¿Paz entre Rusia y Ucrania?: cuando las percepciones geopolíticas se vuelven realidad
20.08.2025
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20.08.2025
El autor de esta columna hace una análisis de las distintas miradas que tiene cada uno de los protagonistas de las «conversaciones de paz» para intentar dar una salida a la guerra entre Rusia y Ucrania. Sostiene que «la paz, cuando finalmente emerja, no será el producto de la victoria moral de un conjunto de principios sobre otro, sino el resultado del agotamiento mutuo y el reconocimiento de realidades geopolíticas que anteceden y trascienden las preferencias ideológicas de los actores involucrados».
Créditos imagen de portada: www.president.gov.ua
Mientras en la Casa Blanca se desarrollaban conversaciones históricas entre Donald Trump, Volodymyr Zelensky y los principales líderes europeos, culminando con una llamada telefónica de 40 minutos entre Trump y Putin para «comenzar los arreglos» de una reunión bilateral seguida de una cumbre trilateral, en un momento captado por los micrófonos, Trump reveló su percepción de la disposición rusa: «Creo que él quiere hacer un trato conmigo, ¿entiendes eso? Por loco que suene». Las garantías de seguridad para Ucrania, según Trump, serían «proporcionadas por varios países europeos, con coordinación con Estados Unidos de América».
¿Cómo es que llegamos a este punto?
En las áridas páginas de «The Tragedy of Great Power Politics«, John Mearsheimer advertía sobre los peligros inherentes de la expansión de la OTAN hacia el este. No era una predicción temeraria, sino el resultado lógico de décadas de observación sobre cómo las grandes potencias interpretan las amenazas a su seguridad. Hoy, mientras las trincheras ucranianas se extienden por cientos de kilómetros y los obuses rusos continúan su mortífero trabajo, aquellas advertencias resuenan con la fuerza incómoda de una profecía autocumplida.
El conflicto ucraniano no emergió del vacío histórico. En junio de 1997, cuando la euforia post-Guerra Fría aún embriagaba las cancillerías occidentales, 50 prominentes expertos en política exterior estadounidense dirigieron una carta abierta al presidente Clinton. Entre sus firmantes se encontraban ex senadores, oficiales militares retirados, diplomáticos y académicos que habían moldeado la política exterior norteamericana durante décadas. Su mensaje era cristalino: la expansión de la OTAN constituía un error estratégico de proporciones históricas.
El prestigioso historiador militar británico, Michael Howard, y el experto en Rusia de Princeton, Stephen Cohen, cada uno en su momento, indicaron lo mismo. Owen Harries, creador del magazine, The National Interest, en los 90, lo ejemplificará de la siguiente manera: “Si se le humilla (a Rusia) aún más y se le desespera, podría ser peligroso de la misma manera que puede ser peligroso un animal herido”.
La carta de 1997 no era un documento aislado, sino parte de un corpus académico más amplio que cuestionaba la sabiduría estratégica de la expansión atlántica. Ya en 1998, Michael McCgwire había caracterizado la política como «un error de importancia histórica», mientras Lars Skalnes subrayaba que el neorrealismo y sus subteorías no podían explicar coherentemente esta decisión. La comunidad académica realista, lejos de ser unánime en sus prescripciones, había identificado tempranamente las fisuras que llevarían al actual enfrentamiento.
Todas esas opiniones, no eran producto de simpatías prorrusas o nostalgia soviética. Era la manifestación de una comprensión realista de cómo las grandes potencias perciben su entorno de seguridad. Stephen Walt, en su magistral «The Origins of Alliances«, había demostrado cómo los Estados responden no tanto a las intenciones declaradas de otros actores, sino a sus capacidades y proximidad geográfica. Para Moscú, la perspectiva de misiles de la OTAN a escasos kilómetros de sus fronteras no representaba una abstracción geopolítica, sino una amenaza existencial tangible.
Las percepciones, como bien comprenden los realistas clásicos, no se someten al tribunal de la verdad empírica. Simplemente son, y en su existencia radica su poder transformador de la realidad internacional. Cuando Vladimir Putin articula sus temores sobre el cerco occidental (antes lo hizo Yeltsin), no está necesariamente describiendo una amenaza objetiva, sino expresando una percepción que, para los efectos prácticos de la política internacional, se vuelve indistinguible de la realidad misma.
