CRONICA SOBRE UNA VISITA AL ESTADIO MONUMENTAL DE UN HINCHA DE MAGALLANES, FINALISTA DEL PREMIO NUEVAS PLUMAS CHILE 2024
Pandemónium: Residencia en el estadio Monumental por magallánicos patidifusos
14.04.2025
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CRONICA SOBRE UNA VISITA AL ESTADIO MONUMENTAL DE UN HINCHA DE MAGALLANES, FINALISTA DEL PREMIO NUEVAS PLUMAS CHILE 2024
14.04.2025
El siguiente texto fue seleccionado en el concurso Nuevas Plumas 2024, versión Chile, para ser publicado en un libro editado por Berrinche ediciones, lanzado en la Furia del Libro del año pasado. La crónica es sobre una visita al Estadio Monumental que retrató la violencia de la hinchada de Colo-Colo.
Imagen de portada: Diego Martin / Agencia Uno
Los pájaros vivos se caen muertos, muertos en las jaulas, el azul dinamismo infantil, la alegría del niño, vegetal e inminente, simplísima, juega con sus cadáveres al football, y las estáticas, lúgubres viejas lamentables deshilan sueños de quince abriles.
Pablo de Rokha
Miles de penetrantes miradas se inmiscuyen en los miedos más intrínsecos del visitante. Cada ojo persigue sin perder de vista su objetivo, porque el vigilante no vacila. Y si el foráneo apaga la mirada, los gritos corales te recuerdan que eres un paria. Todos los sentidos son controlados hasta que el visitante quede exangüe, patidifuso, al borde de la muerte anímica.
No es el extracto de una novela de José Donoso, sino la experiencia de un aficionado del fútbol en el estadio Monumental de Santiago de Chile como visitante, es decir, como rival del Colo-Colo: “Campeonódromo” para el local, pandemónium para la visita.
El 5 de marzo de 2023, Colo-Colo no se enfrentó a sus rivales universitarios –que aborrece–, sino al humilde Magallanes, un equipo recién ascendido a la primera división local con pasado glorioso –fue el primer campeón de la era profesional del fútbol chileno, en 1933–. Aunque en los albores del fútbol chileno fue su clásico oponente, en 2023 volvió a la serie de honor después de más de tres décadas de naufragios y coqueteos con la extinción. Es conocido como la “Academia”, bautizado así por la prensa a finales de los años 30 por su juego sofisticado, intelectual y depurado, aunque estudiosos del equipo también plantean que se acuñó este término porque el equipo nació de la Escuela Normal de Preceptores, institución que formaba antiguamente a los profesores en Chile; jugaban estudiantes y profesores. La Academia posee una hinchada de talante familiar, incluidos los ancianos que mantienen estoica su pasión sin importar el paso de los años. Ellos avivan la cueca en el estadio cada semana con la tradicional Bandita, un conjunto de bronces al compás de una batería que fue premiado como “Tesoro humano vivo” por el Gobierno chileno en 2012 y que interpretan desde Los Ramblers hasta Marco Antonio Solís. Por eso los años de experiencia de la Bandita evitaron que asistieran al estadio del Colo-Colo.
Quienes sí fueron, arribaron al menos unas tres horas antes del primer movimiento del balón de juego. En el Monumental, la hinchada visitante es aislada en la galería Magallanes, nombre otorgado por su orientación sur, a espalda de la vasta avenida Departamental. Colo-Colo se vanagloria de “ser Chile”, a expensas de sus numerosos palmarés, por lo que las butacas de su principal centro deportivo se reparten según la geografía del país sudamericano –además de Magallanes, está Arica; Rapa Nui; Cordillera, por Los Andes, y Océano, por el Pacífico–, mientras que los codos de las galerías se titulan con pretéritos guerreros o líderes del pueblo originario mapuche, como el mismo nombre del equipo: Colo-Colo, también conocido como “club albo” –se identifican con el blanco y negro– o Cacique –jefe de la comunidad mapuche– .
Magallanes no juega en la región de Magallanes, un territorio patagónico en la zona austral de Chile. Magallanes se llama así en honor a la cesión argentina del estrecho de Magallanes a Chile, en tiempos decimonónicos. Por eso se identifica con el blanco y celeste: la nieve y el mar de esta zona. Magallanes siempre ha jugado en el área Metropolitana, en varias comunas, como un equipo andariego, donde ha arrastrado simpatizantes del fútbol para convertirlos en sus hinchas, con la pasión e irracionalidad que esa investidura conlleva.
