¿Es el liberalismo uno de los bandos de una “guerra cultural”?
28.11.2025
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28.11.2025
Los autores de esta columna dicen que hay una contradicción vital en el liberalismo si es que se plantea estar en una «guerra cultural» con el progresismo. Sostienen que «Lo extraño es que haya quienes afirmen defender la libertad y al mismo tiempo aspiren a ganar una ‘guerra cultural’. Pluralidad y antagonismo, diversidad y supremacía, liderazgo y dominio son pares de conceptos que se contraponen en virtud de comprensiones incompatibles, tanto de la naturaleza humana como del sentido de la política. Pretender que al hablar de libertad y pluralidad estamos hablando de lo mismo que una ‘guerra cultural’, es tener un serio problema de comprensión, pero es aún más preocupante que esta postura sea defendida por académicos de creciente influencia, quienes se han dedicado a escribir libros para predicar a las masas las bondades de la sociedad libre».
Créditos de portada: Jesús Martínez / Agencia Uno
Desde hace algún tiempo se habla sobre la existencia (o sobrevivencia) de una derecha liberal en la política chilena. El tema es más pertinente tras la catástrofe electoral de Chile Vamos, simultánea a la irrupción del Partido Nacional Libertario, cuyos líderes afirman constantemente que sus ideas se inspiran verdaderamente en el liberalismo clásico. La pregunta sobre cuál es el genuino liberalismo es problemática, puesto que siempre ha habido tensiones dentro del canon de autores liberales —como ha expuesto Cristóbal Bellolio en Liberalismo: Una cartografía (2020)— en cualquier caso, no cabe duda de que la libertad ha cobrado un renovado interés en la discusión pública chilena.
Ahora bien, llama la atención que algunas de las reivindicaciones recientes del liberalismo están acompañadas del reconocimiento de una “guerra cultural”. Este concepto ha sido popularizado en la discusión chilena por Axel Kaiser, hermano de Johannes, el excandidato libertario. En términos simples, la “guerra cultural” supone la existencia de una disputa fundamental en la esfera pública, donde se enfrentan irreconciliablemente las diferentes visiones políticas y morales sobre cómo debería regirse la vida social. No parece una idea muy novedosa, pues la diversidad humana siempre ha dado como fruto una discusión infinita sobre la verdad y el deber ser. Sin embargo, lo peculiar de este enfoque es que se refiere a la diversidad en términos bélicos; supone que las visiones de mundo sobre la verdad y el deber ser son irreconciliables.
El concepto de “guerra cultural” proviene de los Estados Unidos, donde fue acuñado por políticos e intelectuales conservadores en los años 90. Reconocen como enemigo a la izquierda “progresista” —la agenda por los derechos LGBT, el derecho al aborto, etc., puede remontarse hasta la contracultura hippie—. En su carácter reactivo, se inspiran en algunas ideas de origen neomarxista —como la idea de intelectual orgánico de Gramsci— y del agonismo político de Schmitt. Con estos precedentes, es al menos dudoso que se trate de un planteamiento coherente con el liberalismo. Sin embargo, en el escuálido debate público criollo, las mismas personas que dicen defender al liberalismo, son las que creen participar de una “guerra cultural”. Ambas ideas son irreconciliables, como argumentaremos a continuación.
La defensa de la libertad supone que los individuos tenemos la competencia —al menos potencial— para discernir por cuenta propia una idea de vida buena y, en consecuencia, decidir un proyecto vital conforme a nuestros intereses y valores. El liberalismo reconoce la importancia de que cada individuo use su propio juicio para comprender el mundo y decidir cómo vivirlo, aun cuando no todos llegarán a las mismas respuestas sobre las preguntas vitales. La defensa de la libertad es al mismo tiempo una valoración política de la diversidad humana. Como ha destacado Hannah Arendt, la condición básica de la vida humana es la pluralidad, es decir, que todos somos igualmente libres, al mismo tiempo que somos todos distintos y, por lo tanto, únicos.
De lo anterior se extrae la conclusión de que la política es el ámbito donde se aspira a posibilitar la convivencia de la diversidad, el espacio de encuentro y aprendizaje entre quienes no son idénticos. Se trata de un encuentro que respeta la autonomía del otro, y esto lo consigue —como ya advertía Kant— mediante el recurso a la razón pública. Esta versión de la política, como se ve, es del todo incompatible con la idea de que el espacio público consiste en una “guerra cultural”, una lucha de suma cero donde cada bando busca imponerse y silenciar al contrario. En la lógica de la “guerra cultural”, no hay un espacio de encuentro y aprendizaje del otro, sino de atrincheramiento identitario. En este sentido, se busca la defensa de mi libertad, pero no la del enemigo.
La “guerra cultural”, en definitiva, no es más que la idea de que la política es solamente conflicto, un lugar donde se resuelve por regla mayoritaria, donde la mayoría se conquista culturalmente, cuál de las partes beligerantes se adjudica la legitimidad de la verdad y la moral. Así, la política es la cancelación de la pluralidad en aras de la supremacía de la propia verdad. Se trata de una idea ajena a la mayoría de corrientes liberales, en las que más bien hay una apelación al diálogo racional y la cooperación con el otro.
Por supuesto que en la política hay conflicto, que la diversidad humana implica el desacuerdo y la pugna por el poder, por la verdad y por la idea de bien. Lo extraño es que haya quienes afirmen defender la libertad y al mismo tiempo aspiren a ganar una “guerra cultural”. Pluralidad y antagonismo, diversidad y supremacía, liderazgo y dominio son pares de conceptos que se contraponen en virtud de comprensiones incompatibles, tanto de la naturaleza humana como del sentido de la política. Pretender que al hablar de libertad y pluralidad estamos hablando de lo mismo que una “guerra cultural”, es tener un serio problema de comprensión, pero es aún más preocupante que esta postura sea defendida por académicos de creciente influencia, quienes se han dedicado a escribir libros para predicar a las masas las bondades de la sociedad libre. Desde sus púlpitos intelectuales, buscan la manipulación emocional con un discurso simplista, que no solo carece de rigor intelectual, sino que además contribuye al mayor deterioro del debate público.