Las percepciones de seguridad rusas fueron sistemáticamente ignoradas por las élites occidentales. Esta ceguera perceptual no era accidental, sino el resultado lógico de una visión del mundo profundamente liberal-internacionalista que concibe las instituciones multilaterales como inherentemente benignas y las preocupaciones geopolíticas como anacronismos del pasado.
El campo de batalla ucraniano ha comenzado a dictar sus propias verdades, independientemente de las narrativas construidas en las capitales occidentales. Los indicadores militares objetivos sugieren una correlación de fuerzas que favorece progresivamente al lado ruso. La superioridad de artillera, la profundidad demográfica, la capacidad industrial bélica y la resistencia a las sanciones económicas han creado una dinámica donde la prolongación del conflicto beneficia desproporcionadamente a Moscú. Esta realidad material choca frontalmente con las expectativas occidentales iniciales de un colapso ruso rápido y definitivo.
La insistencia occidental en un cese al fuego como precondición para cualquier negociación de paz revela una comprensión deficiente de la lógica estratégica básica. Carl von Clausewitz, en su análisis de la naturaleza de la guerra, estableció que todo conflicto armado constituye la continuación de la política por otros medios. Desde esta perspectiva clásica, exigir a una potencia que está obteniendo ventajas militares progresivas que suspenda sus operaciones sin garantías sustantivas de un acuerdo definitivo constituye un ejercicio de irrealismo diplomático.
La propuesta de un cese al fuego ignora deliberadamente la asimetría fundamental en las posiciones de negociación. Ucrania, enfrentando una crisis demográfica severa, líneas de suministro extendidas y una creciente dependencia de apoyo occidental, requiere desesperadamente un respiro operacional para reorganizar sus fuerzas, reentrenar personal y reconfigurar sus líneas defensivas. Desde la perspectiva rusa, conceder este respiro equivaldría a regalar ventajas tácticas y estratégicas duramente conquistadas a cambio de promesas diplomáticas cuyo cumplimiento carece de garantías verificables.
Esta dinámica refleja lo que los teóricos realistas denominan el «dilema de seguridad en tiempos de guerra»: el actor que posee ventajas militares momentáneas debe calcular si los beneficios de continuar las operaciones superan los costos de una prolongación indefinida del conflicto. Para Moscú, permitir que Kiev utilice un cese al fuego para rearmarse y reagruparse representaría una concesión gratuita de iniciativa estratégica, particularmente cuando no existe ningún mecanismo creíble que garantice que las negociaciones posteriores no se conviertan en una maniobra dilatoria occidental.
El obstáculo principal para la materialización de una paz negociada no reside en la ausencia de voluntad política en los actores clave. Tanto Putin como Trump han expresado, en diferentes momentos y contextos, su disposición a explorar vías diplomáticas para terminar el conflicto. El problema radica en la incongruencia fundamental entre tres visiones del mundo irreconciliables.
La dirigencia europea, heredera de la tradición wilsoniana, mantiene una fe inquebrantable en la capacidad de las instituciones internacionales para resolver conflictos mediante la aplicación de principios morales universales. Esta perspectiva, profundamente arraigada en la experiencia de construcción europea post-1945, interpreta cualquier concesión territorial como una claudicación ante el expansionismo autoritario. Para los líderes de Bruselas, Londres, París y Berlín, reconocer las preocupaciones de seguridad rusas equivaldría a legitimar la lógica de las esferas de influencia, algo incompatible con su arquitectura conceptual del orden internacional.
La dirigencia ucraniana, por su parte, opera bajo el imperativo existencial de la supervivencia estatal. Zelensky y su círculo íntimo comprenden que cualquier acuerdo que implique cesiones territoriales significativas podría precipitar su caída política e incluso, potencialmente, física. Su estrategia consiste en internacionalizar el conflicto hasta convertirlo en una guerra de desgaste donde Occidente asuma progresivamente mayores compromisos militares y financieros, haciendo irreversible su involucramiento. En este contexto, la demanda de un cese al fuego se revela como una táctica dilatoria diseñada para ganar tiempo mientras se movilizan recursos adicionales occidentales.
