La banalidad del discurso y el «Golpe de Estado» como eslogan
06.12.2025
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06.12.2025
El autor de esta columna escrita para CIPER analiza el concepto de «golpe de Estado» y llama la atención sobre los peligros de banalizar su uso. Sostiene que «defender la democracia implica no solo resguardar sus instituciones, sino también la integridad y la seriedad de su lenguaje. Es hora de llamar a las cosas por su nombre y reservar el término «golpe de Estado» para aquello que realmente representa: la violenta y antidemocrática subversión del poder legítimo. El resto son desafíos políticos que deben ser enfrentados en el marco de las reglas democráticas, por difíciles que sean».
Créditos imagen de portada: Gobierno de Chile
El lenguaje es un elemento central del andamiaje de la democracia. Cuando los términos pierden su significado preciso, cuando las palabras de mayor peso conceptual se usan a la ligera, el debate público se empobrece y la capacidad de la sociedad para discernir la realidad se ve comprometida. En el Chile actual, ningún concepto sufre más esta erosión que el de «golpe de Estado», una frase que, de ser un grito de alerta ante la más grave amenaza democrática, ha pasado a ser un eslogan intercambiable.
Desde la caracterización de los eventos de octubre de 2019 hasta las recientes declaraciones de una parlamentaria electa, advirtiendo sobre un futuro «golpe» en caso de un gobierno de ultraderecha, presenciamos una preocupante trivialización. Es fundamental recordar qué es realmente un golpe de Estado.
Para la ciencia política y el derecho constitucional, un golpe de Estado se define como la toma ilegal y súbita del poder político por parte de un grupo minoritario (generalmente militar o una facción élite civil organizada), con el objetivo de derrocar al gobierno constitucionalmente establecido e imponer un nuevo orden por la fuerza o la amenaza directa de ella. Sus elementos clave son la ilegalidad flagrante, la rapidez de la acción, la iniciativa de una facción que busca sustituir el poder constituido, y la abolición o quiebre radical de la institucionalidad democrática. No es una crisis de gobierno, no es un estallido social, no es una dificultad para gobernar. Es un quiebre deliberado y forzoso del orden constitucional.
Bajo esta definición rigurosa, calificar el estallido social de octubre de 2019 como un «golpe de Estado» es una grave distorsión. Si bien esos días estuvieron marcados por un descontento social masivo, violencia, vandalismo y un profundo cuestionamiento al modelo, no hubo una facción organizada intentando derrocar al gobierno para instalarse en el poder. La institucionalidad democrática, aunque severamente puesta a prueba, se mantuvo. La respuesta política canalizó el descontento a través de mecanismos institucionales, como el acuerdo por una nueva Constitución y el subsiguiente proceso. Lo que vivimos fue una profunda crisis política y social, no una subversión de poder en los términos que define un golpe.
De igual forma, cuando líderes políticos alertan sobre un posible «golpe» en el futuro, atribuyendo su origen a las dificultades que enfrentaría un eventual gobierno de ultraderecha, se instrumentaliza peligrosamente este concepto. Las tensiones políticas, la dificultad para construir consensos y gobernar, o la hostilidad de la opinión pública, son parte inherente del juego democrático. Confundir la polarización, la inestabilidad o la incapacidad para construir mayorías con un intento de golpe de Estado no solo es erróneo, sino que trivializa una de las experiencias más traumáticas que una nación puede vivir. Al activar irresponsablemente un término tan cargado históricamente, estas declaraciones tienen la capacidad de infundir temor y ansiedad en una población con un profundo trauma colectivo aún presente. Es una cuestión no solo teórica, hay una generación completa en nuestro país que lo vivió en carne propia con heridas aún abiertas.
Hannah Arendt, en su tesis sobre la «banalidad del mal», observó cómo los actos más atroces podían ser cometidos por individuos comunes que simplemente se negaban a pensar críticamente sobre las implicaciones de sus acciones dentro de un sistema. De manera análoga, podríamos hablar de la banalidad del discurso político, donde la repetición irreflexiva y descontextualizada de términos de gran carga histórica y semántica –como «golpe de Estado»– despoja las palabras de su significado. Al usarlo como un mero insulto o una advertencia retórica vacía, nos volvemos insensibles a su verdadera dimensión. Se pierde la capacidad de distinguir una crisis de gobernabilidad de una amenaza real a la democracia, tal como la «banalidad del mal» impedía reconocer la monstruosidad detrás de la burocracia genocida.
Chile, por su dolorosa historia, es un país que conoce, por experiencia directa, lo que es un golpe de Estado: el 11 de septiembre de 1973 es el hito ineludible de un quiebre institucional forzado. Ese evento no es solo un hecho histórico, sino una profunda cicatriz en la memoria colectiva, un trauma generacional que define nuestra comprensión de la fragilidad democrática. Pero nuestra historia también ha conocido otras formas de subversión o desafíos violentos al orden. Diversos momentos de la república han visto la gestación de proyectos o acciones que buscaron imponerse por vías extra-constitucionales, ya sea mediante la fuerza armada, la violencia política o el desconocimiento sistemático de las reglas del juego. Estas amenazas a la estabilidad institucional es crucial analizarlas con rigor histórico, sin caer en generalizaciones que igualen fenómenos intrínsecamente distintos.
La insistencia en una definición precisa no es un capricho académico; es una necesidad democrática vital. El uso irresponsable del término «golpe de Estado» no solo contribuye a la polarización y mina la confianza en las instituciones, sino que impide reconocer los verdaderos peligros cuando estos sí se manifiesten. Al trivializar el lenguaje y jugar con el temor que el término genera, banalizamos también la capacidad de defendernos de las amenazas reales a nuestra convivencia democrática.
Defender la democracia implica no solo resguardar sus instituciones, sino también la integridad y la seriedad de su lenguaje. Es hora de llamar a las cosas por su nombre y reservar el término «golpe de Estado» para aquello que realmente representa: la violenta y antidemocrática subversión del poder legítimo. El resto son desafíos políticos que deben ser enfrentados en el marco de las reglas democráticas, por difíciles que sean.