos vida, señor. Nosotros los palestinos enseñamos vida después de que ellos han ocupado los últimos cielos”.
Rafeef Ziadah
Hace justo un año, Sharif —palestino, cuarenta y un años, licenciado en Administración de Empresas— prendió el televisor y supo de inmediato que algo grande, muy grande, vendría.
Las imágenes que veía en su pantalla parecían sacadas de una película de terror: hombres armados secuestrando a jóvenes; un festival de música interrumpido con violencia; encapuchados montados en paracaídas y atravesando el muro que separa a Gaza del resto del territorio; un ataque sin precedentes reivindicado por Hamás. Luego se conocería la magnitud: 1.200 muertos y 250 secuestrados en manos de distintos grupos armados palestinos.
—Creo que toda Gaza sabía que ese día iba a cambiar el mundo —dice Sharif, también un 7 de octubre, pero de 2024, un año después, sentado en un café de El Cairo, en Egipto. Viste una camiseta gris, tiene el rostro ovalado, la cabeza calva y una barba prominente. Prefiere no decir su apellido. Dice que como él hay miles de Sharif y esta frase no es un exceso: solo en su familia hay unas cinco generaciones que llevan el mismo nombre. También una historia de destierro que se repite.
Esta vez no fue como las anteriores, insiste Sharif. Gaza, sumida en la triste costumbre de estar bajo alerta y amenaza de bombardeos, conocía muy bien las advertencias del gobierno israelí. Lo había vivido en los ataques de 2006, 2008, 2009, 2014, 2018 y 2021. Al menos de manera masiva e indiscriminada. Y aunque durante la operación Margen Protector, cuando Israel lanzó un ataque contra la Franja que duró cincuentaiún días en 2014, la familia de Sharif sintió la presión y el miedo, nunca abandonaron sus casas. Pero lo de ese sábado era diferente. Antes de que Benjamín Netanyahu y su gobierno tomaran la palabra, los gazatíes se llamaban por teléfono porque no daban crédito a lo que veían y no sabían cuál ni cuándo sería la respuesta. Sharif, como todos, estaba en shock. Recuerda cómo el gobierno israelí reaccionó fuerte y muy rápido.
—Sabíamos, desde el 7 de octubre, que no teníamos opciones. Éramos como una botella en medio del mar. No podíamos escoger a dónde ir. Estábamos en una calle sin salida —dice, con la mirada fija, aún incrédulo de todo lo que ha tenido que vivir desde entonces.
Las primeras horas pasaron lentas y bajo un manto de suspenso insoportable. Dos días después, el 9 de octubre de 2023, cuando el ataque de las fuerzas israelíes había comenzado, los gazatíes comenzaron a recibir folletos desde el aire y mensajes en sus teléfonos móviles en los que aparecía un mapa de la Franja con las zonas y barrios que serían bombardeados. Sharif identificó su edificio dentro de los objetivos, pero dudó, incrédulo. Pensó que quizás se trataba solo de un rumor, de desinformación, apenas de una amenaza.
No era la primera vez que Israel utilizaba este método. Durante la invasión de 2014 había instado a la población civil a abandonar sus barrios lanzando volantes con edificios identificados en mapas. Incluso, en 1948, durante la limpieza étnica que vino de la mano de la Nakba, la catástrofe palestina que significó la creación de Israel en mayo de ese año, la fuerza aérea israelí lanzó cerca de diez mil volantes en los que instaba a los aldeanos a rendirse y dejar sus aldeas, durante la operación Hiram.
Un amigo cercano, que además es su compañero de trabajo, fue insistente: le imploró que dejara su departamento cuanto antes y fuera hasta su casa, ubicada en uno de los barrios que aún no estaban dentro de los objetivos militares. Sharif tomó a su esposa, a sus pequeñas hijas de seis y cuatro años, algo de ropa y comenzó a bajar desesperado por las escaleras del edificio. En medio de la confusión, tocó las puertas de los demás pisos para avisarles que era urgente, que debían salir de ahí, que dentro de poco todo podría desaparecer. Pero nadie respondió a su llamado. Entonces revisó el grupo de WhatsApp que mantenía con sus vecinos: allí comprobó que todos ya habían huido hacia zonas seguras y, aunque habían avisado con tiempo, él apenas se enteraba.
Hacía años que, como muchos palestinos, Sharif había empacado una maleta con sus pertenencias más preciadas: documentos, títulos, certificados, pasaportes y algo de dinero. Vivir en la Franja de Gaza le había enseñado que se tenía que preparar para escapar en cualquier minuto de la muerte. Y eso implicaba dejar cerca de la puerta, en un lugar visible y permanente, una valija con lo esencial. Sharif la había armado como quien se prepara para huir después de un terremoto: correr contra el tiempo llevando poco más que lo puesto.
—Conozco a mucha gente que no lo hizo y ahora se lamenta. Al menos yo tengo mis papeles, los pasaportes y los documentos conmigo aquí en Egipto.
