El retrato oculto de Chile
23.05.2023
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23.05.2023
Una reflexión desde la literatura sobre qué retrato nos hemos dado a lo largo de la historia, y qué rostro muestra hoy el país: «El Partido Republicano se ha instalado como la alternativa opuesta a los trazos rápidos y toscos con que la pasada Convención retrató al país, pero borrando la complejidad de sus rasgos. El resultado es una versión abreviada hasta la violencia.» [más en #7M]
Nos cuenta Oscar Wilde de la vez que el pintor Basil Hallward subió a su ático junto a Dorian Gray para mostrarle el retrato que le había pintado. Cuando Gray quitó la cortina que ocultaba la obra, Hallward vio, lleno de terror, que en lugar del rostro del joven se veía el de un hombre arruinado. De pie junto a él, Dorian Gray conservaba su aspecto juvenil e inocente, pero a cambio de que solo el retrato mostrara el paso del tiempo sobre su cuerpo; un cuerpo envejecido y deformado por la culpa. El resultado de la confesión en este famoso relato es esperable: Dorian Gray asesina a Hallward por exponer el verdadero efecto de las horas en su físico.
Algo de la desmesura de Dorian Gray se ha filtrado últimamente a nuestras tierras. Chile oculta su retrato, y cuando el país es enfrentado a su historia —las horas acumuladas de este cuerpo colectivo— se tiende a recurrir ya sea a la violencia directa o a una agresiva simplificación del debate. El ciclo que ha ido desde el estallido social a su reacción en el triunfo de la derecha dura en la elección de consejeros constitucionales del pasado domingo muestra, entre otras cosas, el empeño de un país por no querer ver su retrato.
No es una exageración decir que durante la revuelta de octubre de 2019 confrontamos un rostro de Chile marcado por las injusticias, lo cual se manifestó, con una velocidad imprevista, en una estética de la espontaneidad que generó vertiginosamente héroes y enemigos, victimarios y mártires, en todas las direcciones políticas; ocupando además todos los medios posibles: el ya legendario cacerolazo, coros sinfónicos ciudadanos, bombas molotov y balines, canciones de Los Prisioneros, stencil sobre muros y peñascazos. La expresión institucional de todo ello en la Convención Constitucional transformó la espontaneidad en espectáculo, desde una caótica instalación entre clamores y bombas lacrimógenas, a los conocidos bochornos del falso enfermo, la representante procaz o el voto en la ducha. El organismo de representación replicó metafóricamente a la calle, y, al filtrar sus imágenes, también la intensidad de sus antagonismos.
La respuesta conservadora a todo aquello aparece hoy triunfante en las urnas, aunque no ha hecho más que simplificar, agresivamente, la historia del rostro retratado. El Partido Republicano se ha instalado como la alternativa opuesta a los trazos rápidos y toscos con que la pasada Convención retrató al país, pero borrando la complejidad de sus rasgos. El resultado es una versión abreviada hasta la violencia. En un libro propio titulado Ruta republicana, Rojo Edwards —quizá el más explícito ideólogo del grupo— atribuye a Diego Portales la organización de un nuevo orden que consiguió orientar la otrora «caótica situación interna» del país, y que en adelante iba a permitir que:
… bajo la égida del respeto a la autoridad, el orden público y la libertad económica, Chile lograría sendos éxitos económicos y sociales, forjando su orgullo nacional y sentido de pertenencia. De esta forma, en un proceso que tomaría cuatro siglos, se conformaría una sola nación bajo una bandera, la chilena. [EDWARDS 2021]
La reducción del ideólogo republicano se instala en una tradición de la derecha chilena que astutamente secuestra la historia, la amordaza y la vuelve estrecha, con el fin de someterla a un llamado mesiánico a la acción política [1]. Jaime Guzmán defendió el Golpe militar con una estrategia parecida, al decir que «las Fuerzas Armadas son en Chile instituciones que conforman la columna vertebral de la sociedad chilena» [citado en FONTAINE 1991, p. 454]. La tesis de Guzmán era que los militares —y no las élites políticas ni las crisis económicas, ni las revueltas populares— serían el elemento activo de nuestra historia:
No es una casualidad que los grandes cambios político-institucionales a lo largo de toda nuestra historia hayan tenido una presencia decisiva de las Fuerzas Armadas. Ello se dio en la Independencia; más tarde en el surgimiento del régimen portaliano o la república en forma, a partir de 1831. Se dio también en 1891, en la revolución y la guerra civil de ese año, y emergió de nuevo en 1924 con otra intervención militar, muy ligada al surgimiento de la Constitución de 1925. [Ibíd., p. 545]
Tal condición no legitimaría por sí sola el Golpe refundacional de 1973. La historia, según Guzmán, también justificaría instituciones tales como el Consejo de Seguridad Nacional, que haría «oficial, responsable, responsabilizable y jerarquizada» la participación de las FF. AA. en el orden político para defender al país de «una realidad peligrosa y singularmente delicada dentro del Occidente», que es como el abogado gremialista describe al Partido Comunista en el documento citado.
