El Caso Ulloa: un nuevo hito en la crisis de la Justicia en Chile
05.10.2025
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05.10.2025
El autor de esta columna critica la resolución del Pleno de la Corte Suprema de mantener en el Poder Judicial al juez Antonio Ulloa. Repasa todos los antecedentes del caso y sostiene que es una pésima señal en varios aspectos, que grafica con claridad la desigualdad que la ciudadanía ve en la justicia chilena. Concluye que «esta desigualdad en el acceso a la justicia no es una cuestión abstracta: la Corte Suprema, al priorizar la permanencia de Ulloa, refuerza la brecha, golpeando el estado de derecho al erosionar la percepción de imparcialidad. En tiempos de tensiones autoritarias —con intentos de control político sobre la justicia y presiones de poderes fácticos—, un Poder Judicial en crisis se vuelve vulnerable: facilita abusos ejecutivos y debilita las posibilidades de resistencias a retrocesos democráticos».
Créditos imagen de portada: Pablo Ovalle / Agencia Uno
El reciente escándalo que involucra al ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago, Antonio Ulloa Márquez, representa un golpe directo a la integridad del Poder Judicial chileno. En septiembre de 2025, el Pleno de la Corte Suprema decidió, en una votación dividida de siete a siete, no remover a Ulloa de su cargo, permitiendo que continúe ejerciendo funciones pese a graves acusaciones en su contra. Esta resolución, que generó un empate resuelto a favor de su permanencia, ya que se requerían once votos a favor de la destitución para que esta se concretara, ha sido duramente criticada como una “señal de impunidad” que socava la confianza pública en la administración de justicia en el país e incluso se anunció una acusación constitucional.
Los hechos se remontan al “Caso Hermosilla”, cuando se reveló un entramado de audios filtrados que daban cuenta de conversaciones entre Ulloa y el abogado Luis Hermosilla, figura central en litigios de alto perfil. Estos diálogos sugieren intervenciones indebidas en causas judiciales, como la persecución en contra del juez Daniel Urrutia y la entrega de información para favorecer intereses privados. Previamente, la propia Corte Suprema había suspendido a Ulloa por dos meses y abierto un cuaderno de remoción, reconociendo irregularidades. Sin embargo, la decisión de mantenerlo ignora reproches previos de la Corte de Apelaciones de Santiago, que cuestionó su actuar y solicitó al Pleno de la Corte Suprema su remoción toda vez que las infracciones constatadas “resultan merecedoras de un reproche proporcional a la gravedad de las faltas”.
La gravedad de esta situación trasciende lo individual, ya que erosiona el estado de derecho al normalizar la colusión entre jueces y actores externos, como abogados y corporaciones. En un país donde la justicia ya enfrenta una profunda desconfianza ciudadana (según la encuesta CEP 2025 solo un 14% de personas confían en los tribunales de Justicia), este salvataje judicial envía un mensaje de impunidad selectiva, afectando directamente uno de los pilares de la Justicia, cual es, la confianza en sus instituciones. Cuando la ciudadanía cree mayoritariamente que la ley se aplica de manera desigual por razones de poder (económico, contactos, etc.), se profundiza la brecha entre élites y el resto de la sociedad. Lo más preocupante es que este no es un incidente aislado, sino un síntoma de una patología sistémica que amenaza la democracia misma, al debilitar la independencia judicial como baluarte contra abusos de poder.
La corrupción judicial se define como el abuso de poder por parte de operadores del sistema de justicia para obtener beneficios personales o para terceros, ya sea mediante sobornos, tráfico de influencias o manipulación de procesos. No se limita a actos delictivos evidentes, sino que incluye conductas que distorsionan la equidad y la imparcialidad, como la filtración de información sensible o la asignación sesgada de causas. En una sociedad democrática, esta forma de corrupción es particularmente grave porque el Poder Judicial actúa como guardián de los derechos fundamentales, contrapeso a los otros poderes del Estado y juega un rol central en la lucha contra la corrupción y el crimen organizado. Por ello, sin un Poder Judicial independiente y confiable, se desmorona el pacto social: los ciudadanos pierden fe en la resolución pacífica de conflictos, lo que fomenta la inestabilidad social y el recurso a la fuerza extralegal.
