El derecho a la vivienda y la moralidad del desalojo forzoso
08.12.2025
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08.12.2025
El autor de esta columna profundiza en la tensión que se genera en las situaciones de tomas y desalojos entre el derecho de las personas a poseer una vivienda digna, el derecho de propiedad de los dueños de los terrenos, la seguridad de las personas y el rol del Estado en asegurar estas tres cosas. Concluye que «permitir las tomas, lo que afecta al estado de derecho, a las decisiones judiciales y su legitimidad es que el sistema permita que, por consideraciones de otros intereses materiales reflejadas en el derecho de propiedad, exista personas a las que se les prive de las condiciones materiales más básicas. Y si la sociedad, a través del Estado, no puede cumplir con su rol de proveer lo necesario a estas familias, no queda otra opción más que mantener la toma. Porque, o es eso, o es quedarse en la calle».
En los últimos meses Chile ha experimentado una cantidad importante de desalojos de tomas que han puesto en tensión el derecho a la vivienda de personas vulnerables, el derecho a la propiedad y el rol del estado. En octubre de este año, la llamada “Toma Dignidad” en La Florida, fue desalojada. Allí vivían más de 100 familias en un terreno privado declarado de alto riesgo. Las autoridades justificaron la medida como una recuperación del orden y de la propiedad. En la toma del Cerro 18, en Lo Barnechea, cerca de 30 familias fueron desalojadas en medio de incidentes y enfrentamientos con Carabineros. El municipio sostuvo que las construcciones eran ilegales y peligrosas, y ofreció subsidios de arriendo temporales a los afectados, pero algunas organizaciones denunciaron que la medida criminaliza la pobreza y no ofrece alternativas reales y sostenibles.
El caso más complejo es la toma de Cerro Centinela en San Antonio, en la región de Valparaíso, que se extiende por más de 200 hectáreas y reúne a miles de personas. La Corte de Apelaciones ordenó su desalojo paulatino en un plazo de 30 días, con la obligación de entregar soluciones habitacionales provisorias. Sin embargo, persisten dudas sobre la aplicación efectiva del fallo y críticas por la posible postergación de la medida por parte del gobierno.
La tensión entre el derecho de las personas a poseer una vivienda digna, el derecho de propiedad de los dueños de los terrenos, la seguridad de las personas y el rol del Estado en asegurar estas tres cosas constituye el núcleo moral del problema. En este conflicto de bienes morales es posible indicar responsabilidades de hacer y de evitar, como también la prioridad de ciertos bienes por sobre otros. No es el lugar de hacer un análisis detallado, pero es factible indicar algunos principios fundamentales que pueden orientar el debate público.
En primer lugar, debemos considerar el estatuto del derecho de propiedad. Si el derecho de propiedad es un derecho absoluto (como por ejemplo, la vida) entonces cualquier acto que prive a una persona de su legítima propiedad (la legitimidad de la propiedad es otro problema) será moralmente incorrecto. De este modo, los pobladores que toman los terrenos de otra persona estarán realizando siempre un acto moralmente inaceptable. Esta concepción plantea que sólo la propiedad legítima tiene este carácter. Para el filósofo Robert Nozick, una propiedad legítima es aquella que, o bien fue adquirida a través de una transacción legítima (en cuyo caso el dueño anterior ya era legítimo dueño) o bien no era previamente de nadie más y el dueño actual se apropió de ella.
Esta concepción es altamente contraintuitiva. En primer lugar, postula que incluso en condiciones críticas, las consideraciones de bienestar fundamental como la vivienda y otros aspectos materiales de subsistencia no serían más importantes que la propiedad. En segundo lugar – y en línea con lo anterior – consideraciones de bien común no podrían nunca justificar una limitación a la propiedad, o incluso la expropiación. Pero a veces hay circunstancias – usualmente muy limitadas – que exigen un acto de esa naturaleza por parte del estado. Finalmente, esta visión impondría, si quiere ser coherente, un deber de proteger la propiedad privada que sería más fuerte que otros deberes de protección de la población, sobre todo aquellos que suponen bienes económicos y sociales.
