“Permisología ambiental”: la noticia que no fue
07.10.2025
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07.10.2025
La autora de esta columna aprovecha la noticia originada en Magallanes por una empresa de hidrógeno verde que pidió suspender la tramitación de su proyecto en el Sistema de Evaluación Ambiental para proponer medidas que ayudarían a mejorar la tramitación de este tipo de proyectos. Propone que «Chile tiene la oportunidad de corregir este diseño institucional. Crear un Banco Nacional de Líneas de Base Ambientales como primera fase, y avanzar hacia líneas de base estatales plenas, permitiría reducir la duplicidad de esfuerzos, dar certeza a la ciudadanía y entregar a los titulares un marco claro y legítimo sobre el cual planificar sus proyectos. No se trata de relajar estándares, sino de modernizar el sistema para hacerlo más eficiente, confiable y transparente».
El reciente caso del proyecto de hidrógeno verde en Magallanes fue presentado en la prensa el día 23 de septiembre del 2025 como un síntoma de la “permisología” que frena la inversión, se habló de incertidumbre y de un eventual golpe al futuro energético de Chile. Sin embargo, lo que realmente ocurrió fue bastante menos dramático: el titular pidió más plazo para responder a las observaciones ciudadanas y de servicios públicos contenidas en el ICSARA (Informe Consolidado de Aclaraciones, Rectificaciones o Ampliaciones); el Servicio de Evaluación Ambiental (SEA) concedió una prórroga más corta que la solicitada y el proyecto sigue en evaluación, con derecho a pedir otra extensión en el futuro.
Un trámite normal, previsto en la normativa, convertido en “noticia” solo por tratarse de un megaproyecto emblemático. El verdadero problema no está ahí, la noticia real es otra: el sistema de evaluación ambiental chileno está atrapado en un diseño que genera desconfianza, repeticiones y desgaste, en lugar de enfocarse en lo sustantivo: las medidas ambientales que aseguren la viabilidad de los proyectos.
En este caso se formularon 667 observaciones ciudadanas, muchas de ellas repetidas, otras poco relevantes, y un porcentaje importante de estas destinadas a exigir más información de línea de base, nuevas áreas de influencia o campañas adicionales de muestreo. Por otro lado, el ICSARA de los organismos sectoriales solicita precisiones sobre la descripción del proyecto, llegando en algunos casos a requerir antecedentes propios de la ingeniería de detalle. Incluso se pide que el titular defina la normativa ambiental aplicable, cuando lo correcto es que un proyecto simplemente cumpla la ley, la cual se presume conocida por todos. Además, se solicita redefinir áreas de influencia y volver a analizar prácticamente todos los componentes ambientales: Aire, ruido, luminosidad, geología, suelo, vibraciones, hidrología, recursos forestales, fauna terrestre, hongos y líquenes, ecosistemas acuáticos continentales, ecosistemas marinos, arqueología (terrestre y subacuática), paleontología, paisaje, áreas protegidas, vialidad, medio humano y relaciones ecosistémicas.
El titular en vez de destinar sus recursos a proponer medidas eficaces de mitigación, reparación o compensación, debe gastar meses y recursos económicos en contestar preguntas que, en varios casos, no agregan valor.
Los órganos con competencia ambiental (OAECA) tampoco ayudan demasiado. Aunque coincidan con lo presentado por el titular en su EIA (Estudio de Impacto Ambiental), suelen traspasar observaciones de la ciudadanía sin filtrar ni aclarar. Así, incluso respuestas obvias deben volver a ser explicadas una y otra vez, por el mismo titular.
El resultado: plazos largos, percepciones de burocracia y una ciudadanía que, lejos de ganar claridad, se enfrenta a matrices de respuestas extensas y poco útiles.
El origen de este círculo vicioso está en un diseño institucional que entrega al titular del proyecto, la responsabilidad de levantar las líneas de base y definir las áreas de influencia.
Empresas de energía, minería, saneamiento o infraestructura, cuyo negocio no es la investigación ambiental, deben transformarse en expertos accidentales en flora, fauna, arqueología, hidrología o paisaje. No sorprende que los diagnósticos sean cuestionados por la ciudadanía y por los servicios públicos. Es natural desconfiar de estudios elaborados por quienes tienen un interés directo en la aprobación del proyecto, y esa desconfianza se traduce en cientos de observaciones, solicitudes de más información y retrasos que alimentan la narrativa de la “permisología” como freno.
