¿Es posible cerrar las fronteras? Comentarios sobre las propuestas políticas en materia fronteriza
26.10.2025
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
26.10.2025
Los autores de esta columna analizan la factibilidad de cerrar la frontera propuesta en el marco de la carrera presidencial. Sostienen que “es posible desglosar que el análisis geográfico, político y social evidencia que cerrar las fronteras de Chile es una meta imposible y contraproducente. La extensión territorial, la vida transfronteriza y los compromisos internacionales hacen inviable una clausura física o militar. Más aún, esa estrategia debilitaría la presencia estatal y deterioraría la convivencia en los márgenes del país”.
Créditos de portada: Johan Berna / Agencia Uno
El aumento del ingreso irregular de personas, acentuado por la crisis venezolana y la deficiente implementación de la Visa de Responsabilidad Democrática, tensionó la política migratoria desde 2021. Ante ello, distintos actores políticos han recurrido al cierre total de fronteras como promesa de campaña. No obstante, tal medida carece de sustento técnico y de viabilidad práctica.
En este sentido, se torna habitual en escenarios político-electorales la frase “Vamos a cerrar las fronteras” durante las campañas. Bajo un discurso centrado en la seguridad y el control migratorio, esta idea se concentra casi siempre en el norte del país, en especial en el paso fronterizo de Colchane, límite entre Chile y Bolivia.
Este artículo examina las dimensiones geográficas, políticas y sociales de la frontera norte, con el objetivo de evaluar si un cierre efectivo es posible o si responde, más bien, a una lógica discursiva antes que a una estrategia factible.
La geografía chilena condiciona profundamente cualquier intento de control total de sus fronteras. La macrozona norte —que abarca Arica, Tarapacá y Antofagasta— cuenta con más de 2.600 km de frontera terrestre, atravesando desiertos, altiplanos y cordilleras. Estas zonas presentan condiciones extremas de temperatura, altitud y aislamiento, lo que hace inviable una vigilancia permanente.
Según la noción de frontera crítica (Comisión Nacional sobre Fronteras Interiores al Desarrollo Nacional, 1995), la complejidad topográfica y climática de la región impide un cierre físico efectivo. Las rutas irregulares proliferan en sectores donde la geografía limita la instalación de infraestructura o la presencia constante de personal militar o policial.
A nivel comparado, estudios como los de Andreas (2009) y Cornelius (2001) demuestran que las barreras físicas rara vez detienen los flujos migratorios, sino que los redirigen hacia zonas más peligrosas. En el caso chileno, la frontera norte constituye más un espacio de tránsito y adaptación que una línea de exclusión.
Más allá de su dimensión física, la frontera es también un territorio social y político. Las comunidades del altiplano han mantenido vínculos históricos y culturales previos a la delimitación estatal. Esta continuidad se refleja en prácticas cotidianas, como el comercio vecinal, las ferias altiplánicas y la educación transfronteriza.
La Tarjeta Vecinal Transfronteriza, vigente desde el Tratado de Paz y Amistad de 1904 entre Chile y Bolivia, permite el tránsito diario de habitantes de localidades contiguas. En Colchane, por ejemplo, es común que niños bolivianos crucen para asistir a escuelas chilenas, y asimismo, es común que comerciantes chilenos puedan sostener sus negocios diariamente en Pisiga, Bolivia. Entre otros, existen varios ejemplos relacionados a la cooperación transfronteriza, como es el caso de los tratados de controles simplificados que tiene Chile con Argentina. Por tanto, un cierre total implicaría la interrupción de estas prácticas legítimas, afectando derechos básicos y la cooperación local.
Asimismo, desconocer esta realidad social supondría aislar comunidades que ya enfrentan condiciones adversas y debilitar la presencia efectiva del Estado. Las políticas de control fronterizo deben considerar que la soberanía se ejerce también a través de la integración y el reconocimiento de los vínculos humanos que habitan estos territorios.
Entre las propuestas recientes destaca el plan “Escudo Fronterizo”, presentado por José Antonio Kast, que contemplaba muros y zanjas en la frontera con Bolivia. Sin embargo, el proyecto no detalló costos ni mecanismos de implementación, y su factibilidad, aunque interesante, resulta mínima.
Chile cuenta con más de 6.300 km de frontera terrestre, de los cuales 860 corresponden al límite con Bolivia. Construir un cerco de cinco metros de altura y tres de profundidad exigiría una inversión multimillonaria y una logística estatal inalcanzable. La topografía irregular, las condiciones climáticas extremas y la falta de infraestructura refuerzan su inviabilidad.
Además, la evidencia internacional demuestra que este tipo de medidas no resuelve la migración irregular. Los muros de Estados Unidos con México o las vallas de Ceuta y Melilla en Europa solo han desplazado las rutas y aumentado la mortalidad. En el caso chileno, el cierre total afectaría además la cooperación fronteriza y los compromisos internacionales, como el Tratado de 1904.
Desde una perspectiva institucional, las Fuerzas Armadas enfrentan limitaciones de personal y recursos para sostener una operación de control continuo en la zona. La retórica del cierre desconoce que el territorio fronterizo combina tránsito humano legítimo, comercio local y redes familiares, siendo un espacio vivo y no un límite hermético.
En suma, el cierre de fronteras constituye una propuesta simbólicamente potente pero materialmente inviable. Su utilidad política radica más en capitalizar el temor y la inseguridad ciudadana que en ofrecer soluciones efectivas al fenómeno migratorio.
El desafío no es “cerrar” las fronteras, sino gestionarlas de manera eficiente y humana. La migración irregular es un fenómeno global que requiere coordinación regional y políticas de largo plazo. En lugar de muros, Chile necesita fortalecer la gobernanza fronteriza con tecnología, institucionalidad y cooperación internacional.
Las medidas recientes, como el uso de drones y sensores térmicos, representan un avance, pero insuficiente. Se requiere además inversión en servicios públicos, infraestructura y programas de desarrollo local en las regiones fronterizas. La presencia del Estado debe ir más allá del control policial y convertirse en un soporte de cohesión territorial.
Desde una mirada de derechos humanos, el control migratorio debe equilibrar soberanía y protección. Esto implica crear vías regulares y seguras de ingreso, así como fortalecer los mecanismos de registro, identificación y derivación humanitaria.
Finalmente, es posible desglosar que el análisis geográfico, político y social evidencia que cerrar las fronteras de Chile es una meta imposible y contraproducente. La extensión territorial, la vida transfronteriza y los compromisos internacionales hacen inviable una clausura física o militar. Más aún, esa estrategia debilitaría la presencia estatal y deterioraría la convivencia en los márgenes del país.
En definitiva, la seguridad fronteriza se alcanza con inteligencia, no con muros. Chile necesita políticas que reconozcan la complejidad del fenómeno migratorio, sin reducirlo a una cuestión exclusivamente de orden público. Una frontera moderna, gestionada con tecnología, cooperación y enfoque humano en conjunto con un enfoque de seguridad, es una frontera verdaderamente soberana. Así las cosas, es menester que las políticas migratorias y fronterizas se ciñan al debate en torno a políticas eficaces y gestiones inteligentes, y no a frases electoralmente rentables y simplistas.