Y también a su familia. Sharif se detiene un momento, suspira. Reconoce que, de no haber sido por la insistencia de su amigo y de su familia, hoy estarían muertos. Suspira y sonríe por haber tomado una buena decisión y porque aún le cuesta creer todo lo que ha pasado en estos exactos doce meses desde ese día en que supo que algo grande, muy grande, vendría.
* * *
Ese mismo lunes 9 de octubre, el ministro de Defensa israelí, Yoav Gallant, adelantó su plan: un asedio total a Gaza. “Ya no habrá electricidad, ni comida, ni agua, ni combustible, todo estará cerrado. Estamos luchando contra animales y estamos actuando en consecuencia”, dijo Gallant a los medios locales.
También habló Benjamín Netanyahu, el primer ministro de Israel, llamando a la oposición a unirse a un gobierno de unidad nacional “sin condiciones previas”, tal como su- cedió en la víspera de la Guerra de los Seis Días de 1967. “Estamos en una operación por el hogar, una guerra para asegurar nuestra existencia, una guerra que ganaremos”, dijo con la voz severa. “Esta guerra nos la impuso un enemigo despreciable: bestias que celebran el asesinato de mujeres, niños y ancianos”. Y luego comparó los actos de Hamás con los brutales asesinatos cometidos por el Estado Islámico. Cada declaración era más amenazante que la anterior. “He eliminado todas las restricciones, se te permite atacar todo, matar a esos que luchan contra nosotros, ya sea un terrorista o cientos de terroristas. Por el aire, tierra, con tanques, con excavadoras… Gaza no volverá a ser lo que era”, dijo Gallant. “Gaza no va a volver a lo que era antes, vamos a eliminarlo todo. Nos va a tomar semanas, quizás meses. Vamos a llegar a todos los lugares”, advirtió el ministro de Defensa.
La deshumanización de los palestinos comenzó mucho antes del 7 de octubre de 2023. El Plan Dalet, la estrategia militar sionista que consistió en la limpieza étnica de Palestina para ocupar su territorio y establecer su Estado en 1948, ya ponía en práctica la narrativa de tratar como seres inferiores, infrahumanos o animales a los palestinos. “Nuestro ejército avanza y conquista las poblaciones árabes y sus habitantes huyen como ratones”, escribió Yossef Weitz, director del Departamento de Tierras y Forestación del Fondo Nacional Judío. “No existe tal cosa como los palestinos… no existían”, dijo en 1969 Golda Meir, exprimera ministra israelí. Hubo dirigentes sionistas que se referían a la población nativa de Palestina como cucarachas o como un cáncer. Como bien advirtió en 2014 Adama Dieng, asesor especial sobre la Prevención del Genocidio de las Naciones Unidas, el genocidio empieza por la deshumanización.
Con total soltura, Netanyahu continuó con su lenguaje estigmatizante, apuntando a toda la población de Gaza, sin diferenciar entre milicianos, lo que él considera terroristas, y población civil. Por esos días se refirió a los suyos como el pueblo de la luz y a los palestinos como el pueblo de las tinieblas.
El primer ministro de Israel agradeció el apoyo de los líderes mundiales, que salieron raudos a manifestar su respaldo, pero destacó especialmente el del presidente estadounidense, Joe Biden. El patrocinio del país norteamericano no es nuevo, pues desde hace décadas se ha mostrado como un aliado incondicional encargado de entregar recursos monetarios, armamentísticos y de blindar a Israel ante resoluciones internacionales o frente a la opinión pública. Lo de Biden tampoco era nuevo: en un video filmado en 1986 aparece, mucho más joven y elocuente que en la actualidad, utilizando su plataforma como senador para entregar su apoyo a Israel, argumentando que este era vital para que Estados Unidos tuviera una ventaja estratégica en Medio Oriente. “No hay que pedir disculpas, ninguna. Es la mejor inversión de 3 mil millones de dólares que hacemos. Si no existiera Israel, los Estados Unidos de América tendría que inventar un Israel para proteger nuestros intereses en la región”, decía eufórico Biden, un católico autodeclarado sionista.
Netanyahu advirtió que apenas comenzaban a atacar a Hamás. “Lo que les haremos a nuestros enemigos en los próximos días repercutirá en ellos durante generaciones”, dijo, e hizo un llamado a la comunidad internacional a que consideraran al movimiento islamista como terrorista.
Sharif, que nunca ha militado en un partido político y es crítico con Hamás, comprendió de inmediato el alcance de estas palabras. Su departamento —un piso de unos 200 metros cuadrados, en el centro de la ciudad— por el que había ahorrado por mucho tiempo y donde apenas se había mudado un año antes, desapareció bajo las bombas de las Fuerzas de Defensa de Israel, las fdi.