Frente a este problema, Chile necesita un cambio profundo en el SEIA. La propuesta no es tener dos modelos distintos, sino una misma visión estructural implementada en dos fases.
Fase 1: Banco Nacional de Líneas de Base Ambientales
El primer paso debe ser la creación de un Banco Nacional de Líneas de Base Ambientales, que recoja y sistematice toda la información ya disponible en los expedientes del SEIA. Hoy existen decenas de proyectos que han levantado datos valiosos sobre flora, fauna, hidrología, calidad del aire, patrimonio cultural y otros componentes, pero esa información queda atrapada en informes PDF, muchas veces dispersos y difíciles de reutilizar. Consolidarla en un repositorio oficial permitiría contar con un diagnóstico ambiental de cada cuenca, región o ecosistema, disponible tanto para los titulares como para la ciudadanía.
De este modo, cada nuevo proyecto no tendría que partir de cero. Los titulares solo complementarían con información puntual de su emplazamiento, en lugar de repetir estudios completos que ya existen. El SEA, por su parte, tendría la posibilidad de licitar a consultoras la tarea de estandarizar y actualizar los datos, actuando como coordinador y garante de calidad. Esto permitiría reducir de inmediato las observaciones redundantes y centrar la discusión en los aspectos sustantivos de los proyectos
Fase 2: Líneas de base estatales plenas
La segunda fase apunta a consolidar lo avanzado en el banco ambiental y dar un paso mayor: que el Estado asuma directamente la elaboración de líneas de base y definición de áreas de influencia para los proyectos de sectores estratégicos. En este modelo, el titular ingresaría únicamente la descripción de su proyecto —tal como lo exige hoy el artículo 18 letra c del DS 40/2012— y, con la información oficial en la mano, decidiría si continuar o no.
De optar por seguir adelante, el esfuerzo del titular se concentraría exclusivamente en proponer medidas de mitigación, reparación y compensación, junto con los permisos sectoriales que correspondan. La evaluación ambiental dejaría de desgastarse en cuestionar diagnósticos para enfocarse en lo realmente importante: verificar si las medidas propuestas son eficaces para cumplir la normativa y asegurar la sostenibilidad del proyecto.
Este cambio estructural transformaría al SEIA en un sistema más transparente y eficiente, que evalúa proyectos y soluciones en lugar de perderse en interminables discusiones sobre líneas de base.
La principal virtud de avanzar hacia líneas de base oficiales es la objetividad. Hoy, gran parte de la desconfianza se origina en que los estudios los hacen consultoras contratadas por los propios titulares, lo que abre la puerta a la sospecha de diagnósticos “a la medida”. Si la información proviene de un banco estatal consolidado, esa duda desaparece. A la ciudadanía le resultaría mucho más fácil confiar en una línea de base neutral y oficial, lo que reduciría en forma inmediata la cantidad de observaciones en los ICSARA.
Un segundo beneficio es la eficiencia. No tiene sentido que proyectos ubicados en la misma cuenca repitan una y otra vez campañas de flora, hidrología o calidad del aire. Esa duplicación de esfuerzos explica por qué hasta la mitad de las observaciones en un ICSARA terminan pidiendo más estudios de línea de base. Con una base oficial, el tiempo y los recursos se destinan a discutir medidas ambientales concretas, no a producir diagnósticos redundantes.
También hay un impacto económico positivo. Los titulares podrían concentrar sus recursos en su núcleo de negocio y en diseñar medidas de mitigación, reparación o compensación efectivas, en lugar de transformarse en “expertos accidentales” de disciplinas que no dominan. Esto haría más predecible la tramitación ambiental y más atractivo invertir en sectores estratégicos.
Finalmente, el sistema también fortalece la institucionalidad. El SEA pasaría de ser un mero coordinador de observaciones a convertirse en un productor de información ambiental oficial, lo que elevaría su rol y credibilidad. El Estado ganaría presencia, la ciudadanía ganaría confianza y los titulares ganarían certeza.
Por supuesto, la propuesta no está exenta de dificultades. El costo fiscal es el primero: consolidar, actualizar y mantener bases de datos ambientales requiere recursos permanentes. Aunque a la larga puede ahorrar dinero a los titulares y al propio Estado, la inversión inicial es significativa.
