Expulsar es fallar: evidencia científica para una educación que no abandona
01.11.2025
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01.11.2025
El autor de esta columna entra en el debate sobre la conveniencia o no de permitir la expulsión de estudiantes de los colegios. Sostiene que «evitar y prohibir la expulsión escolar no es ingenuidad ni ideología. Es simplemente actuar con base en la mejor evidencia disponible. Es entender que el derecho a la educación no puede estar condicionado a la comodidad de algunas partes del sistema. Existen alternativas más humanas, racionales y basadas en evidencia que la sanción máxima».
Créditos de portada: Pablo Vera / Agencia Uno
Recientemente ha resurgido el debate sobre la posibilidad de expulsar a estudiantes desde etapas tempranas del sistema escolar, gatillado por la propuesta del Ministerio de Educación para prohibir la expulsión hasta cuarto básico y establecer garantías de debido proceso desde quinto en adelante. Aparecen argumentos que, en nombre de la seguridad, reclaman el derecho de las escuelas a ejercer la máxima sanción, incluso a niñas y niños de seis o siete años.
Como neurocientista, me preocupa que esta discusión se dé desde intuiciones ideológicas y sin evidencia científica. Desde la neurociencia, ciencia del desarrollo y la educación basada en evidencia, sabemos que la infancia es una etapa crítica para el aprendizaje de habilidades socioemocionales y de autorregulación; fundamentales para el logro académico posterior, la competencia social y el bienestar general en la adultez. Lo que niños y niñas aprenden sobre sí mismos, los otros y el mundo, lo aprenden en interacción con su entorno: personas, espacios físicos y socioculturales, afectos, expectativas, etc. El cerebro, el cuerpo y el entorno son un sistema dinámico y acoplado. Por lo que el comportamiento se entiende como una respuesta que busca ser adaptativa a un contexto específico, no fallas individuales. Pensar que un niño fracasa por sí solo es científicamente falso. La dimensión más importante del aprendizaje ocurre en las interacciones entre aula, docentes, pares, familia y entorno físico.
El sistema educacional debe hacerse cargo de los estudiantes, sobre todo de quienes enfrentan mayores dificultades. De hecho, muchas veces, las situaciones más complejas -es decir, los candidatos para expulsión- involucran a menores con trayectorias de neurodesarrollo atípico: TDAH, autismo, con diagnósticos neuropsiquiátricos (trastornos del ánimo, ansiedad), y/o que viven realidades psicosociales adversas (negligencia, violencia familiar, trauma complejo y/o abandono). El consenso científico dice que estos factores alteran procesos de control cognitivo (la memoria de trabajo, inhibición, flexibilidad cognitiva, etc.), lo que conlleva a una mayor desregulación emocional y a un aumento de los problemas de internalización (ansiedad, depresión) y externalización (agresión). Así mismo, las experiencias tempranas adversas (maltrato, privación psicosocial, etc…) afectan el neurodesarrollo, aumentando las dificultades cognitivas y psicoafectivas.
Sin embargo, es muy importante recalcar que, si bien todos estos factores parecen ser predictores de un futuro terrible, también existe mucha evidencia que indica que los niños y niñas son muy susceptibles al cambio positivo. Siempre y cuando el entorno provea estabilidad, afecto y estructura. Además, el espacio construido —la arquitectura escolar, la cantidad de estudiantes por aula, el acceso a espacios de movimiento, la flexibilidad del mobiliario, las oportunidades de aprendizaje activo (por ejemplo, el modelo STEAM)— ofrece variables concretas que permiten prevenir conflictos y promover la autorregulación. La ciencia del diseño y la neuroarquitectura ofrecen pequeños cambios que generan grandes diferencias conductuales, de aprendizaje y bienestar.
Amplia evidencia demuestra que estas “manzanas podridas” -por lo general niños y niñas con comportamientos desafiantes- no poseen un defecto moral o una simple falla biológica (que como en las buenas manzanas, la presencia de bacterias o microorganismos patógenos, llevan a la pudrición). ¡Todo lo contrario!, tales comportamientos -que a menudo se observan en personas que eventualmente son diagnosticados con trastorno negativista desafiante (TND)- surgen de interacciones complejas entre factores genéticos, neurobiológicos, psicoafectivos y ambientales. El TND está asociado a diferencias neurales en estructura y función, particularmente en redes relacionadas con emociones, recompensa y control cognitivo, pero no existe una causa única o “defecto biológico” responsable. Por lo tanto, la conducta desafiante es un fenómeno multicausal y su comprensión mejora al verla como un intento de adaptación a las experiencias vividas, expresiones de malestar interno, necesidades basales no cubiertas y/o desregulación psico-emocional.