Por la avenida Departamental hay otros dos accesos para ingresar al Monumental, pero solo para los locales. Ese 5 de marzo, el hincha de la Academia debió eludir afanosamente cualquier atisbo de advenedizo, o una mirada titubeante, o un paso timorato para entrar a la galería de la visita. Ir ataviado con los colores o el uniforme del contendiente del Colo-Colo puede ser interpretado como una provocación que ha condenado vidas humanas.
Tras zafar del mefistofélico ingreso, cada magallánico liberó sus vestimentas y accesorios albicelestes y fue acorralado como un rebaño de ovejas –igual de apacible, pero sin el escenario bucólico– en la galería Magallanes, afincada en medio de las dos galerías-codos del sur del estadio –Galvarino y Caupolicán–, ambas atiborradas de locales eufóricos.
En una de estas galerías-codos –Galvarino–, un grupo de fanáticos de Colo-Colo se agolpó encima de una reja de metal que los separó de la extensa galería Cordillera, la principal del lado oriente y que mira a la cordillera de Los Andes, ya casi sin nieve. El conciliábulo de hinchas nunca abandonó su densidad humana de unos 50 forofos; mientras unos se iban, otros llegaban. Si todos los colocolinos en el estadio cantaban y saltaban, ellos también, pero nunca perdiendo de vista la instalación metálica. Del resultado se enteraron por los gritos de gol y los anuncios de la voz del estadio por megafonías. Solo cuando terminó el partido y los hinchas comenzaron a abandonar esa masa humana, se desnudó la razón de esta postal barroca: rompieron la reja para crear un paso y comunicarse con la galería Cordillera con fines imperialistas y, seguramente, con mercadeo de sustancias y adminículos incluidos. Una especie de ruta de la seda alba con especias poco convencionales.
En la galería Cordillera se agrupan los colocolinos atávicos, esos que pagan sus cuotas mensuales de socio y que durante los días hábiles ofician de abogado, albañil o comerciante; ellos y ellas que buscan que la marca del equipo sea recuperada por el club social y deportivo y que aborrecen a la sociedad anónima que los titiritea. Los colocolinos atávicos se mezclan en esta galería con otros asistentes, los camuflados con la indumentaria alba que los asalta cada vez que se crea la ocasión. El botín contempla celulares, billeteras, ropa. Los camuflados, probablemente insurrectos de la Garra Blanca –el brazo armado de la hinchada del Colo-Colo–, también suelen obstaculizar la visión con lienzos que provocan reyertas con sangre e insultan a quienes no cantan alienados hasta perder la voz.
Las bancas para sentarse en la galería Magallanes son rígidas escalinatas de concreto encerradas por las rejas de metal y alambres de púa que los “protege” de ambos codos del área austral del estadio. Aunque se requieren habilidades de jabalinista para herir físicamente al rival, los colocolinos han innovado en ocasiones con subterfugios técnicos como lanzar fuegos artificiales con dirección parabólica a la zona visitante. En las insufribles bancas de hormigón, algunos magallánicos sobrellevaron más de cinco horas sentados sobre el concreto, varios de ellos ancianos que no recularon como los integrantes de la Bandita, pese a las advertencias.
Para elevar el vejamen a la visita, tras la galería Magallanes y bajo el tablero que informa sobre el resultado, una plataforma sostiene los parlantes que proyectan música antes de cada encuentro deportivo a decibeles que superan lo tolerable. Los compases de las canciones de los ídolos adolescentes Marcianeke y Julianno Sosa retumbaron en las nucas de los magallánicos, aunque con versiones censuradas porque las frases explícitas fueron silenciadas. Uno de los versos afectados fue: “Mami, no te enamore si te doy una chupá de poto”. Sin embargo, al mismo tiempo en la galería Arica, donde se reúne la Garra Blanca y frente a la galería –de– Magallanes, se escuchaba con la misma potencia de los coros de la Octava Sinfonía de Gustav Mahler: “Lo más importante en la Garra es/ reventar al chuncho a puras puñalá/ ríe cuando el chuncho esté sangrando/ ríe cuando vayan a morir”. Un recordatorio para el siguiente rival: la Universidad de Chile.