Otro desafío es la capacidad técnica. Hoy el SEA no cuenta con equipos multidisciplinarios suficientes en todas las regiones. Para implementar un banco ambiental de calidad, habría que reforzar las capacidades estatales o bien externalizar tareas a consultoras mediante licitaciones. Aquí surge un riesgo adicional: si el Estado no logra coordinar y supervisar adecuadamente, el sistema podría transformarse en otro cuello de botella.
También está la posibilidad de lentitud inicial. Si se intenta abarcar todo el país de una sola vez, la implementación puede terminar siendo más lenta que el modelo actual. Por eso es clave diseñar una transición gradual, partiendo por sectores estratégicos o zonas con mayor concentración de proyectos.
Un punto delicado es la responsabilidad institucional. Si la línea de base estatal resulta incompleta o desactualizada, ¿quién responde? Hoy esa responsabilidad recae en el titular; en el nuevo sistema, debería quedar claramente normado que la información oficial es la válida para efectos regulatorios y que los organismos públicos deben complementarla si se detectan omisiones.
Finalmente, no se puede ignorar la resistencia política. Para algunos sectores, cualquier fortalecimiento del rol del Estado se interpreta como “agrandarlo” innecesariamente. En este caso, sin embargo, la discusión no debería reducirse a ideología: se trata de eficiencia y certeza. Un banco nacional de líneas de base evita duplicidades, mejora la calidad de la información y fortalece la confianza en el sistema.
Los desafíos señalados no son insalvables. El costo fiscal puede abordarse mediante un financiamiento gradual: partir consolidando la información ya existente en los expedientes del SEIA, lo que requiere más voluntad de gestión que grandes recursos. La capacidad técnica del Estado puede reforzarse a través de licitaciones a consultoras especializadas bajo estándares unificados, de modo que el SEA actúe como coordinador y garante de calidad más que como ejecutor directo. Respecto a la lentitud inicial, un cronograma por fases y la priorización de sectores estratégicos permitirían avanzar sin paralizar la inversión. En cuanto a la responsabilidad difusa, bastaría con normar que la información oficial levantada por el Estado sea la línea de base válida para efectos regulatorios, y que cualquier omisión relevante pueda ser complementada por los OECA en la evaluación. Finalmente, para superar la resistencia política, se debe plantear esta reforma no como un “agrandamiento del Estado”, sino como una política de eficiencia institucional: reducir duplicidades, dar certeza a la inversión y fortalecer la confianza ciudadana.
La experiencia comparada demuestra que este tipo de reformas no solo son viables, sino que ya funcionan en países con marcos institucionales consolidados. En la Unión Europea, la Directiva INSPIRE obliga a los Estados a generar bases de datos ambientales interoperables y de acceso público, lo que permite que cualquier proyecto se evalúe sobre información oficial y homogénea. En Noruega y Canadá, los catastros nacionales de biodiversidad, suelos e hidrología entregan un marco de referencia obligatorio para la evaluación ambiental, reduciendo las discusiones sobre diagnósticos y concentrando el debate en las medidas. Incluso organismos multilaterales como el Banco Mundial y la Corporación Financiera Internacional (IFC) establecen en sus lineamientos que los proyectos deben utilizar primero los datos ambientales existentes, complementándolos solo cuando sea estrictamente necesario. Estos ejemplos muestran que avanzar hacia un banco ambiental nacional, con líneas de base oficiales y actualizadas, no es una idea experimental ni utópica: es un estándar de buena práctica internacional que Chile podría adaptar progresivamente a su propia realidad.
El caso del hidrógeno verde en Magallanes nunca debió ser noticia por una extensión de plazo. Eso es parte de la normalidad del SEIA. La verdadera noticia es que seguimos atrapados en un sistema que obliga a discutir diagnósticos una y otra vez, en vez de enfocarnos en lo que realmente importa: las medidas ambientales y su cumplimiento.
Chile tiene la oportunidad de corregir este diseño institucional. Crear un Banco Nacional de Líneas de Base Ambientales como primera fase, y avanzar hacia líneas de base estatales plenas, permitiría reducir la duplicidad de esfuerzos, dar certeza a la ciudadanía y entregar a los titulares un marco claro y legítimo sobre el cual planificar sus proyectos. No se trata de relajar estándares, sino de modernizar el sistema para hacerlo más eficiente, confiable y transparente.
El desafío está en atreverse a dar el paso. Si países como Canadá, Noruega o los miembros de la Unión Europea ya lo han hecho, ¿por qué Chile debería seguir llenando titulares con “noticias” que no lo son, en lugar de construir una evaluación ambiental que genere certezas y soluciones reales?