Esa primera noche parecía no tener fin. El cielo se iluminaba y sentían de golpe el estruendo incesante de las explosiones. A Salma y Sara, sus pequeñas hijas, les dijeron que todo se trataba de una aventura, un paseo improvisado en el que irían a dormir donde los amigos y jugar con otros niños de su edad. Allí, en medio de preguntas inocentes y un profundo miedo disimulado, Sharif y Emany, su esposa, sacaron papeles y lápices para que las niñas pudieran colorear algo distinto a la muerte. Parece una escena de la famosa película de Roberto Benigni, La vida es bella, en la que Guido, un judío italiano, utiliza su imaginación para distraer y proteger a su pequeño hijo Goisuè del horror en un campo de concentración nazi. Ochenta años después de aquella escena de ficción del filme italiano miles de familias palestinas agotan el humor y la fantasía para que el día a día sea menos traumático para sus niños.
Aquella noche ninguno de los adultos pudo dormir. Con la luz del día vieron la magnitud de los ataques. Sharif y su esposa volvieron para intentar rescatar algunas de sus pertenencias entre los escombros, pero cuando se encontraron frente al inmueble deshecho comenzaron a llorar.
—Estábamos conmocionados. Habíamos cerrado la puerta de nuestro hogar en un edificio que estaba completo y unas horas después ya no existía.
Llevaron algo de ropa de las niñas, pero al llegar al departamento de su amigo decidieron que Sharif debía volver, esta vez solo, a buscar el computador portátil de su trabajo. Allí, entre las ruinas, confundido, dice, sentía que actuaba controlado por una fuerza ajena, casi por inercia, aterrado por el sonido de los aviones israelíes que volaban sobre su cabeza.
Los días que siguieron pasaron borrosos, sin fechas claras ni mucha noción del tiempo. Solo recuerda que unos días después, no sabe bien cuándo, la agencia alemana para la que trabaja les recomendó que dejaran la casa y se trasladaran con sus familiares a un hotel ubicado en una zona segura, lo que en Gaza parece un oxímoron.
La estadía en el hotel fue breve. Los bombardeos continuaban y el subterráneo funcionaba como una especie de búnker al que huían cada vez que el ataque se intensificaba. Entonces volvió a correr el rumor y Sharif rogó que se tratara apenas de una amenaza. El Gobierno israelí advertía que todos debían salir de Ciudad de Gaza. ¿Dónde ir cuando estás encerrado en una ciudad bajo asedio? ¿Quién asegura que una zona es segura y que no será arrasada por las bombas? ¿Cómo sobreponerse al miedo y actuar con sensatez? Las masas de gente huyendo despavoridas no encontraban respuestas. Una vez más, el ejército israelí lanzaba folletos en los que se señalaban los próximos objetivos bélicos. En medio de los gritos y la confusión, Sharif y su amigo tomaron a ambas familias y salieron en auto esquivando a la gente que corría sin sentido por las calles de Ciudad de Gaza.
La siguiente parada fue un chalet en el que sesenta personas tuvieron que convivir durante un mes con apenas tres baños. Como no había espacio para todos, debían dormir por turnos en el auto. Era la mitad del otoño y por esos días el frío se transformaba en otra amenaza para los gazatíes. El precio de la comida aumentó y luego comenzó a escasear. Cada día se hacía más difícil conseguir pan y, como les cortaron el gas, tuvieron que comenzar a cocinar con fuego.
—Estábamos en modo de supervivencia. Sientes que el tiempo ya no significa nada y solo importa que cada día puedas sobrevivir. Encontrar la comida, el agua, conseguir las cosas básicas. Primero se trata de encontrar lo mejor, luego lo que es posible —dice Sharif.
El palestino comenzó a llevar un registro de esos días en su celular. A una entrada la tituló “Las múltiples caras de las lentejas”. Como era lo único que conseguían para cocinar, tuvieron que usar la imaginación para satisfacer el hambre: en guiso, después con pan y luego, cuando no había nada más con qué acompañarlas, las comían solas.
También registró las reacciones de sus compañeros de refugio. Un hombre que usaba el humor para tratar de sobreponerse a las condiciones dramáticas que enfrentaba. Otro que estaba ensimismado en su mundo tratando de vivir el día a día. Una chica deprimida, atormentada por el dolor que significaba el asedio. Alguien enojado todo el tiempo. Otra que escoge llorar. Una persona que evade la realidad durmiendo. “Eran como distintos personajes, con diferentes mecanismos de defensa, pero al final del día todos tenían en común que querían sobrevivir”, dice Sharif.
* * *
Este lunes 7 de octubre los noticieros árabes no hablan de otra cosa que del primer aniversario del genocidio en Gaza. Es una fecha sensible no solo por la conmemoración sino porque en este mismo momento el ejército israelí continúa bombardeando la Franja. Comenzó en la madrugada y se ha profundizado durante el día. Los medios usan palabras como venganza, recrudecimiento, revancha. Pero además los frentes se han multiplicado: el ejército de Israel ha bombardeado al Líbano, Yemen e Irán. En las últimas semanas ha aumentado sus ataques indiscriminados contra pueblos del sur libanés y el 28 de septiembre atacó el cuartel general de Hezbollah, el Partido de Dios, en el que asesinó al líder de la organización Hassan Nasrallah. Unos días después disparará contra el contingente de paz de la onu en el Líbano, hiriendo a dos cascos azules en una torre de observación, según la Fuerza Provisional de las Naciones Unidas para el Líbano. Israel, el único Estado que se permite atacar impunemente a las tropas de la onu es también el único Estado que ha nacido de una resolución de ese organismo internacional. Y que además ha violado cada una de sus resoluciones, con el respaldo de Estados Unidos.
