Memoria en disputa: lo que revela el caso Bernarda Vera
12.10.2025
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12.10.2025
Las autoras de esta columna sostienen que el caso Vera demuestra la fragilidad institucional pero también confirma que mantener la búsqueda de víctimas de la dictadura siegue siendo necesaria. “Casos como el de Bernarda Vera —y como los cuatro nuevos identificados por el Servicio Médico Legal— nos interpelan a sostener una búsqueda que no solo persiga huesos, sino también verdad, reconocimiento, dignidad y justicia. La memoria, entendida así, no es un ejercicio del pasado, sino una forma de justicia presente”, concluyen.
Créditos imagen de portada: Stringer / Agencia Uno
A fines de septiembre, la noticia del caso Bernarda Vera sacudió el debate público con reacciones que fueron desde el desconcierto hasta la instrumentalización política. Para algunos el caso se convirtió en un ejemplo de errores históricos; para otros, en un argumento para relativizar la magnitud de las violaciones de derechos humanos cometidas durante la dictadura.
Sin embargo, el episodio tiene una dimensión más profunda: revela la persistencia de un problema estructural: la falta de verdad completa. En Chile, la búsqueda de las personas detenidas desaparecidas nunca ha concluido. Los vacíos que subsisten son el resultado directo de una política de Estado que diseñó e implementó la desaparición forzada para ocultar el crimen: cuerpos enterrados y luego desenterrados, identidades borradas, dedos amputados para impedir la identificación, una incertidumbre que perpetuó la impunidad.
Para la hija de Bernarda Vera, la posibilidad de que su madre esté viva puede no necesariamente ser una “buena noticia”; en realidad, significa reabrir una herida. Confirmar su identidad requiere peritajes, cooperación internacional, sobre todo, la voluntad de la propia mujer. Pero el foco no debería ponerse en el morbo de la comprobación, el reconocimiento público, o ante cierto público de la desaparecida ausente sino en lo que este caso dice sobre la fragilidad de nuestra memoria institucional.
Desde que se conoció el caso, algunos han insinuado que demuestra la falta de confiabilidad de los registros o que el Estado exageró el número de desaparecidos. Esa lectura es peligrosa – si no directamente negacionista – porque invierte el sentido de la historia. La desaparición forzada fue una práctica sistemática, no un conjunto de errores administrativos, o de unos pocos agentes. Que una persona esté con vida, no invalida la regla: al contrario, la confirma. Que esto ocurra 40 años después muestra hasta qué punto el país sigue atrapado en las consecuencias del encubrimiento y la impunidad.
Durante la dictadura la información sobre el destino de las personas fue deliberadamente destruida o distorsionada. Archivos fueron quemados, restos trasladados de fosas comunes, cuerpos arrojados al mar, a ríos o lagos. La negativa de los perpetradores a entregar información -y el silencio institucional posterior- impidió durante décadas reconstruir trayectorias. Incluso en la transición, el poder militar mantuvo capacidad de veto sobre la verdad. La Mesa de Diálogo de 1999, recordada como un intento de cooperación, terminó siendo un ejercicio frustrado: los datos entregados fueron parciales, anónimos e imprecisos.
Si aún persisten dudas sobre el paradero de algunas personas no es por negligencia de las familias ni por falta de voluntad del Estado democrático —que, con aciertos y errores, ha promovido querellas para investigar y sancionar a los responsables—, sino por una decisión política sostenida en el tiempo de ocultar la verdad. Quienes piden clemencia por razones humanitarias para los condenados o procesados, no hacen llamados para que estos entreguen información. Abrir una posibilidad de que aquellos privados de libertad o los que temen llegar a Punta Peuco deseen confesar a cambio de cumplir condenas más bajas o cumplirlas en régimen abierto debe ser evaluado a la luz de los resultados de la Mesa de Diálogo y su colaboración efectiva en los procesos penales.
Mientras algunos intentan usar el caso Vera para cuestionar los listados oficiales, otra noticia reciente demuestra lo contrario: el 2 de octubre, CIPER publicó que el Servicio Médico Legal identificó cuatro nuevas víctimas —José González, Óscar Vivanco, Ricardo de la Jara y Ricardo San Martín— ejecutadas en 1973 y sepultadas clandestinamente en el Cementerio General, sin estar reconocidas oficialmente como tales (ver aquí el reportaje).
El contraste es elocuente: mientras se cuestiona la posible salida de un nombre, hay al menos cuatro que recién ingresan a la historia oficial. Este no es un empate, es la búsqueda de la verdad. Esta paradoja muestra que los listados de víctimas no son un inventario cerrado, sino un trabajo en curso, sujeto a revisión permanente. Así, en este caso hay una persona que, según los antecedentes, fue reconocida erróneamente porque nunca se supo de ella al momento de levantar la información por la Comisión Rettig. Otras personas, sin embargo, nunca ingresaron a ese registro, como los casos confirmados por el Servicio Médico Legal, y un número significativo de casos sin resolución judicial ni identificación forense.
