Narcoestética: cuando las letras hablaron antes que la estadística
11.10.2025
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11.10.2025
La autora de esta columna sostiene que no debiera causar sorpresa que algunos artistas urbanos hagan noticia por sus vínculos con el delito, porque ya venían dando cuenta de ello en sus letras y redes sociales. Algo que, por cierto, es un fenómeno internacional. Dice que “escuchar la música urbana chilena es entender qué tipo de país estamos construyendo y qué grietas deja a la vista el micrófono de quienes crecieron entre balazos, esquinas sin oportunidades y trayectorias escolares truncadas. Lo que nos debería preocupar es por qué existe una juventud que no cree en las promesas del mérito, no se reconoce en los discursos institucionales y cómo hicieron de la música un archivo oral de la violencia”.
Créditos imagen de portada: reproducción video oficial «Todo k ver»
En el último tiempo, el nombre del cantante urbano Jere Klein ha vuelto a ocupar titulares, tras un allanamiento policial por el que se le vinculó mediáticamente a un operativo antidrogas. Aunque no ha sido formalizado, la fiscalía lo mantiene como sujeto de interés en una causa por narcotráfico. Situaciones similares han alcanzado a artistas urbanos como Il Nene de Oro, Cris MJ o Piero 47: detenciones que se vuelven virales y parecen dictar sentencia antes que los tribunales. Mientras tanto, la opinión pública instala juicios de valor y se asombra de una realidad que siempre estuvo ahí —y que la música venía contando mucho antes que las estadísticas—; el asombro llega tarde: las letras ya lo dijeron, a veces, los mismos videoclips que rotan en televisión acaban como prueba ante el fiscal.
Para nadie es un secreto que Chile vive uno de sus momentos más duros en percepción de seguridad. Según la ENUSC 2024 (presentada en julio de 2025), 87,7% de la población cree que la delincuencia aumentó y 57% se siente más expuesta. A la vez, crecen los relatos sobre delitos violentos, armas y redes de tráfico en sectores urbanos. Con ese telón de fondo, la música urbana suele quedar como símbolo de la crisis. Pero la conversación requiere precisión: más que discutir si “provoca” delitos o si sólo los “relata”, hay que separar ruido mediático de hechos y preguntarnos qué vemos cuando miramos la calle. Porque, sin importar el desenlace de los casos mediáticos con artistas, los veredictos suelen llegar sin contexto. Y ese contexto está ahí: suena en las canciones y se ve en los clips: desigualdad, estigmas, uso de armas, tráfico de drogas y un foco que recae, una y otra vez, sobre los mismos cuerpos y territorios.
En buena parte del género urbano chileno el delito no es decorado: es un eje de sentido. Las menciones a armas, drogas, portonazos o cárcel no son casuales; muchas salen de experiencias propias o cercanas. Las letras no nacen en el aire: responden a precariedad territorial, a controles policiales constantes y a economías informales que sostienen la vida cuando el trabajo estable no llega. Los nuevos exponentes no sólo cuentan lo que viven: hacen territorio. La investigación sobre culturas juveniles muestra que estas letras funcionan como crónica y “código de la calle”; la estigmatización del lugar moldea identidades y las plataformas amplifican esos códigos porque rinden atención: más archivo social que ficción.
En ese mapa, el delito se vuelve marca de identidad y, a veces, recurso de sobrevivencia. En “La kuna del ladronaje” (Lamelodiadelhampa, Renaglock, Z Jocker) o “Queremo ma’” (Piero 47, Z Jocker) se nombran armas y oficios, se habla de “coronar” con kilos. Ese inventario no es un manual, sino registro hablado de exclusión y economías al margen. Las letras operan como crónica del “código de la calle” —roles, jerga, modos de operar para reputación y pertenencia— sin equivaler a confesión; donde se narran prácticas y modelan figuras siguiendo los “delitos de moda”.
También hay otra corriente, menos ruidosa pero presente: infancia herida, abandono, salud mental, cansancio; críticas a la desigualdad, la riqueza, la corrupción y la impunidad. No todo busca chocar: mucho también busca curar. El desamor, el duelo y la ansiedad conviven con la ostentación y el riesgo; esa mezcla incomoda porque nos devuelve un espejo. Por ejemplo, a fines de 2023, el rapero Duki detuvo un show para hablar de salud mental —“no le tengan miedo a la tristeza”— y llamó a expresar las emociones, reivindicando la vulnerabilidad como fortaleza.
En Estados Unidos, la discusión viene de hace décadas: del gangsta rap al drill, muchas letras combinan violencia y vulnerabilidad; incluso se han usado versos como prueba en tribunales. En respuesta, California aprobó la ley AB 2799 que limita el uso de letras como evidencia, y jueces han empezado a excluirlas en causas mediáticas (como en la causa por el asesinato del rapero y DJ, Jam Master Jay), mientras otros estados discuten normas similares. La investigación académica apunta dos cosas: existe sesgo, pero, además, los efectos de escuchar letras violentas se observan sobre todo en pensamientos/actitudes agresivas de corto plazo, lejos de una causalidad simple y automática.