Sharif mira cada tanto su celular, pendiente de las últimas noticias. Conversamos en el café Beano, ubicado en la isla Zamalek, una zona acomodada de El Cairo, rodeada por el río Nilo, casas con arquitectura colonial y una generosa vegetación. Nada en el ambiente indica que a 450 kilómetros de aquí sucede un genocidio que se puede seguir en directo por cualquier red social. Las mesas están llenas, sobre todo de jóvenes de origen de clase media alta que trabajan en sus laptops, escuchando la música en inglés que suena en el lugar o en sus auriculares inalámbricos. De pronto se acerca el mesero. Cuando Sharif pide su café americano el joven reconoce en él un acento diferente y dispara: ¿eres palestino? ¿De Gaza?
Sharif responde tímido, dubitativo. Sabe que su origen no es siempre bienvenido. Aunque muchas de las vitrinas de los cafés y restaurantes cairotas exhiben banderas palestinas en solidaridad con su pueblo, ha recibido comentarios o miradas hostiles de gente local que ve con desconfianza la llegada de gazatíes y, como suele suceder con los ges- tos de xenofobia, los acusan de robarles el trabajo y las oportunidades.
En noviembre de 2023 el Gobierno egipcio abrió el paso fronterizo de Rafah para dejar salir a aquellos palestinos que contaran con doble nacionalidad o con permisos especiales. La organización para la que trabaja Sharif realizó la tramitación necesaria para sacarlo junto a su familia, con la idea de utilizar Egipto como un país de paso para luego llevarlos a Alemania. Sharif imploró para que en esa lista también apareciera el nombre de sus padres. Sus dos hermanos viven en el extranjero y no podía con la idea de tener que dejarlos a su suerte en Gaza.
Cada día, los militares sacaban listas de las personas autorizadas para salir hacia Egipto. El control fronterizo abarrotado de gente, los nervios a flor de piel, la ilusión de ser llamado, que entre millones de personas sus nombres y apellidos aparezcan entre los elegidos. Era un ir y venir hasta la frontera para hacer la fila de pie, cansados, hambrientos y desmoralizados. Mientras su hija Salma, la mayor, lo esperaba en el chalet con el ímpetu inagotable que tienen las niñas a esa edad, en que aprenden a hacerse preguntas: “¿Por qué estamos aquí? ¿Dónde está mi maleta preferida? ¿Por qué no vamos a casa? ¿Cuándo volveré al jardín escolar? ¿Por qué estamos durmiendo en el auto? ¿Por qué mi mamá está llorando?”.
Las preguntas y miedos de Salma y Sara se repiten por toda la Franja. Un estudio sobre los niños que viven el genocidio en Gaza dice que el 96 por ciento de ellos sienten que su muerte es inminente y casi la mitad quieren morir como resultado del trauma que han sufrido. Según una ong con sede en Gaza patrocinada por la organización benéfica War Child Alliance, el 92 por ciento de los niños encuestados no aceptaban la realidad, el 79 por ciento sufría pesadillas y el 73 por ciento mostraba síntomas de agresión. Se estima que en ese territorio palestino hay 17.000 niños no acompañados, separados de sus padres, aunque el estudio señala que la cifra real puede ser mucho mayor. La situación de la infancia en Gaza es tan extrema que las organizaciones de ayuda humanitaria han creado un nuevo acrónimo: wcnsf, una abreviatura del inglés wounded child, no surviving family: niño herido, sin familia superviviente. Por eso, aparecer en la lista era imperioso. Un día, a finales de noviembre, Sharif, Emany, Salma y Sara fueron nombrados. La felicidad duró unos pocos minutos, cuando se percató de que sus padres no estaban entre los elegi- dos. Entonces vinieron las dudas, el impulso de desistir, de permanecer en Gaza y rechazar ese pase a la libertad. Pero ver el miedo en los rostros de sus hijas pudo más. Decidieron salir cargando con el peso de abandonar en ese campo de exterminio a parte de lo más preciado. La culpa del sobreviviente de la que habló William D. Niederland, quien introdujo por primera vez el término para describir esa dicotomía interna entre el impulso de supervivencia y el sentimiento de castigo que muchos de los sobrevivientes del Holocausto experimentaron por sobrevivir a sus seres queridos.
Con esa aflicción sobre los hombros, el viaje hacia El Cairo fue eterno. Lo que más recuerda Sharif esta tarde de octubre entre cada sorbo de café es el primer baño que pudo tomar en el hotel. Una ducha caliente y abundante. Bajo el chorro de agua sentía el privilegio de estar vivo y permitirse un acto tan mundano y cotidiano, pero que en ese momento le pareció excepcional. Recordó ese mes y medio huyendo de las bombas, lavándose con baldes, calentando el agua directamente en el fuego, cuando se podía, o mojándose apenas la cara para seguir sobreviviendo. Pero no podía quitarse de la cabeza la suerte de sus padres. Qué pasaría con ellos encerrados al otro lado de la frontera. Cómo podría disfrutar de esa cama de hotel, cómoda y caliente, mientras ellos seguían durmiendo en el suelo con el sonido incesante de las bombas.
