Caso SQM: reflexiones (no existenciales) sobre el absurdo
29.10.2025
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29.10.2025
 
							
El autor de esta columna profundiza en el fallo que cerró el Caso SQM con absolución para los imputados. Sostiene que “lo que late tras el caso SQM es algo más profundo que la serie de desaciertos procesales. Se trata de la nada fácil relación entre la política y la justicia”, y que “debemos estar en guardia ante los intentos de la política de erosionar o cooptar la institucionalidad de la justicia”.
Créditos de portada: Agencia Uno
Como la opinión pública bien sabe, ha terminado el juicio oral del “caso SQM”: dos años y ocho meses de juicio oral y, como si aquello no fuese ya bastante, el tribunal se dará hasta agosto de 2026 para redactar la sentencia. ¡Diez meses para redactar una sentencia! ¿Es todo esto normal? Para nada…, ¿pero cómo ponderar la envergadura de aquel exceso?
Se me ocurre un ejemplo extremo: comparar el caso SQM con el juicio más importante de la historia contemporánea: el primer Juicio de Nuremberg, cuyo objeto, como se sabe, coincidió con el Holocausto, debiendo el tribunal pronunciarse sobre la responsabilidad de más de 20 agentes del aparato nacional-socialista. ¿Cuánto duró aquel juicio y en cuánto tiempo se redactó la sentencia? El juicio oral duró nueve meses, de noviembre de 1945 a septiembre de 1946, mientras que la sentencia se redactó en un mes. Un total de 10 meses, entonces, contra los 42 meses del caso SQM… Cualquier comentario está de más, pero no resisto darle todavía una vuelta.
Y es que si a ello se añade el tiempo de la investigación o preparación del juicio – cerca de ocho años para SQM, contra un puñado de meses para Nuremberg – entonces la relación es de 11 a 1, con lo que el exceso alcanza las proporciones del absurdo. A “escala juicio SQM”, el juicio de Nuremberg debería haber durado no 10 meses o 1 año, sino 100 años, y me quedo corto.
A esta altura el lector habrá captado la envergadura del absurdo. Más importante ahora es preguntarse por sus causas.
Vislumbro dos órdenes de causas: estructurales y contingentes. Las primeras atañen a la regulación procesal penal vigente y a los medios del sistema. Las segundas atañen al uso de las reglas por el Ministerio Público y los Tribunales. Veamos.
Causas estructurales. La reforma procesal penal concibió el juicio oral para administrar la prueba de hechos especialmente “visibles”, “tangibles”: los propios del delito común, del “delito de la calle”; aquel que típicamente se prueba mediante testigos, alguna pericia y poco más. El delito complejo o el delito económico – el caso SQM lo sería – es un animal completamente distinto. Ya no se trata de encontrar el cuchillo o la pistola, o de identificar el rostro del agresor o del asaltante, sino de comprender el sentido de cientos de comunicaciones escritas, o de captar el particular sentido de una serie de operaciones económicas. No bastan los testigos, pero tampoco basta con reproducir papelería. Hay que leer-dentro de lo aparente, de lo externo. La administración de semejante prueba requiere entonces un set de reglas ad hoc, distintas de las actualmente vigentes. De modo que al enfrentarse al caso SQM el Ministerio Público y los Tribunales se encontraban limitados por las posibilidades de unas reglas parcialmente inadecuadas. Si a ello se suman las insuficiencias de los equipos de investigación y análisis (las policías pueden tomarse hasta cerca de un año para diligenciar órdenes de investigar), el cuadro de causas basales se completa.
Las causas contingentes, sin embargo, devuelven la responsabilidad al Ministerio Público y a los Tribunales. Y es que, por muy inadecuado que sea un conjunto de reglas, ellas pueden siempre utilizarse con mejor o peor criterio. En el caso SQM primó un mal criterio, sin ninguna duda. Y no es un caso aislado, de modo que valgan las generalizaciones en las que de inmediato incurriré.
En cuanto al Ministerio Público, las deficiencias son mayúsculas. Primero, el recurso de la “pesca de arrastre” para allegar evidencias (se incauta todo y luego “ya se verá…”). Que aquella “técnica” de investigación es perjudicial para imputados y terceros es algo tan obvio que no hace falta ahondar (bastará que el lector considere aquí el riesgo de filtraciones, especialmente en la esfera de la intimidad).
Algo menos obvio es que semejante técnica de acopio es también autolesiva para los intereses investigativos: fiscales engullidos por la farragosa mole de información. En lugar de ir por delante de la investigación, atando cabos y vinculando los indicios a los elementos del respectivo tipo penal, los fiscales parecen ir a la saga de la investigación (mejor dicho, a la saga de la “recopilación”). No extraña entonces que, faltando el conocimiento sobre el específico peso indiciario de los antecedentes acumulados, se vaya “pateando” todo para más adelante (para cuando alguna defensa se canse, quizás…). De este modo se termina ofreciendo prueba sobreabundante en la acusación. El juicio oral nace así semi condenado a la elefantiasis.
