Cuando el Estado también discapacita: el desafío de obtener la credencial de discapacidad en Chile
29.07.2025
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29.07.2025
La Calificación y Certificación de la Discapacidad en Chile busca garantizar derechos y acceder a apoyos. En la práctica, la burocracia, los plazos incumplidos y criterios dispares entre regiones convierten la credencial en un privilegio para quienes logran resistir el desgaste administrativo, dice la autora de esta columna. Agrega que “en la práctica, quienes más necesitan de apoyos terminan enfrentando más barreras, mientras que quienes tienen recursos, redes o conocimientos técnicos logran obtener la credencial con mayor facilidad. Así, un instrumento pensado para nivelar la cancha termina, paradójicamente, profundizando las desigualdades que busca corregir”.
Imagen de portada: Víctor Huenante / Agencia Uno
En Chile, más de tres millones de personas vivimos en situación de discapacidad. No es una realidad aislada, sino más bien un aspecto de la cotidianidad que afecta a millones de personas, muchas de ellas con condiciones no visibles a simple vista. Con la intención de abarcar estas realidades, el Estado promulgó la Ley 20.422 como garante de derechos y como una forma de sistematizar, y quizás visibilizar, esta realidad a través de algo tan simple como una credencial.
La Credencial de Discapacidad es un documento oficial que acredita la condición de una persona y le permite acceder a una serie de beneficios, apoyos y ajustes razonables establecidos por la ley, como el derecho preferente a la salud, postulación a programas sociales, cupos laborales reservados, rebajas arancelarias y beneficios de transporte. Su objetivo es facilitar el ejercicio de derechos y promover la inclusión.
En ese sentido, obtener la Credencial de Discapacidad debiese ser un proceso justo, digno y, por sobre todo, sencillo, pensado para personas cuyo día a día ya implica dificultades. Sin embargo, muchas veces se transforma en una carrera de obstáculos institucionales, administrativos y emocionales, que no mide solo la funcionalidad, sino la capacidad de resistir el desgaste del sistema.
El espíritu de la ley y del Manual de Calificación que regula la certificación busca precisamente la uniformidad y objetividad del proceso. No obstante, en la práctica, los criterios y exigencias varían de una región a otra: entidades que en una zona son consideradas válidas, en otras son rechazadas; informes clínicos privados que en algunos casos se aceptan y en otros se descartan sin mayor explicación; funcionarios entregando información contradictoria y, en muchos casos, errónea. Las diferencias significativas entre un caso y otro hacen pensar que la decisión de acreditar una discapacidad queda al criterio arbitrario de quien recibe el expediente, y no de un estándar nacional claro y transparente, como la ley exige.
A esto se suma un desfase entre la normativa y la realidad de la atención pública: se exige, incluso si la ley no lo explicita así, a las personas usuarias de FONASA realizar sus evaluaciones exclusivamente por vía pública, aun cuando las redes asistenciales están colapsadas y no siempre cuentan con especialistas o disponibilidad horaria. Esto afecta especialmente a quienes trabajan o viven en sectores rurales, generando un obstáculo injusto para acceder a un derecho básico.
Tampoco podemos olvidar el incumplimiento de los plazos establecidos: solicitudes que deberían resolverse en 20 días hábiles pueden tardar meses en avanzar de etapa, mientras las personas ven pasar el tiempo sin respuestas y, en muchos casos, sin la posibilidad de volver a postular dentro del mismo año calendario. La falta de certeza en el proceso solo añade mayor estrés y ansiedad a personas y familias que ya enfrentan situaciones complejas.
¿El resultado? Una credencial que, lejos de garantizar la igualdad y la inclusión, se transforma en un privilegio condicionado por la capacidad de navegar la burocracia, por el tiempo disponible para insistir, por el acceso a información correcta y por el acompañamiento que pocas personas tienen. En la práctica, quienes más necesitan de apoyos terminan enfrentando más barreras, mientras que quienes tienen recursos, redes o conocimientos técnicos logran obtener la credencial con mayor facilidad. Así, un instrumento pensado para nivelar la cancha termina, paradójicamente, profundizando las desigualdades que busca corregir.
De estas barreras nacen millones de preguntas: ¿Cuántas personas que no tienen acceso a orientación legal o que están en situaciones de mayor vulnerabilidad quedan fuera del sistema por causas similares? ¿Cuántas se rinden antes siquiera de apelar un rechazo? ¿Qué sentido tiene una credencial de derechos si obtenerla exige más recursos de los que muchas personas tienen? No existen respuestas concretas, pero sí la certeza de que urge una revisión profunda del sistema: criterios claros y uniformes a nivel nacional, plazos efectivos y, sobre todo, un cambio de enfoque que ponga a las personas en el centro, no a los trámites administrativos. Porque la credencial de discapacidad no debería ser una maratón administrativa, sino un puente hacia la inclusión. Hoy más que nunca necesitamos mirar el sistema con sentido de justicia, porque cuando el Estado funciona de esta manera, no solo no acompaña la discapacidad: la produce.