* * *
Cuando Sharif tenía nueve años volvió a un lugar que no conocía. Aunque sus padres refugiados palestinos se conocieron en Arabia Saudita, él nació y pasó los primeros años de vida en Kuwait, pero la situación que vivían en el país árabe se hacía cada vez más compleja. En la guerra del golfo, la Organización para la Liberación de Palestina, la olp, apoyó al bando equivocado, lo que provocó que cientos de miles de palestinos tuvieran que abandonar Kuwait. Sus padres se vieron forzados a buscar un lugar donde volver a empezar. Gaza, su tierra de origen, no era una opción. Hacía poco que la primera Intifada, esa rebelión popular palestina contra la ocupación, había dejado estragos en la Franja y la represión no daba tregua.
Entonces vieron la oportunidad de comenzar algo así como una nueva vida en paz, al otro lado del mundo, en Latinoamérica. Bolivia era el país que les permitiría instalarse con visa y les daría la posibilidad de surgir a este grupo familiar de treinta miembros, entre tíos, primos y abuelos. Se instalaron en Cochabamba y al poco tiempo abrieron un supermercado. Para el niño Sharif, de cinco años, recorrer las calles de esa ciudad fue un impacto: la pobreza, la falta de infraestructura, una cultura distinta y ajena.
—No tengo muchos recuerdos. Creo que la mente me ha borrado mucho —dice en un castellano lento, buscando las palabras olvidadas. En el colegio Los Olivos, una institución privada que habían fundado otros árabes que los precedieron en Cochabamba, tuvo que aprender a hablar, escribir y leer en español. Una vez que ya dominaba el idioma, ayudaba a los mayores de la familia, que batallaban por asimilarse y pronunciar mejor la pé, a disimular cuando arrastraban la erre o la jota.
No sabe bien cómo pasaron esos años, solo que un día sus padres le anunciaron la noticia: Volverían a Gaza. En 1993 la olp, con Yasser Arafat a la cabeza, y el Gobierno israelí, representado por Yitzhak Rabin, habían firmado los Acuerdos de Oslo. Para su familia era el sueño por el que habían estado esperando: regresar a su tierra natal, dejar de sentirse extranjeros, hablar su idioma, visitar a sus amigos y, sobre todo, no ser apátridas. En su cabeza de niño, Palestina era una idea, una ilusión, la meta a la que algún día llegaría. Había crecido escuchando historias sobre esa tierra que no conocía, pero que sus padres insistían en llamar como propia. Pero entonces, Gaza era sinónimo de volver a empezar. Otra vez desde cero, pensó Sharif.
—Entonces nos fuimos a Gaza, que era más pobre que Bolivia. Si allá las calles no eran muy buenas, en Gaza ni siquiera había calles. Todo era más precario, más extremo—recuerda Sharif.
Pensó que su estadía no sería mayor al tiempo que vivieron en Cochabamba, que después de unos cuatro o cinco años se irían nuevamente. Como un mecanismo de defensa, quizá, el niño Sharif se aferró a la idea de que se trataba de algo pasajero, de que pronto encontraría otro destino donde vivir mejor, con más comodidades y libertades. Dice que esa idea le daba fuerzas para seguir. Pero para sus padres era lo contrario: al igual que miles de palestinos celebraron los Acuerdos de Oslo como un capítulo nuevo lleno de esperanza. Una oportunidad para tener un destino final, donde nadie pudiera echarlos ni enrostrarles su nacionalidad.
Luego de nueve meses de negociaciones, se llegó a un acuerdo en que se crearía la Autoridad Nacional Palestina y se daría paso al reconocimiento mutuo entre Israel y la Organización para la Liberación de Palestina, la olp. La foto es histórica: de un lado, de traje oscuro, Yitzhak Rabin extiende su mano. Del otro, Yasser Arafat, con su traje militar verde olivo y el tradicional keffiyeh cubriendo su cabeza, responde el saludo. De fondo, con los brazos abiertos, Bill Clinton, presidente de Estados Unidos, ofi- ciaba de anfitrión en la Casa Blanca.
Noruega jugó un papel clave en las negociaciones. Los Acuerdos de Oslo parecían, al menos para el mundo occidental, lo más cercano a una solución definitiva a lo que la prensa suele llamar como “el conflicto palestino-israelí”. En Broadway se representó una obra de teatro titulada “Oslo” en homenaje al rol mediador del país europeo y la ciudad era considerada como capital de la paz, pues además es allí donde se entrega el Premio Nobel de esa categoría. Los noruegos solían decir que una paz con defectos es mejor que una guerra perfecta.