En este sentido, el retrato de la derecha contemporánea imitaría al exquisito Dorian Gray, quien esconde las marcas del tiempo en su rostro y entrega, en cambio, un retrato compuesto por la simétrica y siempre renovada imagen del orden.
***
No hay quien no identifique en el triunfo republicano del pasado domingo 7 de mayo una respuesta directa a la actual crisis de seguridad, más que a las circunstancias del proceso constituyente previo, y es esperable que así sea. Sin embargo, la escala de esta victoria en las urnas viene a enterrar otras muchas conquistas de parte de la dirección consciente de la rebelión en la escritura de una nueva Carta Magna para el país.
Si durante el tiempo del estallido y la Convención, Chile fue —pese a un torbellino de diferencias inarticuladas— mucho más de lo que las instituciones podían describir, en esta nueva reacción post 7-M, el país es mucho menos: más acotado, controlable y obvio. Sin embargo, no estamos obligados a elegir entre los caóticos trazos que haría un infante (que ve, sin poder capturar la complejidad del mundo) y las líneas estrictas y marciales de un padre autoritario (que limita el mundo para hacerlo seguro, y simultáneamente guarda bajo llave sus riquezas). Tal desequilibrio habla menos de Chile que de la pobreza de nuestros retratos.
Nuestra incapacidad para plasmar una imagen común del país que habitamos y pensamos no es un elemento fatal de la cultura chilena. En Autorretrato de Chile (1957), el escritor Nicomedes Guzmán (1914-1964) recopiló hace casi siete décadas una serie de voces para pintar «un panorama integral de nuestra tierra y su vida» (Autorretrato 19), con elementos del todo distintos a los esbozos contemporáneos. Los ensayos por él recopilados viajan por geografías diversas, indagan en la intimidad de sus materias; recorren nuestros símbolos, nuestro arte y nuestros mitos identitarios. Son textos que no responden a un mismo patrón estético, ni mucho menos a una imagen reducida del país. Su principio es la multiplicidad, pues se trata de un libro coral, un grupo coordinado de voces. Es cierto que, bajo los parámetros de hoy, el catálogo de autores escogido por Guzmán entrega una visión limitada (por ejemplo, aparecen sólo tres mujeres —Gabriela Mistral, Marta Brunett y Winétt de Rokha—, y el único nombre indígena en el índice es un seudónimo [Lautaro Yankas, nombre con el que publicaba el talquino Manuel Soto Morales]), pero en lo que se presenta como una «una gran novela nacional», la comunidad se imagina formalmente desde su pluralidad en tensión, y no desde el mito del genio individual (bastante similar a la estructura de un líder carismático).
Autorretrato de Chile presupone que existe, aunque precaria y escasamente, una tradición de pensamiento chileno. Nicomedes Guzmán reconoce un pasado de visiones sobre nuestra tierra que son suelo fértil para cultivar un retrato. Tal como lo haría Jorge Luis Borges para reinventar Buenos Aires, el autor de La sangre y la esperanza elige a sus precursores: Lastarria, Bilbao, Ricardo Lachtam son algunos de los nombres que según él «han contribuido de modo esencial al hallazgo que necesitamos de nuestro propio semblante y de nuestra propia entraña». El retrato propuesto por el autor chileno se corresponde con lo que alguna vez Chesterton fijó como el principio democrático más radical: entender la tradición como la democracia de los muertos.
Para Nicomedes Guzmán, la conexión entre escritura y tierra no es programática, sino pasional y amorosa «Decir tierra es decir alma, y es decir, también, lucha, contribución a la cultura […], por sabernos parte de la gran familia que hace de la brega y la epopeya cotidiana una razón de convivencia universal» (Autorretrato 13). Esa transposición de la familia a la comunidad política —tan costosa para un país de castas de Alessandris y Freis; de Mattes, Vicuñas y Eyzaguirres— se pone en función de un principio de unidad que, sin embargo, da eficacia a cualquier programa político, imaginario nacional o incluso propaganda comercial (es posible que la mesa Té club sea la forma más acabada de esta estrategia).
El Autorretrato de Chile fue signo de la culminación de un largo y difícil proceso histórico de reconocimiento iniciado en 1925 y concluido en 1973. No sería una exageración decir que a mediados del siglo pasado Chile había alcanzado una segunda mayoría de edad —si la Independencia acaso fuese la primera—, en la capacidad de la república para retratarse a sí misma. Hoy esta capacidad se ha perdido en la euforia del avance. El retrato de Chile está oculto, pero sus fuentes aún están disponibles para expandir una vez más un rostro sobre el lienzo de nuestra historia.
[1] Por supuesto, no quiero defender que esta sea la tradición de toda la derecha chilena, ni tampoco la relación que los grupos conservadores han tenido con la historia. Los textos históricos de Mario Góngora son, sin duda, un ejemplo de un nacionalismo complejo, históricamente refinado, y muy lejos del reduccionismo contemporáneo. Las razones de por qué sobrevivió con más fuerza el relato simplificado en la política de los conservadores es urgente, y supera por mucho los límites de este ensayo.