Demoliendo hoteles: una imagen de las elecciones legislativas en Argentina
06.11.2025
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06.11.2025
El autor de esta columna analiza los resultados de las legislativas del 26 de octubre recién pasado en Argentina, y proyecta los posibles escenarios que se abren, hasta el de una reelección de Javier Milei. Sostiene que «Argentina entra así, una vez más, a una zona de promesas. El temblor pareciera haber pasado. El país le devolvió la motosierra a Milei y le permite profundizar su trabajo. Con el tercio del Congreso asegurado, se abren varios escenarios posibles para los próximos dos años. El primero es el de la consolidación (…) El segundo escenario es la parálisis social (…) Queda la tercera vía: la guerra total».
Créditos de portada: Agencia Parla Vía / Agencia Uno
El domingo 26 de octubre, Argentina no fue a votar: fue a terminar una demolición. Si las elecciones presidenciales de 2023 fueron el prólogo rabioso, la elección de ese fin de semana para elegir diputados y renovar parte del Senado fueron el estruendo, casi una puesta de lápida, a la política tradicional del país trasandino. Buenos Aires representó la ciudad de la furia y las provincias confirmaron que ahora el mapa y la ruta es otra. A pesar de los escándalos y conciertos, el oficialismo de Javier Milei logró sobrevivir, tiñendo de púrpura la mayoría del país.
Ahora, si bien los resultados no le entregaron la posibilidad de reescribir las reglas institucionales, sí tiene el respaldo de la primera minoría de los ciudadanos argentinos (un 40,7% a nivel nacional). Como en toda gran obra argentina, la historia principal no está en el aplauso del ganador, sino en el silencio de los que cayeron y, sobre todo, en los que ni siquiera asistieron a la función.
Luego de la caída de la dictadura argentina y la victoria de Alfonsín, la historia política argentina repitió el mismo patrón: en las elecciones de medio término el oficialismo siempre pierde. Desde la ciencia política lo entendíamos como el “voto castigo”: aquel momento en que la sociedad, decepcionada de la luna de miel, le da un tirón de orejas al gobierno. Pasó con Alfonsín, con Menem, con De la Rúa, con Néstor y Cristina Kirchner y con Macri (aunque para ser riguroso, este último empató). Sin embargo, el domingo 26 de octubre, Javier Milei se transformó en el matador que rompió la tradición. Todo esto bajo la complicidad de la oposición que, en la práctica, no hizo nada por establecer un discurso claro que propusiera un modelo de sociedad alternativo al libertarianismo de Milei.
Las principales figuras de la oposición pensaron que la gente iba a castigar a Javier Milei por su comportamiento. Para ser sincero, esta creencia tenía cierto sustento. El gobierno de Milei ha estado constantemente enfrentando polémicas: los recortes a la educación y la salud, la represión a jubilados, la promoción de una estafa cripto vía Twitter (me niego a decirle X) y los audios que evidenciaban una potencial trama donde Karina Milei, la hermana del presidente, recibiría el 3% de los sobreprecios en la compra de medicamentos.
Así, la oposición, con una campaña centrada únicamente en “frenar a Milei”, algunos de los sindicatos y los gobernadores cantaban en voz baja y esperaban que el ajuste económico y las polémicas hicieran su trabajo. Tal como señala Pablo Lezcano: “Quieren bajarme, pero no saben cómo hacer”. Por el contrario, el gobierno realizó una campaña propagandística eficaz, con múltiples viajes a provincias clave que lograron impulsar el voto antiperonista.
El resultado fue una anomalía histórica: el oficialismo creció 13 puntos respecto a su ya alta elección presidencial. Con 64 diputados nuevos, La Libertad Avanza (LLA) igualó el récord histórico de 1994, el del menemismo en su apogeo. Milei no recibió un tirón de orejas; recibió el tercio del Congreso necesario para sostener sus vetos. Fue la validación de la furia. La sociedad, o al menos la parte que votó, miró a la dirigencia tradicional que esperaba su caída y le dijo: “El Matador somos nosotros».
Toda tragedia necesita un antagonista que caiga, y el peronismo jugó ese papel con una dignidad casi ausente. Si la elección de Milei en 2023 representó la caída del sistema de partidos sostenido por la disputa entre el Partido Justicialista, la Unión Cívica Radical y el PRO de Macri, la de 2025 fue el entierro. El peronismo, bajo el sello de “Fuerza Patria”, apenas superó el 33%. Ya no es solo una fuerza hegemónica que sufrió un traspié. Más bien, se consolidó como una segunda minoría clara, fragmentada y casi dependiente de una Cristina Fernández de Kirchner con arresto domiciliario.