Pasaron los años y la fantasía que tenía Sharif de salir de Gaza no se cumplió. Tampoco la idea de estabilidad y autodeterminación que tenían sus padres y la mayoría de los palestinos. Oslo fue una promesa rota, un proyecto inconcluso que ni siquiera alcanzó a despegar, en el que más pronto de lo imaginable se deshizo la posibilidad de alcanzar un Estado palestino independiente. Al propio Rabin le costó la vida: un colono judío lo asesinó en 1995 por haber osado negociar con los palestinos.
El intelectual palestino Edward Said fue uno de los primeros en advertirlo: el proyecto de dos Estados fracasaría. Para él la firma de los acuerdos significaba la rendición palestina. Sus críticas terminaron incluso una larga amistad que lo unía con Arafat. Said hizo hincapié en la asimetría que existía en un conflicto que no podía enfrentarse como si se tratase de dos partes iguales. A Said lo llamaron pesimista, derrotista, pero lo cierto es que fue realista. Es imposible acercarse a algo como la paz cuando no se parte por denunciar la ocupación israelí, no se garantiza el derecho de los palestinos a la autodeterminación, no se reconoce el derecho de retorno de los refugiados palestinos —previsto en el derecho internacional, reconocido en la resolución 194 de la onu y que no es negociable— se excluyen las cuestiones del estatus permanente y se fragmentó Cisjordania en tres áreas: Zona A, correspondiente al 18 por ciento, en el que la Autoridad Palestina administra asuntos civiles y de seguridad; Zona B, el 22 por ciento, en que la AP administra solo asuntos civiles; y Zona C, el 60 por ciento, donde Israel mantiene el control total. La Autoridad Nacional Palestina debió haber sido reemplazada por un gobierno electo que controlaría su propio Estado en Cisjordania y la Franja de Gaza, con su capital en Jerusalén Oriental. Eso nunca sucedió. En cambio, han sido utilizados por Israel como un instrumento para seguir dividiendo Cisjordania en cantones y bantustanes que han convertido a ese territorio en un verdadero queso gruyer, en donde su población no tiene libertad de movimiento.
El pueblo nativo al que le habían impuesto la partición de su territorio sin consulta previa y al que jamás le cumplieron la promesa de su independencia, debía ceder ante una ocupación militar extranjera. La retirada militar nunca se produjo y, por el contrario, solo se ha profundizado la ocupación. Cuando se firmaron los Acuerdos de Oslo, justo treinta años antes del fatídico 2023, había poco más de 110.000 colonos judíos viviendo en Cisjordania, mientras que hoy la cifra supera los 700.000. Los asentamientos son considerados ilegales por el derecho internacional, pues en sí mismos constituyen un crimen de guerra, al traspasar a la población del Estado ocupante al territorio ocupado. Mientras la situación de Palestina se agudizaba, Sharif tuvo que asumir que Gaza era su realidad. Hizo amigos con los que jugó de niño y luego, en la adolescencia, iría a fumar arguile, esa pipa de agua árabe tan popular en Medio Oriente. Pasaba sus días entre videojuegos, encuentros en cafeterías y los estudios, panoramas que podrían parecer normales, dice, pero la vida no era como en otros países, como lo era para otros chicos de su edad, pues la comunidad vivía bajo un estricto régimen impuesto por Hamás luego de que ganara las elecciones parlamentarias de 2006. Fueron años de desgaste con el gobierno de la Autoridad Nacional Palestina liderado por Fatah, el partido de Arafat. La corrupción, los funcionarios convertidos en burócratas acomodados a sus privilegios y el resentimiento de la población con las fuerzas de seguridad palestinas que actuaban como una extensión de la propia ocupación israelí, hizo que los votantes le dieran un voto de confianza al Movimiento de Resistencia Islámica, Hamás, una organización política y militar palestina nacida en 1987. Hamás nació como respuesta a la ocupación y no al revés. Fue luego de décadas de abusos por parte de los sucesivos gobiernos israelíes y de haber ganado espacio en el tejido social de la comunidad a través de sus hospitales, escuelas, centros comunitarios y mezquitas.
De a poco fueron percibiendo cómo la sociedad cambiaba. Lo que antes parecía una postura extrema de unos pocos se fue extendiendo hacia toda la Franja. Con los años, Hamás entendió que debía ceder. Gaza se fue reconstruyendo con lo que podía, lo que lograban ingresar a través de los túneles y con los pocos materiales que las autoridades israelíes permitían. Muchos, como Sharif, comenzaron a viajar dentro y fuera de Palestina. Se asomaron al mundo y volvieron a su tierra con ideas para emprender, y abrieron restaurantes, cafeterías, galerías de arte, espacios cultura- les, centros comerciales. Se volvió un lugar más habitable y Sharif comenzó a disfrutar de su vida allí, sobre todo después de la operación Margen Protector de 2014.
Luego vino el 7 de octubre. Todo lo que se había re- construido volvió al polvo y escombro. Los lugares donde primaban las risas y la vida fueron reemplazados por el silencio y la muerte. Aquellos rincones llenos de verde, colores y luces se volvieron grises, opacos y oscuros. Las imágenes captadas por los drones muestran un cementerio interminable en el que apenas se distingue lo que antes fueron calles, casas, jardines.
