Una paz sin Kiev: el riesgo de un acuerdo impuesto en la guerra de Ucrania
14.08.2025
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14.08.2025
Este 15 de agosto se reunirán Donald Trump y Vladimir Putin para conversar sobre la guerra entre Rusia y Ucrania, pero sin la presencia de Volodímir Zelenski. El autor de esta columna detalla los antecedentes históricos de supuestos acuerdos de paz que no fructificaron por la ausencia de alguno de los actores del conflicto, por lo que sostiene que «más allá del desenlace inmediato, lo que está en juego no es solo el mapa político de Europa oriental, sino también la credibilidad de un sistema internacional que se proclama defensor de la soberanía, la integridad territorial y la autodeterminación de los pueblos. Un acuerdo que excluya a Ucrania podría convertirse en un precedente inquietante, donde la paz se negocia exclusivamente entre grandes potencias, mientras los Estados directamente involucrados permanecen como espectadores de su propio futuro».
Créditos imagen de portada: Cristóbal Escobar / Agencia Uno
El anuncio de la cumbre entre Vladimir Putin y Donald Trump, programada para el 15 de agosto de 2025, ha generado expectativas y recelos a partes iguales. Planteada como un intento de poner fin a la guerra en Ucrania, la reunión deja en evidencia una paradoja difícil de conciliar: la ausencia de Volodímir Zelenski en la mesa de negociaciones. El presidente ucraniano ha reclamado públicamente su exclusión, mientras varios líderes europeos insisten en que “no puede haber acuerdo de paz sin Kiev”. Este hecho, aparentemente procedimental, encierra implicancias estratégicas y jurídicas de gran calado, pues la exclusión del principal actor afectado tensiona los principios básicos del derecho internacional y de la diplomacia contemporánea.
La situación plantea un dilema estructural sobre la legitimidad y viabilidad de cualquier arreglo político que no cuente con la participación directa de la parte más afectada. La historia demuestra con meridiana claridad que excluir al actor central de un conflicto no solo debilita la legitimidad del eventual acuerdo, sino que también condena a dicho pacto a una estabilidad efímera. El ejemplo paradigmático de esta dinámica se encuentra en el Tratado de Versalles, firmado el 28 de junio de 1919 al término de la Primera Guerra Mundial. Alemania, principal derrotada en la contienda, no participó en la redacción del documento y fue sometida a condiciones punitivas, incluidas reparaciones económicas de magnitud insostenible y severas limitaciones militares. En lugar de consolidar una paz duradera, el tratado alimentó un profundo resentimiento social, fomentó el nacionalismo y facilitó el ascenso del nazismo, que acabaría desencadenando la Segunda Guerra Mundial. La ausencia de un enfoque inclusivo y de reconstrucción colectiva dejó al descubierto que la paz impuesta sin integrar al vencido es, en esencia, una tregua inestable.
El continente africano ofrece ejemplos más recientes y no menos aleccionadores. En Sudán con el Acuerdo de Jartum de 1997, que pretendía poner fin a la guerra civil entre el norte y el sur del país. El texto no contó con la firma del principal movimiento insurgente, el SPLA (Sudan People’s Liberation Army). El resultado fue previsible: falta de aceptación nacional, rechazo internacional y una escalada del conflicto a niveles inéditos desde 1955, exacerbada por la disputa sobre recursos petroleros.
Algo similar ocurrió en Mali, el Acuerdo de Argel de 2015 buscó poner fin a la insurgencia tuareg. Sin embargo, excluyó de manera efectiva a buena parte de la sociedad civil y fue percibido como un pacto entre élites políticas y grupos armados. Cinco años después, apenas un 22-23% de sus disposiciones se habían implementado, los rebeldes mantenían el control territorial en regiones clave como Kidal y la inseguridad se agravaba. El acuerdo fracasó no tanto por su diseño técnico, sino por carecer de legitimidad en el terreno.
Los Balcanes, tras la disolución de Yugoslavia, muestran otra vertiente del problema. La exclusión de actores étnicos o políticos relevantes en negociaciones como las que buscaban estabilizar Bosnia y Herzegovina o Kosovo contribuyó a que, pese a logros iniciales en desmilitarización y reconstrucción institucional, subsistieran focos de tensión y nacionalismos revanchistas. La ausencia de ciertos líderes y comunidades en la fase de diseño del posconflicto dejó heridas abiertas, que se manifestaron en episodios de violencia interétnica y en el estancamiento de reformas estructurales necesarias para consolidar la paz.
