La indemnización por tortura y prisión política: los temas pendientes
11.09.2025
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11.09.2025
Las autoras de esta columna critican la actitud del Estado ante los actos de reparación de las víctimas de violaciones de derechos humanos durante la dictadura. Sostienen que «el tiempo, la desidia y la mezquindad institucional han jugado en contra de las víctimas. ¿Acaso el Consejo de Defensa del Estado espera que cada una de ellas deba litigar individualmente? ¿Que sean ellas quienes denuncien la negación de justicia ante instancias internacionales? ¿Se apuesta, en el fondo, a ganar por cansancio y a que el paso del tiempo termine por silenciar a los sobrevivientes que mueren lentamente? Chile ha avanzado, es cierto, pero aún ofrece respuestas tardías, parciales y condicionadas a quienes resistieron el horror de la tortura y la prisión política».
Créditos imagen de portada: Lukas Solís / Agencia Uno
El Informe Anual sobre Derechos Humanos en Chile desde el año 2003 ha revisado el rol de los tribunales en Chile frente a las desapariciones forzadas y la ejecución de las personas durante la dictadura, especialmente, las condenas a los agentes del Estado (y también a los civiles) que cometieron esos delitos.
La dictadura no solo hizo desaparecer y ejecutó a cientos de personas; también sometió a la tortura y la prisión política a cientos de miles, entre ellos niños y niñas, mujeres cuyos embarazos perdieron producto de la tortura, otras cuyos partos se adelantaron producto de la misma provocando secuelas al propio recién nacido. La experiencia de la prisión para niños y niñas, secuestrados con sus progenitores, testigos de la tortura a sus padres no se borra, perdura en el tiempo e impacta en su desarrollo progresivo y en su proyecto de vida.
Poco se habla de las que quedaron embarazadas de sus torturadores. La tortura se aplicó hasta los últimos días de la dictadura y no fue, de manera alguna, una práctica aislada. Sostener lo contrario —como algunas han dicho sobre la violencia sexual en el Congreso—, no solo resulta ofensivo, sino que tiene un efecto revictimizante y desconoce, además, las obligaciones del Estado en materia de reparación integral para las víctimas.
La Comisión de Prisión Política y Tortura reconoció a 27.153 víctimas, una cifra que da cuenta de la magnitud del horror pero que no refleja su real extensión: muchas personas afectadas no concurrieron a declarar ante la Comisión, pues no querían revivir esos hechos. En consecuencia, el número reconocido es apenas una parte de quienes padecieron estas violaciones de derechos humanos.
La justicia en materia penal respecto de las personas sobrevivientes de prisión política y tortura llegó tarde, cuando llegó. Durante décadas, las condenas a los responsables todavía son escasas, y algunos jueces y abogados integrantes persisten en la aplicación de la media prescripción por el tiempo transcurrido. Aún más, el Estado se demoró en responder de manera integral a la necesidad de reparar a las víctimas.
El reconocimiento de las personas como víctimas de tortura fue un hito importante, pero no responde a todas las obligaciones que pesan sobre el Estado. Las reparaciones otorgadas en forma de pensiones, que hoy no superan los 300 mil pesos, fueron declaradas ya en 2004 por el propio presidente Ricardo Lagos como simbólicas. Esta sinceridad es elocuente: no satisfacen el estándar de reparación integral exigido por el derecho internacional de los derechos humanos. Se trata de un beneficio enmarcado en los denominados “programas administrativos de reparación”, que no buscan reparar el daño individualmente causado, sino más bien distribuir un conjunto de medidas entre un alto número de víctimas. Programas de salud diseñados originalmente para atender a los familiares de las víctimas de ejecuciones y desapariciones forzadas son limitados frente a la masividad y necesidad de asistencia psicosocial.
Para que las pensiones cumplan con las exigencias de la reparación integral, deben ir acompañadas de otras medidas, entre las cuales se reconoce el ejercicio de acciones judiciales paralelas así como otros beneficios complementarios. Así lo ha sostenido la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso García Lucero vs. Chile en 2013 y en Maldonado Vargas vs. Chile en 2015. Ante ello cabe preguntarse: ¿es necesario que el Sistema Interamericano intervenga para que los tribunales reaccionen? La obligación de reparar no surge solo de una sentencia internacional: es una obligación general del Estado.
Pese a los pronunciamientos de la Corte IDH, el Estado persistió en una conducta contumaz: desconoció las implicancias de la reparación integral al excluir a sobrevivientes de la tortura como beneficiarias de la Pensión Garantizada Universal (PGU). En los hechos, se privaba a personas que cumplen con los criterios socioeconómicos para recibir beneficios universales, solo porque ya contaban con una pensión en calidad de expreso o presa política. Con la dictación de la Ley 20.255 este año se levantaron algunas de las incompatibilidades, pero las limitaciones permanecen.
