Desatando nudos en la gestión de la Convivencia Universitaria: de la cultura del castigo a la cultura del diálogo
06.09.2025
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06.09.2025
Los autores de esta columna hacen un recuento de las iniciativas y normativas que buscan mejorar la convivencia en los recintos educacionales. Se detienen en un informe del CRUCH al respecto que, dicen, abandona el foco punitivo y se centra en el diálogo. Sostienen que «si las comunidades universitarias logran orientar este proceso hacia una cultura restaurativa y de diálogo, no solo estarán cumpliendo con un criterio de acreditación, sino que estarán honrando el impulso que ellas mismas originaron, y formando generaciones capaces de convivir en la diversidad y rechazar la violencia sin reproducirla».
Créditos imagen de portada: Rodrigo Fuica / Agencia Uno
Hace no más de cuatro años, la educación superior chilena viene experimentando un continuo y creciente proceso de regulación en materia de convivencia y atención a la violencia, con especial énfasis en la que ocurre por razón de género. Este proceso ha sido impulsado por las interpelaciones y demandas de las propias comunidades universitarias. Se han creado leyes, se incorporó esta dimensión en los criterios de acreditación, se precisaron mecanismos de fiscalización y se han puesto en marcha políticas públicas, consejos asesores ministeriales y otras medidas institucionales y normativas.
Entre estos hitos recientes destacan la promulgación de la Ley 21.369, que regula el acoso sexual y la violencia de género; el Criterio 7 para la acreditación de las universidades de la CNA; los oficios y marcos de la Superintendencia de Educación Superior; la Política Nacional de Convivencia Educativa; las recomendaciones del Consejo Asesor en Salud Mental para la Educación Superior y, más recientemente, el informe de recomendaciones que el Consejo de Rectoras y Rectores de Universidades Chilenas (CRUCH) presentó en marzo de este año.
El informe comienza con un diagnóstico sobre salud mental y convivencia en las universidades, que integra investigación, marcos regulatorios y análisis de contexto. Lo interesante es que lo hace desde un enfoque distinto al habitual: no se limita a inventariar normas o vacíos legales, sino que concibe la convivencia como un factor constitutivo del bienestar comunitario. Esa diferencia en la mirada es relevante, porque desplaza la atención desde lo meramente normativo hacia lo pedagógico y relacional. Desde ahí, el documento plantea un marco teórico que vincula convivencia y bienestar, identifica nudos críticos —como la superposición de regulaciones— y propone medidas innovadoras, entre ellas la formación en diálogo y la implementación de programas de mediación y justicia restaurativa.
¿Estamos ante un cambio profundo en la manera en que las universidades entienden y promueven la convivencia, o seguimos en un plano estructural que no alcanza a transformar las prácticas cotidianas?
El avance normativo ha sido tan intenso que ya no solo hablamos de “llenar vacíos” legales, sino de una verdadera superposición de leyes, reglamentos y protocolos que, aunque buscan proteger, a veces terminan dificultando la coherencia de su aplicación. Algo similar ocurrió en el sistema escolar chileno: frente a legítimas demandas por una convivencia más segura, se multiplicaron las normas sancionatorias, relegando el discurso pedagógico y las estrategias formativas. Dos ejemplos del sistema escolar. 1) frente a un hecho de violencia en la escuela se puede apelar a dos leyes: Ley Karin y Ley de Violencia escolar. 2) En total, 32 cuerpos legales, decretos y circulares hasta el año 2019 regían el abordaje y la gestión de la convivencia escolar en los centros educativos. En el ámbito universitario, este exceso regulatorio corre el riesgo de reducir la convivencia a un expediente administrativo, en lugar de potenciar como un proceso comunitario de construcción de relaciones justas y saludables.
A nivel institucional, los cambios son innegables. Varias universidades han creado unidades de convivencia y bienestar estudiantil, direcciones de género e inclusión y cargos específicos para la mediación de conflictos. En algunos casos, estos equipos trabajan de forma interdisciplinaria, integrando áreas jurídicas, salud mental y vida universitaria. Han surgido protocolos internos que incluyen mecanismos restaurativos, capacitaciones en resolución colaborativa de conflictos y redes de apoyo a personas que han sufrido violencia, malos tratos o discriminación. Sin embargo, los avances no son homogéneos: mientras algunas instituciones avanzan con propuestas integrales y sostenidas, otras siguen ancladas en respuestas reactivas y fragmentadas, centradas en la tramitación de denuncias sin ofrecer alternativas formativas o restaurativas.
Aunque el Informe del CRUCH apuesta por el diálogo y se distancia del punitivismo como única vía para abordar conflictos, en las comunidades universitarias persiste una fuerte expectativa de sanción. Frente a un conflicto, se recurre a instancias externas como oficinas jurídicas, dejando en segundo plano la participación directa de la comunidad en la resolución de sus propias controversias.
En los últimos años, prácticas como las “funas” o cancelaciones entre estudiantes, que se masificaron como respuesta ante la ausencia de dispositivos institucionales frente a la violencia de género, han abierto un debate sobre la cultura del castigo. Si bien buscan enfrentar violencias estructurales, terminan reproduciendo la lógica punitiva, normalizando el castigo como la única forma de gestionar el conflicto.
La justicia restaurativa ofrece una alternativa: en lugar de centrarse en la sanción, promueve la reparación y la transformación del conflicto en una oportunidad de encuentro, diálogo y aprendizaje colectivo. El informe del CRUCH aporta en esta línea al proponer formación en habilidades de diálogo y resolución de conflictos, algo que cada vez despierta más interés en las comunidades universitarias. Un ejemplo concreto de este impulso es la creación de la Red de Justicia Restaurativa de Universidades Chilenas (2019), que articula a equipos para intercambiar saberes y fortalecer herramientas en el abordaje comunitario de la convivencia.
La pregunta no es solo cómo regular mejor, sino cómo construir culturas universitarias que valoren el cuidado mutuo, la reparación y el aprendizaje colectivo por sobre la sanción automática. No olvidemos que todo este proceso no comenzó en oficinas ministeriales ni en los marcos regulatorios, sino en las comunidades que exigieron respuestas frente a la violencia y el deterioro de la convivencia. Retomar esa fuerza inicial es clave: si las comunidades universitarias logran orientar este proceso hacia una cultura restaurativa y de diálogo, no solo estarán cumpliendo con un criterio de acreditación, sino que estarán honrando el impulso que ellas mismas originaron, y formando generaciones capaces de convivir en la diversidad y rechazar la violencia sin reproducirla.
La oportunidad está sobre la mesa. Depende de nosotros y nosotras no dejarla pasar.