Una alternativa a esta concepción es un enfoque intermedio entre el derecho de propiedad absoluto y la ausencia total de propiedad privada, a saber, una concepción relativa del derecho de propiedad, en el cual ésta esté orientada a la satisfacción de ciertas necesidades de bienestar fundamentales. Este enfoque tiene raíces en Aristóteles, en la escolástica y en la Doctrina Social de la Iglesia. Para esta aproximación, el derecho de propiedad está subordinado a razones morales de mayor entidad. Estas razones morales se resumen en la noción de plenitud humana, la cual, a su vez, incluye una serie de prestaciones materiales y espirituales. En lo que respecta a las materiales, el derecho de propiedad está orientado hacia la plenitud humana, y esto implica que, si bien por razones instrumentales es mejor que exista propiedad privada, el uso de la misma debe tender a ser común. Esto implica que la propiedad privada siempre está al servicio de la plenitud humana, y cuando ésta es un obstáculo para dicha realización plena, su titular debe ceder su derecho, según los arreglos más convenientes de la sociedad que se trate. El papa Pablo VI, en su encíclica Populorum Progressio plantea la licitud de la expropiación, fundamentado en el destino universal de los bienes, es decir, en la idea de que Dios realizó su creación para todas las personas y no sólo unos pocos, de modo tal que todos tenemos el mismo derecho originario de disfrutar de los bienes de la creación.
Si entendemos el derecho de propiedad en estos términos, se verá que, en el caso de los desalojos a las tomas, no es completamente claro que estos sean moralmente aceptables. Si existe un conjunto relevante de personas que sólo tienen como opción la toma de un terreno que no les pertenece jurídicamente para cumplir ciertos mínimos de bienestar, entonces no debería ser el caso de que el derecho de propiedad prevalezca sobre esos mínimos morales. Es verdad que existen casos en los cuales las tomas de terreno no constituyen la realización de este mínimo, sino que se realizan como un negocio ilícito. Un ejemplo de esto es la toma “VIP”, en la cual los ocupantes vendían sus viviendas como casas de veraneo. En ese caso, no hay necesidad, sino sólo un interés que no tiene prioridad moral respecto de los intereses del dueño legítimo.
Entre los intereses y bienes morales en disputa se encuentra el Estado, que tiene el deber principal de mediar a través tanto de la provisión de bienes y servicios a las personas vulnerables como también en la protección de los derechos de propiedad y derecho a la vida. Una de las justificaciones para los desalojos consisten en que el Estado debe velar por la seguridad de las personas, y algunas de las viviendas que fueron desalojadas se encuentran emplazadas en lugares no aptos para el asentamiento humano. Sin embargo, eso no resuelve el otro rol del Estado, que es la promoción de una vivienda digna para las personas. Este deber no es exclusivo del Estado, sino de la sociedad en su conjunto, siendo el Estado un coordinador del esfuerzo social, ya sea a través de la acción directa o mediante la coordinación de esfuerzos privados. No obstante, es uno de los agentes principales. Y en este sentido, parece razonable que el Estado expropie, como está ocurriendo en la toma de San Antonio, ya que forma parte de su rol como actor y mediador social.
Si la acumulación de propiedad es obstáculo para que personas puedan tener un lugar para asentarse (ni siquiera se podría hablar en este caso de “vivienda digna”) esta acumulación debe disolverse, y se debe entregar los terrenos a las personas. Y una vez que se expropia, el Estado tiene el rol coordinador para establecer viviendas dignas en ese lugar. Pero este esfuerzo puede realizarse incluso sin la necesidad de desalojar. Puede ser un trabajo coordinado con los pobladores y otros agentes de la sociedad civil.