A todo ello añádase una particular forma de elefantiasis procesal: la tan discutida decisión de “acumulación de causas”. ¿Y para qué? Para “ganar tiempo” y para ir apuntalando la eventual prueba en base a cruces de información y testimonios de imputados favorecidos con salidas alternativas. Suena bien… pero el resultado es letal en casos complejos: si ya una arista puede ser informativamente poco manejable, imagínese el lector un cúmulo de 10 o 20. Hay quien podría sospechar que estas acumulaciones no son más que un expediente para agotar a las defensas, para llevarlas a tirar la toalla y sentarse a negociar. Sin perjuicio del cuestionable valor ético de semejante “estrategia”, aquella puede “funcionar”, quizás, contra malas defensas o contra imputados especialmente inseguros de su inocencia. No suele ser el caso de las investigaciones en delitos complejos. El caso SQM ha demostrado el temple de aquellas defensas.
Por lo demás, en casos como SQM o similares, a la defensa prácticamente le basta con “sobrevivir” al juicio, pues su sola duración y complejidad terminan por extraviar en sus meandros al más diligente de los jueces (que, si es de recto proceder, en la duda absolverá). Mega-juicio. Mega-fracaso.
¿Y qué hay de la responsabilidad de los tribunales? Aquí, como en otros casos, los jueces han errado por omisión, tomando palco y dejando hacer. Del juez de garantía se espera una labor selectiva en sede de preparación del juicio oral. Del tribunal oral en lo penal se espera una labor de dirección del debate y ordenación de la rendición de prueba, balanceando la economía procesal con las necesidades argumentativas de los intervinientes. Nada de aquello se cumplió en el caso SQM. Así, la aplicación ciega de las reglas produjo precisamente lo que la reforma procesal penal jamás buscó: reducir la inmediatez de la oralidad a una suerte de lectura pública de la carpeta de investigación. No otra cosa fue el juicio oral del caso SQM. ¡Si hasta boletas y facturas se leían con puntos y comas! Un artefacto idóneo para pisotear el espíritu de la reforma procesal y, de paso, triturar los nervios de los intervinientes.
En ese contexto, casi no sorprende que el tribunal se tome diez meses para redactar la sentencia. Una gran novela puede escribirse en menos tiempo. Pero seamos generosos: no es flojera ni fetichismo. El tribunal querrá cubrir cada milímetro justiciable por vía de nulidad. Pero con ello se añade absurdo sobre absurdo. ¿Puede acaso imaginarse una nulidad para este caso? Bueno, quizás sí… pero ya sería un juicio para el mismísimo Sísifo, arrastrando su piedra hasta el fin de los tiempos.
¿Alguna responsabilidad de querellantes y defensas?
Más allá del caso SQM, la acumulación de querellantes privados es un problema que merece urgente atención. Pero no es culpa de los querellantes, sino de las reglas de admisión y de su aplicación por los tribunales.
En fin, a las defensas poco o nada cabe achacar, en mi opinión: habrá estilos mejores y peores, habrá abogados más o menos “auxiliares del sistema de justicia”, pero mientras su actuación no se desvíe de la legalidad, dudo que pueda reprochárseles que velen unilateralmente por el interés del imputado (sacrificando la economía procesal del conjunto).
Ahora, aquí vale aquello de que los árboles no deben impedirnos la visión del bosque. Y es que, como se sabe, lo que late tras el caso SQM es algo más profundo que la serie de desaciertos procesales. Se trata de la nada fácil relación entre la política y la justicia. Ello nos lleva al trasfondo material del caso, al nervio de los hechos imputados por el Ministerio Público: presunto financiamiento ilegal de la política y presunta captura de funcionarios públicos por agentes privados (presunta corrupción, en suma).
No hay margen aquí para profundizar en esta espinuda cuestión, pero sí puede ofrecerse un esquema abstracto, con prescindencia del caso SQM.
En extrema síntesis: en este orden de cosas – en la relación entre política y justicia – debe aspirarse a un muy difícil balance entre las dos esferas de poder en juego. Ningún extremo es deseable: ni la política en el puño de la justicia, ni la justicia lacaya de la política. Habrá que desconfiar de fiscales o jueces personalistas, henchidos de justicialismo, cual Savonarolas de la República (Italia lo sufrió en la estación de Tangentopoli). Pero tampoco habrá que dar siempre por buena la retórica victimizante de los políticos indagados. Habrá que mirar los duros hechos y atender a la legalidad.
Por otro lado, habrá que tener presente que no es de competencia del Ministerio Público reformar la institucionalidad política, ni mucho menos modificar las bases éticas de la sociedad. Pero también debemos estar en guardia ante los intentos de la política de erosionar o cooptar la institucionalidad de la justicia. En suma: se trata simplemente de la lógica de pesos y contrapesos, en el marco de una equilibrada separación de poderes.