Profesores de primera línea, pero de segunda categoría: una deuda pendiente del Estado chileno
15.09.2025
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15.09.2025
El autor de esta columna escribe en modo crítico sobre el camino que ha recorrido la evaluación docente y el costo para el magisterio que ha tenido ese camino. Sostiene que «avanzar hacia un desarrollo profesional docente integral, equitativo y con sentido, requiere no solo reformas legales o técnicas, sino también un cambio cultural profundo: uno que deje de operar con jerarquías tácitas entre dependencias y abrace el valor del trabajo docente en toda su diversidad. Porque ningún sistema educativo puede aspirar a la equidad si construye su desarrollo sobre la desigualdad de quienes enseñan».
Créditos imagen de portada: Pablo Ovalle / Agencia Uno
En Chile, el debate público ha prestado considerable atención a la segmentación del estudiantado según el tipo de establecimiento educativo —municipal, particular subvencionado o privado—, visibilizando cómo dicha estructura reproduce desigualdades sociales en términos de calidad, oportunidades y trayectorias escolares. Sin embargo, mucho menos se ha discutido la manera en que esa misma arquitectura de segmentación ha operado sobre los propios docentes, generando trayectorias laborales, formativas y simbólicas marcadamente diferenciadas según la dependencia administrativa del establecimiento en que ejercen. Esta dimensión rara vez forma parte del análisis estructural del sistema educativo chileno, a pesar de que afecta directamente a las condiciones de trabajo, el reconocimiento profesional y las oportunidades de desarrollo de miles de profesores y profesoras a lo largo del país.
Esta segmentación no solo se expresa en aspectos visibles como la infraestructura o el acceso a recursos pedagógicos, sino también —y de forma más soterrada— en la manera en que las políticas públicas han tratado históricamente a los docentes según su lugar de contratación. Desde 2004, los profesores del sistema municipal debieron enfrentar de forma obligatoria el entonces novedoso sistema de Evaluación Docente, un instrumento que buscaba diagnosticar el desempeño profesional con miras al desarrollo de capacidades y la mejora continua. No obstante, esa intención inicial rápidamente se vio tensionada por la manera en que se diseñó y aplicó: un mecanismo altamente burocrático, cargado de componentes formales y escasa adecuación a la diversidad de contextos escolares.
La evaluación incluía, en sus primeras etapas, una serie de exigencias que fueron ampliamente debatidas y criticadas por la comunidad docente. Entre ellas, un portafolio extenso compuesto por planificaciones, registros evaluativos, reflexiones narradas, material complementario y evidencia del trabajo con estudiantes; una autoevaluación con formularios estructurados; entrevistas personales; observaciones de aula realizadas por pares; y, particularmente cuestionado, un informe de referencia de terceros, que requería la opinión de un colega o directivo. Este último instrumento, además de generar tensiones internas en los equipos docentes, se percibía como subjetivo y poco riguroso, razón por la cual fue finalmente eliminado por el propio sistema.
Del mismo modo, fue descartada la denominada bitácora de reflexión pedagógica, una especie de cuaderno personal donde se pedía registrar y describir procesos de planificación, implementación y evaluación de clases, sin criterios del todo claros ni un formato estandarizado. Su ambigüedad entre lo técnico y lo narrativo dificultaba su elaboración y evaluación objetiva. Asimismo, se eliminó la entrevista con evaluadores externos, que, si bien pretendía aportar una dimensión cualitativa al proceso, terminó generando ansiedad adicional entre los docentes, por su escasa claridad respecto a su incidencia real en los resultados finales.
Todos estos componentes formaron parte de una primera fase experimental del sistema de evaluación, la cual fue ajustada progresivamente a través del tiempo, especialmente tras la entrada en vigencia del Sistema de Desarrollo Profesional Docente en 2016. Los instrumentos más controversiales fueron sustituidos por otros más centrados en la práctica efectiva en el aula, con mejor definición de criterios y mayor pertinencia pedagógica.
No obstante, es crucial subrayar que estos avances se lograron sobre la base de la experiencia acumulada por quienes fueron evaluados en los años iniciales. Fueron mayoritariamente docentes del sistema público quienes enfrentaron el proceso en su versión más demandante, desarticulada y poco contextualizada. Ellos y ellas cargaron con el peso de una política pública en etapa de ajuste, lo que implicó una carga emocional, profesional y administrativa considerable, sin los beneficios de una retroalimentación oportuna ni de reconocimiento público. Es decir, fueron parte de una generación evaluada sin ser acompañada, medida sin ser protegida, y exigida sin ser aún valorizada.
Solo posteriormente, ya con el sistema más depurado, se integró gradualmente a docentes del sector particular subvencionado y de administración delegada. Esta incorporación se hizo bajo mejores condiciones: con instrumentos más pertinentes, menos carga administrativa y mayor claridad en los criterios. Esto no desmerece en absoluto la labor de quienes ejercen en esos espacios, sino que evidencia una asimetría institucional en los tiempos y condiciones de aplicación.
Esta diferencia de trato no fue meramente técnica. Tuvo —y sigue teniendo— efectos simbólicos. Mientras los docentes del sistema público han sido históricamente más expuestos a juicios sobre «resultados deficientes» o «bajo rendimiento escolar», el prestigio social ha favorecido a establecimientos de alto rendimiento, en muchos casos particulares subvencionados, incluso cuando sus profesores no atravesaron los mismos procesos evaluativos en las primeras etapas.