Mientras el oficialismo celebraba, en la sede del Partido Justicialista se escuchaba la melancolía de “Cementerio Club” de Spinetta. La vieja guardia, los que “pueden volver”, se encontraron con que ahora parecen ser “Los dinosaurios” del sistema. Si no hacen nada, corren el riesgo de desaparecer en la fragmentación. El kirchnerismo y el radicalismo de la UCR (reducido a una expresión mínima) ya no son los protagonistas del drama.
La oposición hoy es un rompecabezas sin manual de instrucciones, esperando que aparezca alguien que los ordene. Opciones tiene: podría ser Axel Kicillof, el gobernador de la provincia de Buenos Aires; Juan Grabois, representando al ala más izquierdista del PJ; o Sergio Massa, el perdedor ante Milei. Lo cierto es que en la demolición del domingo quedaron sepultados bajo los escombros de su propia pasividad.
El escenario tuvo un actor internacional clave: el Estados Unidos de Donald Trump. Aquí es donde el voto emocional se conectó con la geopolítica. El apoyo explícito de Trump a Milei, y los rumores de un apoyo condicionado de Estados Unidos a la Argentina siempre y cuando el oficialismo ganara, plantearon una elección polarizante que trascendió lo local. El gobierno usó esto como un escudo: cualquier ataque de la oposición era un intento de volver al “eje zurdo del mal”, centrado en la Venezuela de Maduro y la decadente Cuba.
El votante argentino debió escoger entre un oficialismo lleno de escándalos versus la opción de que peronismo/kirchnerismo estancaran el proceso político. El resultado sugiere que una mayoría prefirió el pragmatismo junto a Estados Unidos antes que entregarle el poder de veto a la oposición. Así, Argentina eligió el caudillismo de Trump, señalando el alineamiento hacia el bloque occidental.
Aquí es donde la historia se vuelve realmente compleja. El triunfo de LLA fue tan contundente como el silencio del ausentismo. La participación, cercana al 68%, se consolidó como la cifra más baja desde 1983. Así, casi 1 de cada 3 argentinos decidió no participar. Es gente que no expresó su apoyo al gobierno, pero que tampoco optó por el freno que proponía la oposición. Como en casi todas las democracias occidentales, la abstención electoral es el gran “elefante en la habitación” del que nadie habla. La falta de interés a la hora de entender a esta población que tiene el poder de cambiar los resultados no ha sido develada.
¿Es apatía? ¿Es desinterés? O incluso peor, ¿es un repudio silencioso al todo?
Este 32% es el fantasma en la máquina. Es la prueba de que el mandato de Milei, aunque validado, no es total. Gobierna sobre una sociedad fracturada, donde una parte validó al gobierno, mientras que otra parte considerable le negó incluso su presencia.
Argentina entra así, una vez más, a una zona de promesas. El temblor pareciera haber pasado. El país le devolvió la motosierra a Milei y le permite profundizar su trabajo. Con el tercio del Congreso asegurado, se abren varios escenarios posibles para los próximos dos años.
El primero es el de la consolidación. En este, Milei usa su nuevo poder legislativo y el blindaje internacional de Trump para profundizar la demolición. Si logra estabilizar la economía, el peronismo podría no encontrar jamás a su misterioso alguien que lo rescate, y los dinosaurios de la política finalmente se extinguirían. En este cuadro, Milei se consolida y asegura su reelección.
El segundo escenario es la parálisis social. Aquí, el 40,7% que lo votó no es suficiente para gobernar. Los que se abstuvieron despiertan y se recrudece las protestas. En la calle, la represión a jubilados y el desfinanciamiento universitario sí se vuelven relevantes. Aunque Milei tenga el poder de veto en el Congreso, la calle le impone un empate técnico, una parálisis total.
Queda la tercera vía: la guerra total. En esta, Milei interpreta el 40,7% como un cheque en blanco. Ignora al Congreso y gobierna por decreto, profundizando la represión. La oposición, arrinconada y oliendo el peligro, se unifica en una guerra total contra un gobierno que tildan de autoritario. Sería el escenario final de la ruptura institucional.
Pero la verdadera pregunta trasciende estos dos años. ¿Qué ocurrirá cuando el mandato termine? Si el matador pierde en 2027, ¿veremos a un nuevo Trump o un Bolsonaro en la Casa Rosada? ¿Será capaz de aceptar la derrota, o intentará, como sus aliados internacionales, destruir el tablero antes de ceder el poder? ¿Buscará retenerlo a toda costa, desafiando la misma institucionalidad que hoy usa para consolidarse? Esa es la duda que define si la demolición del hotel fue para construir algo nuevo o solo para quedarse con los escombros.
El tango siempre se baila de a dos. Milei ahora tiene el poder. La pregunta que define la era que comienza es quién, exactamente, será su pareja de baile: ¿el 40% que lo ovacionó o el 32% que apagó la luz y se fue a dormir? Mientras tanto, en esa fractura, solo resuena la plegaria de León Gieco: “Sólo le pido a Dios” que el futuro, sea cual sea, no les sea indiferente.