Finalmente, quisiera referirme a algunas opiniones de expertos que, si bien opinan de buena fe desde sus disciplinas, no logran observar la dimensión ética fundamental que está en juego. El Panel de Políticas Públicas UC, que entrevistó a actores diversos (y que no representa necesariamente la visión de la universidad) señaló que, de los entrevistados, un 48% estaba de acuerdo con que los terrenos que han sido tomados ilegalmente debieran ser desalojados, incluso si hay familias que han desarrollado su vida ahí. Junto con ese 48% de acuerdo, hubo un 33% que estaba muy de acuerdo con esta idea, lo que da un total de 81% de los entrevistados que están en general de acuerdo. Entre las razones que dieron señalaron la “estabilidad” que da la regulación de la propiedad en Chile, en el deber del Estado de hacer cumplir los fallos judiciales, que la obligación de garantizar los derechos de las familias desalojadas corresponde a la comunidad toda representada en el Estado, no al dueño particular de los terrenos, o que el derecho a la propiedad es clave en cualquier democracia liberal. Otros argumentos van en la línea de definir señales para políticas públicas habitacionales, en donde el recurso a la toma se naturalice. Por otra parte, también se presenta la idea de que estos territorios pueden dar lugar al crecimiento del crimen organizado.
Detrás de muchos de estos argumentos hay una intuición de tipo consecuencialista, a saber, que permitir las tomas de terreno supone consecuencias futuras no deseadas. Sin embargo, esas consecuencias se evalúan también en términos de otros valores más básicos, usualmente no explicitados. Por ejemplo, el respeto al estado de derecho es uno de estos valores. Su existencia es fundamental, sin duda. Pero cabe preguntarse si la ausencia de un lugar para vivir de una familia no socava también la legitimidad de ese estado de derecho. O el respeto a las decisiones judiciales. También es un asunto fundamental. Sin embargo, podríamos preguntarnos qué tipos de decisiones judiciales terminan por socavar su legitimidad. Quizás, más que permitir las tomas, lo que socava la legitimidad de las decisiones judiciales es la impunidad, no de los pobladores de la tomas, sino de otros sujetos más poderosos, con redes políticas y económicas. Más que permitir las tomas, lo que afecta al estado de derecho, a las decisiones judiciales y su legitimidad es que el sistema permita que, por consideraciones de otros intereses materiales reflejadas en el derecho de propiedad, existan personas a las que se les prive de las condiciones materiales más básicas. Y si la sociedad, a través del Estado, no puede cumplir con su rol de proveer lo necesario a estas familias, no queda otra opción más que mantener la toma. Porque, o es eso, o es quedarse en la calle.
Dos ideas finales: en primer lugar, es necesario recalcar que todas estas consideraciones apelan a situaciones de vulnerabilidad grave, y no aplican en ausencia de estas condiciones. Y el Estado, como agente y coordinador, es el encargado de proveer, en primera instancia, soluciones. Pero la sociedad civil puede, motu proprio, proveerlas también, y quienes están en una situación privilegiada (en cuanto poseen un amplio peculio inmobiliario) deberían, por conciencia moral, aportar a esa solución. En segundo lugar, el enfoque presentado es minimalista, porque no enfrenta otro tipo de injusticias derivadas de la distribución territorial de la población. Esto ha sido puesto de relieve en el desalojo de Cerro 18, en la cual los subsidios entregados por el Estado no alcanzan para arrendar propiedades en la misma comuna. A algunos les parecerá evidente que la vivienda dependa de la capacidad de pago. Pero eso oscurece una serie de hechos de tipo moral y existencial, como la vinculación a la tierra, la comunidad y la identidad. Los desalojados del Cerro 18 tendrán que ir a otras comunas, abandonando sus vínculos con la tierra y la comunidad. Quizás sería buena idea que, quienes piensan en políticas públicas – y quienes las ejecutan – piensen también en estas variables.