Confiscar dispositivos, ceder la educación: el costo oculto de prohibir celulares en escuelas
20.12.2025
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20.12.2025
Las autoras de esta columna comentan críticamente la ley que prohíbe el uso de celulares en los colegios y sostienen que «no negamos que una regulación razonable pueda tener efectos positivos en contextos específicos. Pero avanzar en una restricción rígida sin abordar las causas profundas es reduccionismo tecnológico: pensar que problemas sociales complejos se resuelven mediante intervenciones sobre los artefactos. La educación digital crítica, la formación docente en mediación tecnológica y la inversión en infraestructura digital equitativa son tareas que no se resuelven con una restricción».
Créditos imagen de portada: Sócrates Orellana / Agencia Uno
El pasado 2 de diciembre, la Cámara de Diputados aprobó el proyecto de ley que prohíbe el uso de celulares en establecimientos educacionales para estudiantes de parvulario hasta 6° básico, y regula su uso gradual desde 7° básico a 4° medio. La medida, que entrará en vigor en marzo de 2026, busca responder a las preocupaciones sobre rendimiento académico y convivencia escolar. Sin embargo, resulta necesario preguntarnos si esta regulación causará problemas no abordados en la ley y si realmente se hará cargo de los desafíos que dice combatir.
El Estado de Chile exige que las escuelas eduquen en ciudadanía digital crítica —competencia establecida en el Currículum Nacional— pero el acceso al hardware necesario es profundamente desigual. Según la XI Encuesta de Acceso y Uso de Internet (SUBTEL, 2024), mientras el smartphone alcanza una penetración del 98,9% transversal a todos los niveles socioeconómicos, solo el 41,4% del grupo socioeconómico bajo accede a computadores portátiles, frente al 86,1% del grupo alto: una brecha de 44,7 puntos porcentuales.
En Chile hay actualmente más conexiones móviles que habitantes —30,7 millones, equivalentes al 155% de la población — lo que representa una oportunidad sin precedentes para democratizar el acceso digital. Prohibir el celular mientras se exige desarrollar competencias digitales curriculares no solo es contradictorio: es estructuralmente injusto para quienes carecen de alternativas de hardware.
En marzo de 2024, apenas nueve meses antes de aprobar esta ley, el propio Ministerio de Educación publicó «Orientaciones para la regulación del uso de celulares y otros dispositivos móviles en establecimientos educacionales», un documento de 36 páginas que propone un enfoque radicalmente distinto a la prohibición. Estas orientaciones reconocen el contexto «postdigital» en que vivimos –enredamiento inseparable entre nuestras vidas digitales y análogas– sugieren regulación diferenciada por edad, proponen estrategias de mediación pedagógica y enfatizan el desarrollo de ciudadanía digital crítica.
¿Por qué el mismo gobierno que publicó estas orientaciones apoyó meses después una regulación que contradice su propio documento técnico? La respuesta es incómoda: porque la restricción es políticamente popular. Encuestas muestran amplio apoyo ciudadano, pero estudios internacionales han analizado cómo estas políticas se construyen sobre pánicos morales amplificados mediáticamente, sin evidencia contundente que las respalde.
La regulación comprende a los celulares como objetos aislados que provocan efectos sobre los jóvenes, ignorando su cualidad sociotécnica. Los dispositivos digitales no son elementos neutrales ni independientes de sus contextos: son prácticas culturales, nodos en redes de relaciones sociales y espacios de construcción subjetiva. La restricción regula al objeto sin atacar los factores sociales que producen los problemas manifestados en su uso.
No idealizamos el uso actual de dispositivos. Sin embargo, el aprendizaje ocurre constantemente —en TikTok, Instagram, WhatsApp, YouTube— aunque no siempre sea el que consideramos deseable. La pregunta no es si los jóvenes aprenderán a través de dispositivos digitales (lo harán, con o sin la escuela), sino si la escuela participará activamente en ese proceso o abdicará su rol, dejando ese espacio a algoritmos comerciales e influencers cuyas intenciones no son educativas.
Esta regulación genera además una doble carga para los docentes: deberán fiscalizar una norma difícil de hacer cumplir en establecimientos ya sobrecargados, mientras el currículum les sigue exigiendo educar en ciudadanía digital, pero ahora restringiendo el hardware más disponible.
Los argumentos a favor de la restricción —desconcentración, desmotivación y violencia digital— merecen ser tomados en serio, pero refieren a problemas estructurales más profundos. La desconcentración y desmotivación son expresiones de una crisis de sentido de los modelos pedagógicos tradicionales. La violencia digital no nace en las pantallas: son expresiones de violencias estructurales —machismo, racismo, clasismo— que encuentran en los espacios digitales un territorio donde manifestarse.
Restringir el celular en horario escolar puede dificultar que el acoso ocurra durante las horas de clase, pero no modificará las disposiciones violentas. El problema se desplazará a espacios donde hay menos mediadores. Lo mismo ocurre con patrones problemáticos de uso: la restricción no los modifica, simplemente los desplaza a horarios donde muchas veces hay menos oportunidades de educación crítica.
No negamos que una regulación razonable pueda tener efectos positivos en contextos específicos. Pero avanzar en una restricción rígida sin abordar las causas profundas es reduccionismo tecnológico: pensar que problemas sociales complejos se resuelven mediante intervenciones sobre los artefactos. La educación digital crítica, la formación docente en mediación tecnológica y la inversión en infraestructura digital equitativa son tareas que no se resuelven con una restricción.
La educación digital va a ocurrir con o sin la escuela. Es opinión de nuestro equipo de investigación que la escuela debería involucrarse activamente, en lugar de abdicar de su rol mediante una regulación que ignora sus propias orientaciones técnicas, desaprovecha el hardware más ubicuo del país, y cede el espacio educativo digital a actores que no tienen entre sus prioridades el desarrollo integral de las nuevas generaciones.