—Ya no hay Gaza. Ya se terminó.
Dice Sharif que no hay dónde volver. Sigue las noticias en su móvil y comprueba que esos barrios que tardaron tanto en florecer han ido muriendo a medida que caen las toneladas de explosivos sobre las cabezas de los gazatíes. La infraestructura, la historia, los tesoros arquitectónicos, las iglesias, las mezquitas, los museos. Todo ha sido arrasado por la artillería israelí. No solo el patrimonio material, también el simbólico: el lugar donde Sharif y Emany se casaron, el hospital donde nacieron sus hijas, el jardín escolar al que asistían y donde forjaron sus primeras amistades. Todo aquello y más ha desaparecido. No queda nada.
A enero de 2025, el 60 por ciento de Gaza había dejado de existir. La escala de los bombardeos israelíes no tiene precedentes. Solo en noviembre de 2023, la aviación israelí informó que había atacado veintidós mil objetivos, unos 846 ataques diarios. El impacto no ha sido solo a nivel de infraestructura y pérdidas humanas, sino que en contexto de cambio climático ha sido también una catástrofe. Solo en los primeros 120 días de bombardeos se habían superado las emisiones de gases de efecto invernadero que se producen en veintiséis países en un año. Desde las imágenes obtenidas por drones se puede observar el nivel de daño provocado. La vivienda de Sharif está dentro del 92 por ciento que fueron afectadas o completamente destruidas.
La periodista Yasna Mussa.
* * *
Nos habíamos conocido a través de blogspot. No recuerdo muy bien cómo, pero un día de 2005 comenzamos a seguir nuestras publicaciones y a intercambiar. Teníamos en común el año y mes en que nacimos, un lazo con Palestina, sueños de juventud: viajar, descubrir el mundo, hacer planes con los amigos. Él me compartía por Messenger canciones en árabe y yo lo actualizaba con música en español: Gustavo Cerati, Soda Stereo, Andrés Calamaro, Silvio Rodríguez. Habíamos fantaseado con conocernos en Palestina, pero esa idea nunca se pudo concretar, porque en ese tiempo él no podía salir de Gaza y yo no podía entrar.
Nunca pensé que ese encuentro se haría realidad en El Cairo. Cuando confirmé mi viaje a Egipto para entrevistar a palestinos que habían huido de Gaza, supe que Sharif y su familia se encontraban en este país. La primera vez que lo vi descubrí que es más bajo de lo que imaginaba, que hablaba bien español, pese a que no practica ni habla nunca con nadie este idioma. A veces reemplaza algunas palabras que no recuerda por frases en inglés. Siento que lo conozco hace años, como si fuéramos amigos desde siempre. El 28 de septiembre lo saludo por su cumpleaños. Sharif repara en que nació un día especial: la misma fecha en que murió Gamal Abdel Nasser, en que comenzó la segunda Intifada, y ahora, que acaban de anunciar el asesinato de Hassan Nassarallah. Es la primera vez que podré saludarle en persona.
Tomo un taxi para ir a su encuentro. La avenida por la que se ingresa a Madinaty, un suburbio de clase media acomodada a las afueras de El Cairo, está rodeada de frondosos jardines y amplias casas. Un moderno sistema de riego mantiene las áreas verdes y las veredas lucen despejadas, pulcras, muy diferentes al desordenado y caótico centro cairota.
Hemos quedado de encontrarnos con Sharif, Emany y sus hijas en Open Air, un extenso y abierto centro comercial de una planta, con parques, tiendas de lujo, mezquitas, una laguna artificial e incluso un pequeño tren que recorre las callecitas internas del recinto. El lugar está lleno de familias disfrutando de esta calurosa tarde de otoño. Entre medio de la gente aparece Salma veloz en su monopatín. Sara se esconde tímida, detrás de la falda de su madre.
Para las niñas, como lo fue para Sharif en su infancia, ha sido difícil acostumbrarse estos meses fuera de casa y de su entorno habitual. Hace unos días visité la embajada de Palestina en El Cairo y un funcionario con actitud de diplomático y voluntad de burócrata me confirmó que este país ha recibido cerca de 200.000 palestinos, pero que, si bien abrió las fronteras, los ha dejado a su suerte. No tienen estatus de personas refugiadas, tampoco funcionan las agencias de Naciones Unidas que normalmente organizan y entregan la ayuda. Los niños y las niñas no tienen acceso a la escuela pública ni a la salud. Algunos, los más afortunados como Salma y Sara, están asistiendo a clases particulares que sus padres financian, aunque fuera del sistema formal de educación.