Desde ahí hacia el sur, México vive el auge de los corridos tumbados y narcocorridos: violencia, dinero y estatus conviven con vulnerabilidad y presión social. Figuras como Peso Pluma cruzaron fronteras y llevaron el debate a escala global: ¿apología o testimonio? La respuesta suele depender menos de la letra y más de quién la canta, desde dónde y para quién.
Más abajo, Argentina proyecta la cumbia 420 de L-Gante, cruce de villera y trap que puso en prime time las tensiones entre marginalidad, espectáculo y política: escándalo y fascinación, tele y calle. Y, del otro lado del Atlántico, España debate con Morad, cuya música narra barrio, controles policiales y exclusión migrante; no celebra la violencia, la nombra desde dentro.
El mapa internacional muestra lo mismo: la canción no inventó el problema; lo nombró primero y, muchas veces, antes que la estadística.
Los artistas urbanos manejan su imagen como marca: redes, videoclips, ropa, peinados. La estética no adorna: define. Muchas veces el público conecta primero con el estilo y la pertenencia, y después con la letra. Esa estética cruza clases y reconfigura lo urbano en la calle y en el escenario. Ahí aparece la doble vara: los códigos “narco” se celebran en series y publicidad, pero se vuelven amenaza cuando los usan jóvenes de barrios populares.
En contextos de desigualdad, el gasto en bienes visibles funciona como señal de estatus cuando escasean otros marcadores de reconocimiento. Por eso, en algunos hogares de EE. UU. se destina proporcionalmente más al consumo ostentoso, y la exposición a ingresos altos empuja a los no ricos a ampliar ese “lujo posicional”.
En Chile, investigaciones sobre “narcoestética” describen cómo jóvenes de barrios vulnerables convierten marcas, cadenas y corporalidades en un idioma de pertenencia que disputa estigmas y fronteras. La teoría del capital subcultural ayuda a entender por qué esos códigos dan estatus; y los estudios sobre “ghetto fabulous/bling” interpretan el derroche como identidad en acto, no como simple pose. En esa clave, lo que llamamos “narcoestética” local —Jordan, Glock, Gucci, fichas carcelarias, autos intervenidos, cadenas doradas— puede verse menos como vanidad y más como revancha simbólica frente a la exclusión: mostrar lo que antes era intocable y habitar con brillo un espacio donde solo se admitía carencia.
En esa misma lógica, el cruce reciente de Pablo Chill-E —artista urbano con detenciones previas y una imagen asociada a lo marginal— con una orquesta sinfónica, en el primer Red Bull Symphonic de Latinoamérica, se lee como traducción de códigos a otro escenario: no valida biografías ni “blanquea” un género, pero sí evidencia que los circuitos culturales se mezclan y que la discusión debe volver a lo que dicen las canciones y a los contextos que las producen. El propio músico lo subrayó en escena al definirse como “buen letrista”: no presume; narra desde lo que vio y lo que vivió.
El vocabulario del urbano chileno es duro porque la vida que describe también lo es. “Dame la corta”, “me paso la vida con fierro en la mano”, “el combo no se vende, se respeta” hablan de autodefensa. “Con la pesa en la pieza”, “la merca está lista” muestran economías ilegales dentro de la casa. “Todo Gucci aunque no tenga casa”, “una cadena que pesa más que mis problemas” convierten el lujo en afirmación frente a la carencia. “La calle me crió, no la tele”, “soy de la pobla y con eso me basta” afirman identidad antes que la promesa del mérito. Describen un territorio, cuyas letras son coreadas hasta en funerales.
Muchos artistas muestran sus propias tensiones: cantan la calle y quieren salir de ella; usan símbolos de violencia para contar un pasado y, al mismo tiempo, señalan el sistema que los empuja. En esa mezcla —lo vivido, lo cantado, lo que se busca— está parte de la fuerza del género. Lo que algunos leen como apología, otros lo entienden como memoria o sentido de pertenencia.
Escuchar la música urbana chilena es entender qué tipo de país estamos construyendo y qué grietas deja a la vista el micrófono de quienes crecieron entre balazos, esquinas sin oportunidades y trayectorias escolares truncadas. Lo que nos debería preocupar es por qué existe una juventud que no cree en las promesas del mérito, no se reconoce en los discursos institucionales y cómo hicieron de la música un archivo oral de la violencia.
Criminalizar a los artistas no arregla nada; justificarlos, tampoco: sólo corre la mirada y la encierra en un nombre que mañana se olvida. La salida está en escuchar mejor y actuar donde duele: desde la desigualdad, la segregación, las armas y un sistema que convierte el margen en mercancía. La pregunta ahora es: ¿qué hacemos nosotros y qué le pedimos al Estado que haga?