Universidades del futuro: ¿quién enseña a los que enseñan?
14.09.2025
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14.09.2025
El autor de esta columna sostiene que las universidades chilenas no se están preocupando de capacitar a sus profesores para los desafíos de la educación actual. Dice que urge la creación de un «Manual del Docente Universitario» que marque la pauta. Concluye que a los docentes «hay que darles herramientas, acompañamiento y sentido de propósito. El mensaje es claro: dotar a sus docentes de herramientas actualizadas y diseñar currículos que respondan a la velocidad del cambio. De lo contrario, el riesgo no es solo académico: es social».
Las universidades chilenas hablan de innovación, pero siguen operando con estructuras propias de la revolución industrial. Planes de estudio rígidos, clases frontales interminables y profesores que, en muchos casos, fueron formados para otra época. La contradicción es evidente: ¿cómo pretendemos preparar a los jóvenes para un futuro dominado por la inteligencia artificial, la robótica y la neurociencia, si los formadores no cuentan con las herramientas mínimas para hacerlo?
Aquí está el punto crítico que rara vez se toca: el rol de las universidades en la formación de sus propios docentes. En Chile se asume que ser buen profesional basta para ser buen profesor universitario, cuando la evidencia muestra lo contrario. Saber no es lo mismo que enseñar. Y enseñar hoy exige mucho más que repetir contenidos: implica comprender cómo aprende el cerebro, cómo motivar a generaciones hiperconectadas y cómo transformar la sala de clases en un verdadero laboratorio de competencias.
Existen múltiples factores que “empujan” a las instituciones de educación superior a adaptarse a su entorno, uno de ellos es la “velocidad de cambio”. Debemos ponernos de acuerdo en cómo vamos a entender y comprender este concepto, que nos permita ubicarnos en el espacio y tiempo de nuestra vida planetaria. Una forma de comprenderlo es analizar la relación de tiempo transcurrido entre dos grandes paradigmas: “Descubrimientos científicos” y “Aplicaciones tecnológicas”, desde el inicio de la revolución industrial a la fecha. Esto nos permite explicar por qué debemos cambiar y hacia dónde podemos orientar estos cambios.
Algunos investigadores creen que esto afecta solamente a los profesionales de edades superiores a los 45 años adelante, pero esto no es así, la velocidad de cambio está afectando a toda la sociedad en general, independiente de su edad o clase social. Lo que sucede es que algunos se dan cuenta del problema real que tienen y buscan solución, otros en cambio, ignoran la existencia de estos elementos y mantienen su estado profesional como lo han hecho siempre en el desarrollo de sus labores. Si lo llevamos a la educación superior, para algunos docentes este problema pasa desapercibido, en otros casos son cuestionados en sus funciones. Indistinto del escenario, es fundamental que como instituciones seamos capaces de darles herramientas para que puedan, paulatinamente, adaptar sus metodologías, procesos, herramientas de evaluación , mecanismos y estrategias al mundo de los jóvenes de hoy.
En ese sentido urge un “Manual del Docente Universitario” , una hoja de ruta que estandarice y eleve la práctica pedagógica en la educación superior. No se trata de burocracia, sino de supervivencia académica. Sin un marco común que guíe la docencia hacia el desarrollo de competencias —instrumentales, específicas y transversales—, de lo contrario, las universidades seguirán atrapadas en un modelo que ya no responde a la realidad social, tecnológica ni ambiental. Esta herramienta solo busca preparar “a tiempo real” a los docentes en su andar profesional, busca entregarles competencias y herramientas que puedan utilizar en el desarrollo de los profesionales del mañana; si el estudiante cambia-evoluciona, pues entonces los docentes debemos cambiar-evolucionar de la misma manera y a la misma velocidad.
Este manual no debería limitarse a normas administrativas; debe convertirse en una herramienta viva que establezca estándares claros de docencia de calidad, alineados con tres principios clave: Formación por competencias, entendidas no solo en el plano técnico, sino también en el cognitivo, socioemocional y ético; Aprendizaje modular y flexible, basado en la integración de conocimientos y la resolución de problemas reales; Actualización continua, tanto en el dominio disciplinar como en el pedagógico, considerando los avances de la neurociencia y las tecnologías emergentes.
No se trata de reinventar la rueda. Modelos similares han sido implementados con éxito en universidades europeas y norteamericanas, donde el desarrollo docente es parte esencial de la carrera académica. En Chile, en cambio, seguimos considerando la formación pedagógica como un accesorio, cuando en realidad es la base sobre la que se construye todo el proceso educativo.
El problema es estructural; mientras las universidades compiten por rankings y matrículas, descuidan lo esencial: cómo enseñar en tiempos de cambio acelerado. No basta con abrir centros de innovación o repetir discursos sobre empleabilidad; lo urgente es invertir en la formación pedagógica de los docentes y en currículos flexibles que preparen a los estudiantes para un mundo en permanente transformación.
En un mundo donde la información se duplica cada 73 días y donde la inteligencia artificial amenaza con desplazar millones de empleos, la competencia más importante no será aprender a aprender, sino aprender a cambiar. Esto implica algo más que adquirir conocimientos técnicos; significa formar ciudadanos con pensamiento crítico, adaptabilidad, responsabilidad social y ética profesional. Profesionales capaces de actualizarse permanentemente, de colaborar en entornos diversos y de asumir que la única constante será el cambio.
Por esta razón, si las universidades no asumen este rol, quedarán reducidas a meras fábricas de títulos sin pertinencia. Y con ellas, perderán los estudiantes, las familias y el país. La educación superior no puede seguir mirando al futuro con ojos del pasado. Enseñar en el siglo XXI no es un acto de transmisión, es un acto de transformación. Las universidades chilenas deben decidir si serán protagonistas del cambio o meros testigos de su obsolescencia.
El futuro no se improvisa: se diseña en las aulas, se construye en los currículos, se vive en la interacción entre profesores y estudiantes. Pero para eso, hay que enseñar a los que enseñan. Hay que darles herramientas, acompañamiento y sentido de propósito. El mensaje es claro: dotar a sus docentes de herramientas actualizadas y diseñar currículos que respondan a la velocidad del cambio. De lo contrario, el riesgo no es solo académico: es social.
Chile necesita universidades que lideren la transición hacia la sociedad del conocimiento, no que se queden ancladas en la lógica de la tiza y la pizarra.