¿Por qué esta forma de corrupción es tan destructiva? Porque atenta directamente contra principios constitucionales como la igualdad ante la ley y el debido proceso, consagrados en la Constitución y en tratados internacionales sobre derechos humanos. En contextos de desigualdad económica, como el chileno, la corrupción judicial agrava la exclusión: los poderosos acceden a “puertas traseras” en los tribunales, mientras los vulnerables enfrentan demoras interminables y fallos adversos. Esto no solo viola derechos humanos individuales —como el acceso efectivo a la justicia—, sino que erosiona la legitimidad democrática en su conjunto, permitiendo que la corrupción se expanda a otros ámbitos, como la política y la economía. Debemos tener presente que por el rol que cumple el Poder Judicial siempre existirá la tentación de capturarlo y ponerlo al servicio de intereses políticos, económicos, religiosos o criminales.
Varios factores fomentan esta plaga. Primero, la opacidad en los procesos de nombramiento y ascenso de jueces, donde el amiguismo y las cuotas políticas priman sobre el mérito. Esa ha sido la experiencia histórica en Chile y el “caso Hermosilla” solo nos mostró lo burda y extendida de esta captura. Segundo, la falta de mecanismos de control interno independientes, como fiscalizaciones externas o rotación obligatoria de cargos, que permiten redes cerradas de influencia. Tercero, incentivos perversos, como concentración de poder en la Corte Suprema o presiones externas de gobiernos de turno y otros grupos de poder, que hacen vulnerable al personal judicial. Finalmente, la impunidad crónica: cuando la corrupción no deriva en sanciones efectivas, se normaliza el desvío ético.
Frente a esto, el Estado tiene una obligación ineludible de responder, no solo con reformas puntuales, sino con un enfoque integral que priorice la prevención y la rendición de cuentas. Aquí radica la relevancia del Informe “Corrupción y Derechos Humanos: Estándares Interamericanos” de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), publicado en 2019. Este documento pionero vincula explícitamente la corrupción con violaciones sistemáticas de derechos humanos, argumentando que fenómenos como el tráfico de influencias judiciales impiden el goce efectivo de derechos como la participación ciudadana y la no discriminación. La CIDH enfatiza que los Estados deben adoptar medidas proactivas: fortalecer la independencia judicial mediante nombramientos transparentes, garantizar recursos adecuados para la justicia y establecer protocolos de denuncia protegidos contra represalias. En América Latina, el informe destaca casos como el de Guatemala y México, donde la corrupción judicial ha derivado en crisis democráticas.
En Chile, la cuestión de la independencia del Poder Judicial impone un deber urgente: la creación de un consejo de magistratura autónomo, auditorías independientes y sanciones disuasorias. Sin una respuesta estatal robusta, la corrupción judicial no solo persiste, sino que se enquista, convirtiéndose en un ciclo vicioso que debilita la democracia y perpetúa la injusticia social.
El caso del ministro Antonio Ulloa ilustra de manera paradigmática la corrupción judicial, no como un acto aislado, sino como un patrón que corroe la institución desde dentro. Para analizarlo, resulta útil el concepto de “corrupción institucional” desarrollado por el académico Lawrence Lessig, quien lo define como cualquier influencia —legal o no— que desvía a una institución de su propósito esencial, debilitando su efectividad sin necesidad de violar explícitamente la ley. En el ámbito judicial, el propósito de la independencia es garantizar la imparcialidad y la equidad; cuando jueces como Ulloa se entrelazan con intereses externos, se produce una desviación sistémica que erosiona la confianza pública y la legitimidad del Poder Judicial.