La vista a la cancha desde la galería Magallanes es fragmentada. En esta ratonera, entre los jugadores y la pelota, se cuela en el enfoque las altas rejas, los alambres de púa y los lienzos que despliegan los hinchas. El recinto podría perfectamente ser licitado como un centro carcelario para paliar el hacinamiento de los presos en Chile. Solo falta el alcaide, porque los gendarmes podrían ser reemplazados por la seguridad privada del estadio, igual de uniformados, igual de encarcelados. Este fenómeno se reitera en otras zonas del estadio y transforma al Monumental en uno de los recintos con peor visión para apreciar un espectáculo deportivo, atestado de puntos ciegos o parciales; nada que envidiarle al teatro Municipal de Santiago. Los lienzos suelen ser imágenes religiosas de los muertos de la Garra Blanca, homenajeados, llorados y convertidos en santos durante cada partido, donde no importan los goles sino las exequias. Aquí no se admite al iconoclasta. La Garra Blanca no es la hinchada del Colo-Colo, sino de la misma Garra Blanca. Un espectáculo estético que caracteriza a este fanático absorto, ensimismado, que colorea su vida solo con el blanco y negro y que asiste al estadio como un soldado reclutado para una guerra, soliviantado por una semana de ansiedad e ideas comunes consumidas por osmosis en los programas deportivos televisivos y radiales. En la galería, este guerrero bien uniformado es obediente con el adalid de la barra, que lo hincha y lincha a cantar y saltar, aunque haya agotado sus fuerzas. A veces, provoca destrozos, caos y muerte. El ethos del miembro numerario de la Garra Blanca, del garrero, como es definido en el Diccionario de Americanismos de la Asociación de Academias de la Lengua Española. Los comentaristas en los programas deportivos lo recriminan y culpan de las miserias del fútbol chileno, pero solo por un rato, porque rápidamente –los mismos comentaristas– retornan a las frases manidas de las previas deportivas, para incitar al soldado, nuevamente. Hablan de la batalla por el título, de los soldados que saltarán a la cancha, del joven pistolero, del partido de vida o muerte, de la milicia alba, como la propaganda de un Estado en guerra. El garrero, obediente y disciplinado, toma nota mental y pone en práctica cada fin de semana lo aprendido.
Tiene abultados rulos en la cabeza, zapatillas con caña, usa un mostacho, chaquetas Adidas vintage y auriculares tipo Walkman. Parece un personaje de una película ochentera, un fanático del fútbol que se congeló en el tiempo. Jeremías viste con orgullo sus camisetas de los años gloriosos de Magallanes, la del equipo bautizado como “Los comandos”, de los años 80, que jugó la Copa Libertadores durante las cruentas jornadas de la dictadura de Pinochet. Jeremías se crio en Maipú, una comuna en el suroeste de la capital, que está más cerca de la costa del Pacífico que de la cordillera de Los Andes, aunque de ninguna se distancia a más de una hora y media; las peculiaridades del país más angosto del mundo. En esta comuna forjó su amor por la Academia. Magallanes jugó en el estadio Santiago Bueras de Maipú en los inicios del nuevo milenio hasta 2015, donde pasó de las peores zozobras de su historia, incluida una estadía en la tercera división del fútbol chileno –conocida como el infierno para los equipos profesionales, porque es fácil llegar, pero muy difícil salir–. Jeremías tiene 35 años, pero es apasionado por Magallanes desde los 21, cuando solo era un apasionado del fútbol. Jeremías estudió pedagogía en historia. “Me gusta la frase ‘la historia del fútbol chileno es la historia de Magallanes’. Mi interés por Magallanes nació por la historia”, dice, además de su pasión por la estética ochentera.
En la actualidad, la Academia juega en el estadio Luis Navarro Avilés en San Bernardo, en el sur de Santiago, y donde ha forjado gran parte de su historia. Aunque, más allá del recinto que los acoja, por sus galerías aún se mantiene la esencia del fútbol: el cántico “R con A” o su himno “Manojitos de claveles”, que vocea que en el mundo no hay pinceles para pintar sus colores y que cuando sale a la cancha a los fanáticos se les estremece el corazón –un son infantil comparado con las barras bravas–; la señora Aurora que junta dinero para la rifa; los globos blancos y celestes; la deferencia con el hincha rival; los octogenarios que desafían al calor en verano y el frío en invierno –aunque varios fallecieron durante la pandemia–, y la familia, la sanguínea y la creada por Magallanes. “Siempre me ha gustado el fútbol de una manera social, el papel social del fútbol y la conformación de la identidad”, agrega Jeremías.
