Joe Pino (yo opino)
16.10.2025
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16.10.2025
El fenómeno internacional del Tiny Desk realizadó por «31 minutos» es analizado por el autor de esta columna destacando la fuerza creativa y disruptiva de sus creadores. «Pero el secreto mejor guardado del programa es también el más obvio. Hay mucha creatividad enemiga de lo común al servicio del propósito: llevar los temas significativos al público infantil. Y de taquito, conectar con el público mayor. Existe en este grupo una fuerza creativa imposible de domar. Todo lo que hacen tiene en esencia un propósito innovador y cuando eso sucede estamos ante algo único, que está más cercano al arte que a la reproducción. ’31 minutos’ exporta toneladas de creatividad. Exportar imaginación en un país extractivista ya es subversivo», sostiene.
Créditos imagen de portada: reproducción «31 minutos: Tiny Desk Concert»
En algún momento de la vida me tocó convivir con amigos mexicanos. Echábamos largas horas hablando de las luces, pero especialmente de las sombras que abundan en nuestros respectivos terruños. De los temas complejos pasábamos a los mundanos, para terminar siempre en los tópicos absurdos latinoamericanos. Nos dolía la barriga, de tanto reírnos. O la guata, según corresponda. Probablemente por mi formación, me permitía dar la lata con ciertas hipótesis sobre las razones de por qué me caen bien los mexicanos en general. A sabiendas de que la ignorancia es muy valiente, no me arrugaba para plantear que el hilo de plata que conecta el cariño mutuo entre estas naciones era la cultura que absorbimos a través de los medios masivos. Abrían los ojos cuando les contaba que en el Chile rural y profundo la ranchera mexicana dominaba el espectro musical. O que en un pasado reciente las telenovelas de Televisa terminaban modificando la forma de eso que tanto orgullo identitario nos genera: el dialecto nacional. Son muchos años machacándonos la melodía de Yuri, Lucero, Emanuel, Mijares, Luis Miguel o ese milagro vocal de Juan Gabriel. Son décadas observando la cultura mexicana a través de «El Chavo del 8» -les decía- en algo que creía unidireccional hasta que los conocí. Nunca mejor dicho.
Pero no. Me sorprendieron cuando advertí que se sabían más canciones de Los Bunkers que yo. Me tuve que sentar cuando me explicaron lo que para ellos significaba «31 minutos». Su relato era algo que se encontraba a medio camino entre el fanatismo y la devoción. Sí, eran devotos de «31 minutos», porque crecieron viéndolos en las emisiones de la estación pública y universitaria conocida como la Once (México). Sorpresa se llevaron cuando les conté que el nombre del programa era un guiño al noticiero de la dictadura, 60 minutos.
El Tiny Desk solo vino a certificar lo que mis amistades mexicanas ya sabían: «31 Minutos» es un caballo de Troya con peluche. Entra por la guitarra de juguete y la precariedad textil, se queda por la brisa fresca de la doble lectura. La puesta en escena minimalista —mesa, micrófonos, marionetas sin pirotecnia— despoja al show de su escenografía infantil y deja a la vista el mecanismo: letras que amarran, personajes que dicen verdades con voz de esponja. Con eso basta. Cuando quitas el envase y el contenido aún vibra, hay arte. Y cuando tiembla en Washington y en Iztapalapa, hay fenómeno.¿
No estoy inventando la rueda cuando digo que los creadores, Álvaro Díaz y Pedro Peirano, entienden de públicos. Como buenos formados en comunicación y periodismo, resultaron ser expertos en creación de nuevas audiencias. Unos eruditos de la conexión intergeneracional de audiencias que logran trasladar esa máxima popular del rugby: un deporte de villanos jugado por caballeros, a «31 minutos»: un programa infantil visto por adultos. O un programa de adultos visto por infantes, como mejor te venga. Tampoco es que Díaz y Peirano hayan propuesto un nuevo paradigma, porque esta idea tiene largo recorrido. «Los Simpson» son un buen ejemplo, igual que «Los Muppets». O incluso en México, «El Tesoro del Saber», expresión de conservadurismo que adolece de lo que a «31 minutos» le sobra: absurdo, sarcasmo, ironía, realidad, sorpresa, valentía y, además, lo que en psicología y publicidad llamamos insight, que en términos llanos, significa que un mensaje hace conexión emocional, no solo transaccional, con el público. El arte está en dar con teclas precisas para que aflore la melodía del éxito, o mejor diremos, del éxito transnacional, que no es poco, cuando el producto proviene de una República como Chile, donde se habla un dialecto ininteligible por el mundo hispano. A mucha honra.
La gracia técnica —y política— está en ese bilingüismo etario que Díaz y Peirano dominan como relojero suizo: hablan “niño” para que piense el adulto. El remate absurdo hace reír a los chicos; el subtexto deja pensando a los grandes. Es la coartada perfecta: la ternura desarma defensas y, cuando menos lo esperas, aterriza la crítica. Tulio anuncia una noticia improbable, Juanín la sufre, Policarpo la arma. Sin darte cuenta, te colaron una clase de medios, ego y consumo. Entre broma y broma el periodismo asoma.
Parte del éxito del show está en que la modulación caricaturesca, casi expansiva de los personajes, maquilla el habla cerrada y arrastrada nacional. No es que se disfrace el acento de este lado del cono sur; es que, entre pitos y flautas, «31 Minutos» inventó el suyo propio: un dialecto de utilería, rico en códigos, donde la entonación sube y baja como acordeón. Esa prosodia de muñeco de trapo domestica lo intraducible. No elimina el chilenismo, lo convierte en música funcional que cualquiera puede tararear. Así, lo que antes se perdía en modismos quedó emulsionado en una voz propia que hoy comparten otros territorios de Latinoamérica: una lengua performática, reconocible y querible, que suena a Chile sin necesidad de pedir perdón.
De ahí que, hermanados por ciertos modismos, mis amigos Alejandro y Pamela, cantaban «Mi muñeca me habló» o «Lala», mientras planteaban la complejidad temática que abundaba en «31 minutos» desde la paradoja del antihéroe, la relevancia del periodismo o el colapso ecológico.
Pero el secreto mejor guardado del programa es también el más obvio. Hay mucha creatividad enemiga de lo común al servicio del propósito: llevar los temas significativos al público infantil. Y de taquito, conectar con el público mayor. Existe en este grupo una fuerza creativa imposible de domar. Todo lo que hacen tiene en esencia un propósito innovador y cuando eso sucede estamos ante algo único, que está más cercano al arte que a la reproducción. «31 minutos» exporta toneladas de creatividad. Exportar imaginación en un país extractivista ya es subversivo.
Eso opino.