Estudios sobre otros casos africanos, como Burundi y la República Democrática del Congo, refuerzan esta conclusión. Incluso cuando los acuerdos incorporaron reformas institucionales —como los sistemas de representación política establecidos por el Acuerdo de Arusha en Burundi o el modelo electoral MMP en Lesotho—, la falta de apropiación real por parte de sectores clave derivó en inestabilidad. En Lesotho, el “floor-crossing” parlamentario erosionó gobiernos sucesivos; en Burundi, la crisis de 2015 por el intento de un tercer mandato presidencial desencadenó protestas violentas, represión y desplazamientos masivos.
Estos precedentes —desde Versalles hasta Mali, Sudán, los Balcanes y Burundi— muestran un patrón recurrente: los acuerdos de paz que se diseñan sin el involucramiento efectivo de los actores directamente afectados son frágiles, vulnerables a rupturas y, con frecuencia, preludio de nuevas fases de conflicto. En el caso ucraniano, repetir este error sería ignorar un siglo de lecciones acumuladas sobre los costos políticos, sociales y humanitarios de las paces impuestas.
Si bien el realismo político sugiere que las potencias pueden actuar como garantes o mediadores, la exclusión de Ucrania erosiona tanto la legitimidad interna como la aceptación internacional de un eventual pacto. La diplomacia del poder, cuando se impone sobre el principio de participación, corre el riesgo de transformar la paz en un mero ejercicio de equilibrio entre intereses de terceros, más que en un instrumento para restaurar derechos vulnerados y reparar las heridas abiertas por la guerra.
La apuesta de Trump por una diplomacia personalista y bilateral con Moscú parece responder a su visión pragmática de la política internacional, priorizando resultados rápidos sobre procesos inclusivos. Este enfoque, habitual en su primer mandato, se caracteriza por minimizar la intermediación multilateral y confiar en el peso de las negociaciones directas entre líderes. Para Putin, en cambio, el escenario ofrece la oportunidad de reforzar su imagen como interlocutor indispensable, desafiando el aislamiento político y económico al que lo ha sometido Occidente desde 2022. En ambos casos, la exclusión de Kiev relega la narrativa de soberanía ucraniana a un segundo plano, lo que podría interpretarse como una validación implícita —si no formal— de los cambios territoriales forzados por la guerra.
Europa, consciente de que su seguridad se juega en el desenlace de este conflicto, ha marcado una línea roja: cualquier acuerdo que no incluya a Ucrania en la mesa negociadora carecerá de legitimidad y será percibido como una imposición externa. La experiencia histórica y comparada muestra que las paces impuestas suelen incubar resentimientos que, tarde o temprano, reactivan la violencia. Un pacto gestado a espaldas de Kiev corre el riesgo de convertirse en un armisticio temporal, carente de mecanismos efectivos para garantizar su cumplimiento y vulnerable a ser roto ante cualquier cambio en la correlación de fuerzas.
La cumbre del 15 de agosto será, en última instancia, un test para el orden internacional contemporáneo: ¿prevalecerá la lógica del poder sobre el derecho de las naciones a decidir su destino? Más allá del desenlace inmediato, lo que está en juego no es solo el mapa político de Europa oriental, sino también la credibilidad de un sistema internacional que se proclama defensor de la soberanía, la integridad territorial y la autodeterminación de los pueblos. Un acuerdo que excluya a Ucrania podría convertirse en un precedente inquietante, donde la paz se negocia exclusivamente entre grandes potencias, mientras los Estados directamente involucrados permanecen como espectadores de su propio futuro.
El único camino que garantiza una paz legítima y duradera en Ucrania es aquel que incorpora su voz, asegura condiciones de seguridad verificables y respeta su integridad territorial conforme al derecho internacional. Cualquier alternativa, por pragmática que pueda parecer desde la distancia geográfica de Alaska —lugar elegido para la cumbre—, no solo ignoraría su soberanía, sino que establecería un precedente que podría ser replicado en otros conflictos, debilitando aún más las normas que rigen las relaciones internacionales.
Solo una paz construida con todos los protagonistas será una paz que merezca llamarse tal. La historia reciente y remota ofrece suficientes lecciones sobre los costos de ignorar este principio. Ucrania no es un actor prescindible ni una variable negociable: es el centro mismo del conflicto, y su exclusión equivaldría a vaciar de contenido cualquier acuerdo alcanzado en su nombre.