Memoria histórica y representación del autoritarismo: Pinochet y Krassnoff en las celebraciones del triunfo de Kast
19.12.2025
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19.12.2025
El autor de esta columna escrita para CIPER profundiza en la aparición de imágenes y consignas asociadas a la dictadura militar durante las celebraciones del triunfo del republicano José Antonio Kast en las elecciones presidenciales. Sostiene que «en un país donde la represión fue política de Estado, la circulación celebratoria de imágenes asociadas a la dictadura interpela directamente a la ética pública. Frente a ello, el silencio no constituye prudencia académica, sino una renuncia a la función crítica del conocimiento. Pensar históricamente el presente, incluso cuando resulta incómodo, forma parte del compromiso intelectual con la democracia y con la memoria».
Créditos imagen de portada: Sebastián Beltrán / Agencia Uno
En los debates contemporáneos sobre memoria histórica y democracia, uno de los desafíos más complejos radica en la reaparición de símbolos asociados a regímenes autoritarios en el espacio público. En el caso chileno, la circulación reiterada de imágenes vinculadas a la dictadura cívico-militar (1973–1990) en contextos de alta visibilidad mediática plantea interrogantes que exceden la coyuntura política inmediata y remiten a una problemática histórica, ética y pedagógica de largo alcance.
Durante las recientes celebraciones públicas asociadas al triunfo electoral de José Antonio Kast, se observó con particular fuerza la exhibición de imágenes de Augusto Pinochet (ver foto que acompaña esta columna), así como de Miguel Krassnoff Martchenko, exoficial de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), condenado por múltiples delitos de lesa humanidad por tribunales de justicia chilenos. Estas imágenes no aparecieron de manera aislada ni en espacios marginales, sino en celebraciones abiertas y ampliamente difundidas a través de redes sociales y plataformas digitales, lo que les confiere una relevancia simbólica particular en el análisis del espacio público contemporáneo.
Desde los estudios de la memoria, se ha insistido en que el pasado no opera únicamente como un archivo cerrado, sino como un conjunto de representaciones activas que inciden en la configuración del presente. La memoria, en este sentido, no constituye un mero ejercicio retrospectivo, sino un dispositivo cultural que orienta prácticas, discursos y marcos de interpretación colectiva. Aquello que una sociedad decide recordar —y, de manera crucial, la forma en que lo hace— tiene consecuencias directas en la producción de sentido común y en los límites de lo socialmente aceptable.
Mi trabajo como investigador en literatura testimonial, particularmente en el análisis de las poéticas de Aristóteles España y Floridor Pérez, ha permitido constatar que el testimonio no busca clausurar el trauma ni ofrecer una reconciliación simbólica, sino preservar la huella de la violencia como advertencia histórica. En estos autores, la escritura funciona como archivo crítico: un registro que resiste el borramiento y que impide la normalización del daño. Desde esta perspectiva, la disputa por los símbolos del pasado no es un asunto secundario, sino estructural para la comprensión del presente.
La presencia de imágenes del exdictador y de un agente estatal condenado por crímenes de lesa humanidad en contextos de celebración política —como los observados tras el triunfo de Kast— no puede interpretarse únicamente como provocación, ironía o ejercicio individual de opinión. Se trata, más bien, de una operación simbólica que descontextualiza la violencia estatal y la reintroduce bajo formas visuales desprovistas de historicidad y responsabilidad jurídica. Cuando estas figuras son convertidas en íconos celebratorios o referencias identitarias, la violencia política deja de ser comprendida como experiencia histórica concreta y se transforma en un objeto de circulación simbólica. En ese tránsito, el daño no se elimina: se banaliza.
Diversos estudios sobre autoritarismo han señalado que estos fenómenos no reaparecen necesariamente como estructuras formales de poder, sino como lenguajes culturales e imaginarios sociales. La nostalgia por el orden, la legitimación de la autoridad incuestionable y la descalificación del testimonio como exceso emocional forman parte de estas dinámicas. En este marco, la circulación acrítica de símbolos asociados a la dictadura en contextos de celebración política contribuye a la reconfiguración del sentido común, especialmente entre generaciones que no vivieron directamente la experiencia del terror estatal, pero que acceden a ella a través de representaciones fragmentadas y deshistorizadas.
Frente a este escenario, suele apelarse a la necesidad de “no mirar hacia atrás” o de “separar el pasado del presente”. Sin embargo, desde una perspectiva histórica y pedagógica, avanzar sin memoria no constituye progreso, sino reiteración. La neutralidad, en contextos marcados por violencia sistemática, no equivale a equilibrio, sino a una forma de omisión estructurada que favorece la desresponsabilización. La literatura testimonial latinoamericana ha sido particularmente clara al respecto: el silencio no es ausencia de discurso, sino un discurso que, al no nombrar, protege al victimario y precariza la experiencia de las víctimas.
Cuestionar la circulación celebratoria de figuras históricamente asociadas a la represión estatal no implica restringir el debate ni censurar ideas. Implica restituir el marco ético y jurídico desde el cual una democracia puede sostenerse de manera consistente. La democracia no se reduce al procedimiento electoral ni a la competencia entre proyectos políticos; se funda también en principios normativos como la verdad histórica, la justicia y el reconocimiento del daño. Cuando estos pilares se debilitan, la democracia corre el riesgo de convertirse en una administración técnica del conflicto, incapaz de interrogar críticamente sus propias condiciones de posibilidad.
El problema, por tanto, no radica en la pluralidad de posiciones políticas, sino en la estetización del crimen de Estado y en su incorporación acrítica al repertorio simbólico contemporáneo. En sociedades que han experimentado violencia estatal sistemática, la exaltación o banalización de quienes encarnaron ese poder —incluidos agentes condenados por delitos de lesa humanidad— no constituye un gesto inocuo, sino una forma de violencia simbólica que erosiona los consensos mínimos sobre los cuales se construye la convivencia democrática.
La memoria histórica, entendida como práctica activa, no busca perpetuar el trauma ni anclar a la sociedad en el pasado. Su función es impedir la trivialización de la violencia y resguardar la responsabilidad intergeneracional. Nombrar críticamente la reaparición de estas figuras en el espacio público —incluida su visibilización en celebraciones políticas recientes— no es un acto ideológico en sentido estrecho, sino un ejercicio de responsabilidad histórica y académica.
En un país donde la represión fue política de Estado, la circulación celebratoria de imágenes asociadas a la dictadura interpela directamente a la ética pública. Frente a ello, el silencio no constituye prudencia académica, sino una renuncia a la función crítica del conocimiento. Pensar históricamente el presente, incluso cuando resulta incómodo, forma parte del compromiso intelectual con la democracia y con la memoria.