Hoy las brechas salariales entre ambos sectores se han reducido considerablemente, gracias al desarrollo de la carrera profesional docente. Eso representa un avance importante. Sin embargo, persisten diferencias en términos de reconocimiento, visibilidad y condiciones simbólicas del ejercicio profesional, muchas de ellas asociadas al tipo de establecimiento donde se trabaja, más que a la calidad del trabajo docente en sí.
Más que contraponer a docentes de distintos sectores, esta reflexión busca visibilizar cómo una política pública puede instalar asimetrías incluso cuando no las declara abiertamente. La meritocracia se vuelve injusta cuando mide con la misma vara a quienes han sido parte de trayectorias profundamente distintas, o cuando reconoce más a quienes no fueron exigidos del mismo modo.
Esto se vuelve aún más complejo cuando esa desigualdad es interiorizada: muchos docentes del sistema público no solo han debido adaptarse a exigencias administrativas elevadas, sino también cargar con un estigma de «bajo rendimiento» que no siempre guarda relación con su labor pedagógica, sino con los contextos sociales en los que trabajan. Es decir, se ha penalizado simbólicamente a quienes muchas veces ejercen en los escenarios más desafiantes del sistema escolar chileno.
Históricamente, el Estado chileno ha desempeñado un doble rol: por una parte, como garante del derecho a la educación para todos los ciudadanos; por otra, como empleador directo de una proporción significativa del profesorado, especialmente en el sistema municipal y, más recientemente, en el Servicio Local de Educación Pública. Esta doble condición ha estado marcada por una tensión estructural no resuelta. Mientras se exige a los docentes niveles cada vez más altos de formación, actualización permanente y rendición de cuentas, no siempre se han otorgado condiciones equivalentes de desarrollo profesional, acompañamiento técnico o legitimidad social.
Esta asimetría se ha evidenciado con fuerza no solo en la implementación de la Evaluación Docente, sino también en otros momentos clave del ejercicio profesional. Por ejemplo, cada vez que se introducen ajustes a las bases curriculares, se renuevan los planes y programas o se actualizan los lineamientos pedagógicos, el acompañamiento ministerial suele ser limitado y desigual. Los docentes, especialmente en comunidades educativas más vulnerables, enfrentan estos cambios sin instancias de formación previas, sin materiales disponibles con antelación y con escasos espacios de reflexión pedagógica colectiva.
Esto se traduce en una sobrecarga de trabajo no reconocida, en una presión por cumplir con reformas impuestas desde arriba y en una sensación extendida de que la responsabilidad de implementar las políticas públicas recae casi exclusivamente sobre el profesorado, sin una red institucional de apoyo sostenido. Así, el docente es interpelado como profesional autónomo y responsable, pero en la práctica es dejado solo frente a los desafíos del sistema. Esta contradicción refuerza la percepción de un Estado que exige, pero no acompaña; que fiscaliza, pero no forma; que demanda transformación, pero sin habilitar las condiciones para que esta ocurra de manera justa, reflexiva y eficaz.
Revertir esta situación no exige solo mejores políticas. Requiere también reconocimiento simbólico y reparación profesional para quienes fueron los primeros en ser evaluados con instrumentos que el propio Estado reconoció más tarde como excesivos o poco pertinentes. También exige una discusión abierta sobre el sentido de la evaluación docente: ¿está al servicio del desarrollo profesional o simplemente al control burocrático? ¿Permite valorar el trabajo en contextos vulnerables o impone un estándar homogéneo e injusto?
Chile necesita una cultura educativa que no reproduzca jerarquías implícitas entre docentes, sino que valore la diversidad de contextos y desafíos que enfrentan todos quienes enseñan, independientemente del sistema en el que trabajen. Solo así podremos construir un desarrollo profesional docente justo, pertinente y coherente con los principios de equidad que el país dice promover.
Una política pública verdaderamente justa no solo reconoce la diversidad de contextos escolares, sino que también aprende de la experiencia acumulada de quienes han transitado sus primeras versiones con esfuerzo, convicción y muchas veces sin reconocimiento alguno. Las trayectorias docentes no pueden seguir siendo medidas solo por resultados estandarizados, sin considerar las condiciones de enseñanza ni los desafíos propios de cada realidad escolar. Tampoco puede aceptarse que quienes abrieron camino en la implementación de políticas —asumiendo el costo inicial de los errores del sistema— permanezcan invisibilizados en los discursos sobre calidad o mérito.
Es urgente revalorizar la historia reciente del profesorado chileno desde una mirada que combine justicia educativa con memoria institucional. Esto implica también abrir espacios para la participación docente en el diseño y actualización de las políticas de evaluación, formación y acompañamiento. La experiencia acumulada por miles de profesoras y profesores —en todas las dependencias— es un recurso valioso para mejorar el sistema, pero especialmente lo es la voz de quienes han sido más exigidos sin haber sido, necesariamente, más valorados.
Avanzar hacia un desarrollo profesional docente integral, equitativo y con sentido, requiere no solo reformas legales o técnicas, sino también un cambio cultural profundo: uno que deje de operar con jerarquías tácitas entre dependencias y abrace el valor del trabajo docente en toda su diversidad. Porque ningún sistema educativo puede aspirar a la equidad si construye su desarrollo sobre la desigualdad de quienes enseñan.