Pero hoy es día libre. Paramos en un restaurante con amplios salones y terrazas, donde las familias conversan a altos volúmenes y amigos comparten pipas de agua dibujando una nube sobre nuestras cabezas. Mientras esperamos la comida, Emany recibe una llamada. Dos de sus hermanas continúan en Gaza, dentro del perímetro que Israel definió como zona segura. El rostro de Emany se ilumina al escuchar sus voces y saberlas con vida. A los pocos minutos la comunicación se interrumpe y lo que era una sonrisa se transforma en una mueca de espanto. Aparta el teléfono de su oreja y pone el altavoz. De fondo se escuchan los bombardeos de la armada israelí y las voces nerviosas de sus hermanas confirmando que están bien, pero que las explosiones se producen cerca, muy cerca de donde están. En febrero pasado, cuatro meses después de que comenzaran los ataques a Gaza, Sharif y Emany difundieron una campaña por internet para tratar de sacar al resto de su familia. Habían logrado reunirse con los padres de Sharif en Egipto semanas después de su huida en noviembre, pero la familia de la mujer, numerosa como suelen ser los hamules árabes, seguían atrapados en la Franja. El costo era muy alto: necesitaban al menos cincuenta mil dólares americanos para conseguir pagar a los funcionarios administrativos en la frontera, el traslado y algo de dinero para sobrevivir al menos durante un mes. Tradujeron la campaña del árabe al inglés, español y francés, pero lo recaudado estuvo lejos de lo esperado. Al poco tiempo, un dron israelí manipulado a distancia asesinó en plena calle al padre de Emany. A las semanas, su única hermana soltera y su madre consiguieron salir de Gaza y alcanzarlos en El Cairo. Después, Rafah, el paso fronterizo con Egipto, cerró para siempre, y desde entonces Emany espera cada tarde esas llamadas que son interrumpidas por detonaciones estruendosas. Luego viene el silencio y la confirmación de que sus hermanas, cuñados y sobrinos siguen vivos. Un día a la vez.
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—Esta es nuestra segunda Nakba— dice Sharif, reflexionando sobre lo que ha visto durante estos últimos doce meses—. O quizás es mucho peor que la Nakba.
En mayo de 1948, mientras Israel declaraba su independencia, los palestinos sufrían el despojo, veían cómo las aldeas eran arrasadas, su pueblo masacrado y más de 700.000 se transformaban en desplazados. Refugiados repartidos dentro de la Palestina histórica y por el resto del mundo. Para ellos ese acontecimiento marcó la catástrofe, al Nakba, una fecha que desde entonces se conmemora como el inicio de su desgracia en manos del sionismo.
Gaza ha sido especialmente golpeada. Ocho de cada diez ciudadanos descienden de refugiados, en su mayoría llegados en 1948. En 2024, alrededor del 90 por ciento de los gazatíes había sido desplazado en los últimos quince meses.
Ya no es la historia de tus abuelos, de tus padres. Es tu historia, dice Sharif, mientras repasa las cifras de víctimas, el impacto, las consecuencias siendo transmitidas en tiempo real. Ya no es la idea ni la promesa de volver a tu casa, me explica, sino que es la realidad actual, sin engaños, sin idealizaciones, conscientes de una catástrofe que sigue su curso y consume todas las esperanzas. Ahora no es un re- lato del pasado transmitido de generación en generación, sino que existen —y existirán— registros a color, en hd, desde todas las dimensiones que la tecnología lo permite. No habrá cómo apelar a la ignorancia.
El 19 de enero de 2025 entró en vigor un alto al fuego entre Israel y Hamás. Hubo intercambio de rehenes y la posibilidad de que los desplazados vuelvan al lugar donde solían estar sus hogares. Según las cifras del Ministerio de Sanidad de Gaza, más de 47.500 murieron durante este año y medio de bombardeos, pero según un estudio de The Lancet, serían muchos más, al menos 64.000 fallecidos.
El acuerdo fue negociado por Qatar, Egipto y Estados Unidos, quienes, al menos ocho meses antes, se lo habían propuesto a Israel que, de haber aceptado, pudo evitar la muerte de miles de personas. Pero recién este enero, en pleno invierno en el Levante, la marcha infinita de miles de personas regresando a pie y recorriendo cientos de kilómetros se pudo concretar. Israel ha violado cada una de las treguas anteriores, pero al menos en ese paréntesis de tiempo los palestinos pudieron volver y buscar entre los escombros a sus seres queridos que quedaron enterrados bajo el concreto.
Aunque el fuego se detuvo en Gaza, la ocupación ha continuado perpetrando crímenes en Cisjordania y extendiendo su control contra la población palestina. Donald Trump, quien asumió su segundo período al mando de la Casa Blanca el 20 de enero de 2025, ha propuesto junto a Netanyahu, su aliado israelí, despoblar Gaza y trasladar a toda la población a países vecinos como Jordania o Egipto. Su plan es reconstruir el territorio, pero no para que vuelvan sus habitantes nativos, sino para convertir la franja en “la Riviera de Medio Oriente”, un intento colonialista por apropiarse de la región y de paso de los recursos naturales y espacios estratégicos. Una vez más, a costa de los palestinos.
—Algún día esto va a parar. No sé cómo. Pero el miedo va a parar —dice Sharif y con una sonrisa suave, apenas dibujada, tararea una canción de Jorge Drexler, “Al otro lado del río”—. Como dije, somos como una botella en medio del mar. Pero algún día vamos a llegar a la otra orilla.