Uno de los hinchas ilustres de Magallanes es el periodista y profesor universitario Eduardo Santa Cruz, un entrevistado recurrente para hablar sobre la sociología de este deporte porque, como pocos en Chile, analiza el fútbol como un fenómeno social. Aunque, alejado de la academia pero siempre con la Academia, no se amilana para comentar los resultados de los partidos en el blog de aficionados de Magallanes ni en asistir al estadio de San Bernardo. En su libro Origen y futuro de una pasión (fútbol, cultura y modernidad) de 1996 plantea que hay tres tipos de fanáticos: el “espectador”, que ve cualquier partido solo como una alternativa para ocupar su tiempo libre; el “aficionado”, que tiene un equipo preferido, pero no está cerrado y, además, puede identificarse o simpatizar con otros, y el “fanático”, para quien el fútbol más que un espectáculo es una ceremonia, vive una unidad simbólica con el equipo de sus preferencias y tiene una adhesión casi religiosa. “Yo siempre me he identificado con ese fanático”, dice Jeremías, quien, de broma, le dicen que es como Platón porque vive de la Academia, una frase que, seguramente, robaron de la película argentina “El secreto de tus ojos”. Aunque esta descripción encaja mejor con la de los miembros de la Garra Blanca, porque la definición de Santa Cruz agrega que “en los tablones grita, canta y es solidario ‘a muerte’ con su equipo. Las derrotas son siempre culpa de otros: árbitros, canchas malas, lluvia o viento, etcétera. El fanático, entonces, no es crítico, sino devoto”.
Jeremías asistió ese 5 de marzo de 2023 al Monumental, ocultó los colores celestes de su vestimenta en la entrada del estadio y resistió la banca de concreto y la hostilidad de la barra brava local. “En la galería visitante, donde estábamos, tienes la salida de la ambulancia, alambres de púas para que no se metan o no salgan. Todo eso es horrible, está hecho para que te sientas mal”, recuerda. Se dice que Magallanes es el “padre de Colo-Colo” porque este equipo nació tras un cisma interno en la Academia hace casi un siglo. La prensa deportiva habla de una rivalidad histórica, aunque para los actuales magallánicos el rival por excelencia es Santiago Morning, otro club con pasado glorioso, pero con presente tremuloso. Jeremías espera nunca volver al estadio Monumental, dice, donde valoró la esencia de la barra de la Academia, romanizada hasta el hartazgo, pero sincera, real; una forma de ver fútbol que se pensaba extinta. “Disfrutar el partido y ver, a la vez, que la gente está cantando, que disfruta, es algo que ya casi no existe en el fútbol”.
Colo-Colo anotó dos goles, a Magallanes le anularon uno. De vez en cuando uno que otro garrero se encaramó en las rejas de los codos-galería para agraviar, pero no recibió reciprocidad desde la ratonera. Los magallánicos solo tuvieron energías para aguantar el dolor de las piernas provocado por las ominosas bancas de concreto. Unos minutos antes del fin del partido, la voz del estadio anunció que los visitantes debían esperar la autorización de la organización para abandonar el Monumental. Pasaron 10 minutos, 15. Poco a poco las galerías Arica y Cordillera se vaciaron, también las amenazantes galerías-codos. Pasaron 20 minutos, 30. El baño se inundó. Pasaron 40 minutos, 45. La noche cayó. Casi una hora después la organización autorizó la salida de la hinchada de Magallanes. Cabizbajos, cansados, derrotados, añorando un asiento con cojín sin ser amenazados por una masa de la cual no se le distingue la cara, pero que funciona como un glóbulo ocular, igual de impactante que el de Buñuel, que no pierde de vista a su adversario, a su rival, a su enemigo –y a veces a su compañero de hinchada–. El hincha de Magallanes quedó exangüe, patidifuso, al borde de la muerte anímica. Porque asistir al Monumental no es un acto de resistencia, sino que es estar en la capital de los demonios: el pandemónium.