Es muy importante recalcar que los niños y niñas no eligen ser disruptivos para “molestar”, “llamar la atención” o debido a que son “malos”. Los niños y niñas -como todos los seres vivos- actúan como pueden con los recursos que tienen en el contexto en que están situados. Es por esto que, encima de todo lo que les ha tocado vivir a tan temprana edad, no necesitan ser expulsados. El sistema debe proveer justicia, reparación y acompañamiento especializado; humano, medioambiental y social.
No existe evidencia que respalde la idea de que la expulsión mejore la convivencia escolar o que traiga beneficios a quienes no fueron expulsados. Al contrario, investigaciones en Chile y en el mundo han mostrado que incrementa la probabilidad de deserción escolar, refuerza el aislamiento socioemocional, estigmatiza, reduce la autoestima, aumenta la probabilidad de reincidencia en conductas desafiantes e incluso aumenta la probabilidad de delinquir. El riesgo es aún mayor en niños y niñas pertenecientes a grupos en situación de vulnerabilidad, como migrantes, contextos socioeconómicos desaventajados, existencia de dificultades académicas previas, entre otras. ¿De verdad queremos promover eso?
Además, décadas de investigación han demostrado que etiquetar negativamente a un niño como “problemático”, “violento”, “irrecuperable”, “manzana podrida” o “líder negativo”, genera un efecto Golem: disminuyen las expectativas, se reduce la inversión en su aprendizaje, se profundiza el mal rendimiento y aumenta la exclusión. Peor aún, la expulsión rompe la única red que muchos niños y niñas tienen. Para quienes viven situaciones adversas en casa, la escuela puede ser un espacio seguro, protector, de sentido. Cortar ese vínculo los deja más expuestos, más solos y con menos recursos para regular su conducta. ¿Es eso proteger a la comunidad?
Se ha mencionado una “válvula de escape” para los “casos extremos”. Esta “válvula” se activa -muchas veces- ante la falta de apoyo institucional, ausencia de redes de protección, la insostenible carga docente y la precarización general del trabajo educativo. Situaciones presentes desde la educación inicial a la universitaria. Entonces, la crisis no se genera con la mera presencia de niños “difíciles”. Es la ausencia de un sistema capaz de acompañar y moldear las conductas (mal)adaptativas. La metáfora del escape no habla de una solución: indica una falla estructural. Si de verdad queremos proteger a las comunidades escolares, el camino no está en escapar (aumentar la tasa de expulsiones): es invertir más y mejor. Invertir en apoyo psicosocial, en formación y condiciones docentes, en estrategias de convivencia, en acompañamiento a familias, en infraestructura. Una escuela que expulsa no es más segura, es una escuela que abandona a quien necesita más ayuda.
Evitar y prohibir la expulsión escolar no es ingenuidad ni ideología. Es simplemente actuar con base en la mejor evidencia disponible. Es entender que el derecho a la educación no puede estar condicionado a la comodidad de algunas partes del sistema. Existen alternativas más humanas, racionales y basadas en evidencia que la sanción máxima. Por ejemplo, programas de justicia restaurativa, mediación escolar, acompañamiento psicopedagógico y modelos de intervención positiva que han mostrado mejores resultados que las sanciones punitivas. Pero requieren voluntad, recursos, interdisciplina y profesionales formados adecuadamente.
De ninguna manera la evidencia apunta a negar los conflictos o invisibilizar a quienes se ven afectados por conductas maladaptativas. Si no que se trata de cómo elegimos enfrentar estas situaciones: ¿Desde la exclusión o desde la integración? ¿Desde el castigo o desde la justicia y reparación? ¿Desde el abandono o desde la comunidad? ¿Desde la creencia, el malestar o la evidencia?
Finalmente, sostengo que expulsar es fallar. Y que una educación que no abandona no solo es posible: es urgente.