Desde septiembre de 2025, recién las personas mayores de 82 años podrán acceder a ambas pensiones; un año después, los mayores de 75, y así sucesivamente, a pesar de que los beneficios de la PGU pueden otorgarse desde los 65 años. Condicionar la entrega de beneficios a la edad es, a nuestro juicio, cuestionable: las pensiones responden a beneficios de naturaleza jurídica distinta. Una es de reparación que reconoce parcialmente los daños producidos por la represión; la otra, un derecho de seguridad social universal que corresponde a toda persona que cumpla con los requisitos.
Una investigación desarrollada entre la Academia de Derecho Civil UDP y el Centro de Derechos Humanos de la Universidad Diego Portales sistematizó y analizó cómo la Corte Suprema ha resuelto demandas por indemnización por daño moral derivadas de tortura y prisión política. Litigar se transforma para las víctimas en un nuevo peldaño hacia el reconocimiento de los daños sufridos: las quemaduras con cigarrillos, yaganes o fierros, las fracturas ocasionadas por golpes, la pérdida de audición o traumas oculares, las lesiones permanentes a las articulaciones de las manos producto de los colgamientos, o las vejaciones, o las agresiones sexuales perpetradas a mujeres y adolescentes, o la vivencia en condiciones extremas de trabajo forzado, por ejemplo, en la Isla Dawson. No se trata solo de secuelas físicas, sino también psicológicas y de las huellas profundas en los proyectos de vida de los sobrevivientes. La literatura especializada indica que el recuerdo de la tortura también puede manifestarse en aspectos sobre la forma de disfrutar de la vida, en las emociones y reacciones, algunos de los síntomas del estrés postraumático. El tiempo pasa, pero las cicatrices quedan.
Muchos de los y las sobrevivientes de la tortura no solo perdieron sus trabajos, fueron expulsados de la universidad, expulsados del país o salieron al exilio. Los efectos de la represión son también intergeneracionales.
Ante esta realidad, constatamos la porfía del Consejo de Defensa del Estado que persiste en invocar la prescripción para impedir el acceso a indemnizaciones por daño moral. Llamativo resulta que algunos abogados integrantes en procesos penales buscan aplicar la media prescripción a los condenados y declarar la prescripción civil. Es decir, una negación de justicia por donde se le mire.
Una y otra vez, la Corte Suprema revierte esas posiciones, subrayando la incoherencia de considerar que la acción penal por delitos de lesa humanidad como la tortura es imprescriptible, pero que su correlato civil indemnizatorio sí estaría sujeto a la prescripción. El máximo tribunal ha sostenido con claridad que esa postura contraviene las obligaciones internacionales asumidas por Chile, que obligan a otorgar reparación integral a las víctimas. Además, la Corte ha declarado que las reparaciones otorgadas por ley no son incompatibles con las indemnizaciones judiciales por daño moral.
La terquedad del Consejo de Defensa del Estado no solo ha dilatado el cumplimiento de esta obligación: ha revictimizado a las víctimas. Y si bien la Corte Suprema lleva más de una década reconociendo la obligación de reparar, sigue siendo difuso qué constituye un “monto justo” frente al dolor y sus secuelas. Las decisiones de la Corte señalan la dificultad de poder traducir aquello en un quantum. Cuando las sentencias no consideran las particulares vivencias de cada sobreviviente ni el impacto vital de la tortura y prisión política, los fallos no cumplen con el estándar de razonabilidad exigible. Algunas estrategias de litigio masivo desplegadas por abogados, dificultan que aspectos tales como la edad, género, tiempo de detención, sean considerados en las sentencias por los jueces mediante razonamientos acordes a sus obligaciones internacionales. No obstante, esas falencias no justifican que las indemnizaciones terminen siendo casi simbólicas, incluso inferiores a las otorgadas por un atropello en la vía pública.
El tiempo, la desidia y la mezquindad institucional han jugado en contra de las víctimas. ¿Acaso el Consejo de Defensa del Estado espera que cada una de ellas deba litigar individualmente? ¿Que sean ellas quienes denuncien la negación de justicia ante instancias internacionales? ¿Se apuesta, en el fondo, a ganar por cansancio y a que el paso del tiempo termine por silenciar a los sobrevivientes que mueren lentamente? Chile ha avanzado, es cierto, pero aún ofrece respuestas tardías, parciales y condicionadas a quienes resistieron el horror de la tortura y la prisión política.