Un primer aspecto clave de analizar es el nombramiento de Ulloa y su rol en el entramado con Luis Hermosilla. Ulloa ascendió a la Corte de Apelaciones de Santiago en 2021, en un proceso marcado por cuestionamientos sobre su cercanía con figuras influyentes. Hermosilla, un abogado de élite representando a grandes corporaciones en litigios millonarios, emerge como nexo central. Audios filtrados en el “Caso Hermosilla” revelan conversaciones donde Ulloa y Hermosilla acuerdan influir en la nominación de al menos 11 cargos judiciales de relevancia; dejan constancia que el ministro le compartió al penalista información reservada sobre nombramientos de magistrados; además de haberse expuesto un manifiesto encono por perseguir al juez penal Daniel Urrutia; y, en la investigación interna que enfrentó, se le reprochó no haberse inhabilitado en ochos juicios en el que litigaba el abogado Samuel Donoso, con quien mantenía una relación cercana. Esta relación no es fortuita: refleja un sistema de nombramientos donde lealtades personales priman, fomentando una corrupción institucional que Lessig describe como “un debilitamiento sutil, pero estratégico” de la independencia judicial. Así, el juez Ulloa, al priorizar redes privadas sobre el deber público propio de su investidura, desvía a la Corte de su rol neutral, permitiendo que intereses corporativos infiltren decisiones que afectan a quienes accedan al sistema de justicia.
Otro elemento reprochado es la actuación concreta de Ulloa en la entrega de información a Hermosilla, que ha sido objeto de críticas directas de la Corte de Apelaciones de Santiago. El informe de la fiscal judicial, Javiera González, constató ocho filtraciones probadas de información judicial interna por parte de Ulloa a Hermosilla; así, Ulloa daba cuenta de votaciones, acuerdos y resoluciones antes de que fueran hechos públicos. Bajo el marco conceptual de Lessig, esto no es mera negligencia, sino una corrupción que altera el “ecosistema de influencias” judicial, donde jueces actúan como nodos en una red que prioriza el lucro sobre la justicia, debilitando la efectividad institucional al generar precedentes contaminados.
Los efectos de este caso en la credibilidad del Poder Judicial son devastadores. Más aún, la permanencia de Ulloa envía un mensaje de corporativismo endogámico: la Justicia se autoprotege, ignorando evidencias que, en otros casos ya habían derivado en remoción. Desde una perspectiva de derechos humanos, implica un riesgo inminente: causas de grupos históricamente discriminados —como mapuches en litigios territoriales, quienes protestaron en octubre de 2019 o trabajadores en demandas laborales— quedan expuestas a fallos sesgados, perpetuando desigualdades. En definitiva, Ulloa no es un villano solitario, sino un síntoma de cómo la corrupción institucional transforma la justicia en un club exclusivo, urgiendo reformas que restauren su propósito originario: servir al bien común, no a redes ocultas.
El salvataje de Antonio Ulloa se suma como un elemento más a la crisis crónica del Poder Judicial chileno, que tras sus más de 200 años de historia —la creación de la Corte Suprema fue en septiembre de 1823— es cuestionado por desigualdades y opacidad. En el contexto del bicentenario reciente, este episodio agrava una narrativa de retroceso: mientras la sociedad demanda el fin de la impunidad frente a la corrupción, la Justicia ofrece un trato diferenciado, donde defensas corporativas —como las de Ulloa— navegan con privilegios, mientras ciudadanos comunes enfrentan barreras y otros mecanismos restrictivos de acceso a la justicia.
Recordemos que la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha condenado repetidamente a Chile por casos donde ha sido, precisamente, la falta de protección judicial efectiva de derechos humanos la base de las condenas. Medidas como la adoptada por la Corte Suprema en el caso Ulloa no ayudan en nada a dar garantías de que la protección de derechos es el centro de la actividad jurisdiccional.
Esta desigualdad en el acceso a la justicia no es una cuestión abstracta: la Corte Suprema, al priorizar la permanencia de Ulloa, refuerza la brecha, golpeando el estado de derecho al erosionar la percepción de imparcialidad. En tiempos de tensiones autoritarias —con intentos de control político sobre la justicia y presiones de poderes fácticos—, un Poder Judicial en crisis se vuelve vulnerable: facilita abusos ejecutivos y debilita las posibilidades de resistencias a retrocesos democráticos.
Sin duda alguna, esta patología bicentenaria demanda acción: sin democratización real, Chile arriesga un colapso de confianza que alimente una mayor inestabilidad. Es hora de honrar esos 200 años con justicia para todos, no para unos pocos.