Las cifras oficiales, por tanto, debido al trabajo de búsqueda y pese al transcurso del tiempo es una verdad se va nutriendo con nuevos antecedentes. Lo que se conoce hoy, no es lo que se sabía antes. Cada hallazgo científico o judicial puede corregir, completar o ampliar esa memoria. Esa es precisamente la razón de ser del Plan Nacional de Búsqueda: revisar archivos, cruzar datos, corregir errores y reconstruir trayectorias vitales interrumpidas por la represión.
Pero este Plan no solo enfrenta desafíos técnicos; enfrenta también una batalla política y simbólica. En un contexto donde resurgen los discursos del negacionismo, la desconfianza y el “ya basta con el pasado”, cada nueva identificación o rectificación se vuelve materia de disputa. La verdad, en Chile, sigue siendo incómoda.
El derecho internacional es claro: la búsqueda de las personas desaparecidas no es una opción política ni un acto de buena voluntad; es una obligación jurídica permanente. Los Principios Rectores para la Búsqueda de Personas Desaparecidas, adoptados por Naciones Unidas, establecen que los Estados deben iniciar de inmediato las diligencias necesarias, mantener la presunción de vida mientras no haya pruebas concluyentes de muerte y garantizar la participación de las familias en todas las etapas del proceso.
Estos estándares, más que una formalidad, son un recordatorio de que la desaparición forzada no termina con la dictadura: sus efectos se prolongan mientras el Estado no cumpla con su deber de verdad, justicia y reparación.
El Plan Nacional de Búsqueda se inscribe en esa lógica. Es un esfuerzo institucional por pasar del trabajo fragmentado —a cargo de tribunales, familiares y organizaciones— a una política pública de Estado. Pero para que cumpla su objetivo, necesita blindarse de la manipulación ideológica. El caso Vera no debería usarse para desacreditarlo, sino para fortalecerlo: demuestra por qué es indispensable contar con mecanismos permanentes de verificación, coordinación y transparencia cuidando de las víctimas -sus familiares- como otro imperativo para el Estado, y actuando con humanidad.
El tratamiento mediático del caso también merece una reflexión, mostrar cada detalle de la vida de una persona, poniendo énfasis en el aspecto “sorprendente” o “contradictorio” de la historia ha contribuido a descontextualizarla, transformando un hecho de interés humano en un instrumento de disputa política. Este tipo de cobertura, más interesada en el impacto que en la comprensión, contribuye a un clima de sospecha hacia las víctimas y sus familias, y las políticas impulsadas sobre verdad y justicia.
El negacionismo contemporáneo no siempre adopta formas explícitas. Puede expresarse en tonos suaves: en la duda constante, en la ironía, en el “quizás no fue tan así”. Opera cuando se relativiza la gravedad de los crímenes o se busca equiparar la responsabilidad del Estado con la de las víctimas. En ese sentido, el caso Vera ha servido como un espejo que refleja la fragilidad del consenso democrático chileno en torno a la memoria histórica.
Que aún hoy se discuta si “vale la pena seguir buscando” demuestra que la herida de la dictadura no ha sido completamente asumida. La verdad sigue siendo un terreno en disputa.
Mientras algunos reclaman por una supuesta “excesiva amplitud” de las nóminas, otras familias continúan esperando reconocimiento y reparación. La reciente identificación de víctimas por el Servicio Médico Legal muestra que la búsqueda sigue dando frutos y que la historia oficial todavía se escribe. La pregunta no es si debemos seguir buscando, sino cómo garantizar que el Estado lo haga con independencia, rigor y respeto a la dignidad humana.
El caso Bernarda Vera, lejos de desmentir la historia de la represión, la ilumina desde otro ángulo: el de la fragilidad institucional y las deudas acumuladas de verdad. Nos recuerda que el silencio, la duda y el oportunismo político son formas contemporáneas de impunidad.
En una democracia madura, la memoria no debería ser una arena de disputa, sino un compromiso compartido. No se trata de reabrir heridas, sino de impedir que se cierren en falso. Mientras haya una familia que no sepa dónde está su ser querido, el Estado y la sociedad chilena siguen en deuda.
Casos como el de Bernarda Vera —y como los cuatro nuevos identificados por el Servicio Médico Legal— nos interpelan a sostener una búsqueda que no solo persiga huesos, sino también verdad, reconocimiento, dignidad y justicia. La memoria, entendida así, no es un ejercicio del pasado, sino una forma de justicia presente.