La lógica subyacente a esta estrategia refleja lo que Christopher Layne denomina «realismo ofensivo robusto»: incluso potencias menores buscan maximizar su poder relativo cuando las circunstancias lo permiten. Ucrania, enfrentando una asimetría de poder fundamental vis-à-vis Rusia, ha logrado convertir su debilidad estructural en una ventaja táctica mediante el bandwagoning (adherirse a) con Estados Unidos y la externalización de sus costos de seguridad hacia la alianza atlántica.
Esta trilogía de incompatibilidades crea un callejón sin salida diplomático donde cada actor maximiza racionalmente sus intereses dentro de marcos conceptuales mutuamente excluyentes. Los realistas clásicos reconocerían en esta situación los ingredientes clásicos de lo que Mearsheimer denomina la «tragedia de la política de grandes potencias»: actores racionales, operando con información limitada y bajo el imperativo de la supervivencia, generan resultados subóptimos para todos los involucrados.
Un análisis más profundo revela que esta dinámica se inscribe en patrones de comportamiento que los teóricos realistas habían identificado desde los años 90. La distribución de poder entre Rusia y los futuros miembros de la OTAN creaba incentivos estructurales para el balancing (equilibrio buscado vía alianzas) y bandwagoning. Entre 1991 y 2002, mientras Moscú mantenía fuerzas de más de un millón de soldados activos, su competidor más cercano, Polonia, disponía de menos de una quinta parte de esa capacidad militar. Esta asimetría fundamental, combinada con la superioridad nuclear rusa, generaba lo que Stephen Walt conceptualiza como una «amenaza próxima» que justificaba racionalmente la búsqueda de protección externa por parte de los ex satélites soviéticos.
La ironía histórica es evidente. Las mismas dinámicas que los realistas habían identificado como generadoras de conflicto en la década de 1990 se han materializado con precisión matemática. La expansión de la OTAN, concebida como un instrumento de estabilización, se ha convertido en el catalizador de la mayor guerra convencional en territorio europeo desde 1945. Las percepciones rusas de amenaza existencial, desestimadas como paranoia post-imperial, han encontrado expresión en una movilización militar que ha redefinido el equilibrio de poder euroasiático.
El comportamiento ruso, lejos de ser irracional o impredecible, se ajusta a los patrones que Andrej Krickovic categoriza como «revisionismo reaccionario»: potencias que buscan preservar elementos importantes del status quo mientras revierten cambios evolutivos recientes para retornar a un orden previo. Desde 1992, Rusia ya manifestaba ambiciones revisionistas hacia el status quo impuesto por Washington, intervenciones que se materializaron en conflictos «congelados» en Transnistria, Abjasia, Osetia del Sur y Nagorno-Karabaj, demostrando su disposición a dañar la soberanía e integridad territorial de sus vecinos bajo «las condiciones adecuadas».
El reconocimiento de estos factores no implica una validación moral de la invasión rusa, sino una comprensión sobria de las dinámicas que han conducido al presente callejón sin salida. La paz, cuando finalmente emerja, no será el producto de la victoria moral de un conjunto de principios sobre otro, sino el resultado del agotamiento mutuo y el reconocimiento de realidades geopolíticas que anteceden y trascienden las preferencias ideológicas de los actores involucrados.
Desde la perspectiva estadounidense, la expansión de la OTAN representó lo que Lambert-Deslandes conceptualiza como «maximización dominante»: el aprovechamiento oportunista de la debilidad rusa durante los años 90 para incrementar la primacía americana. La distribución de poder latente favorecía abrumadoramente a Estados Unidos, que controlaba una cuarta parte de la riqueza mundial frente al escaso 2% ruso. Esta asimetría, combinada con la capacidad de proyectar poder a través del Atlántico, creaba incentivos estructurales para la expansión hegemónica que el realismo ofensivo robusto predice como comportamiento racional de potencias ascendentes.
En Alaska, donde las placas tectónicas geológicas se encuentran, también convergen las placas tectónicas de la geopolítica contemporánea. Las conversaciones en la Oficina Oval, donde Zelensky expresó estar «muy feliz» de participar en una reunión trilateral y donde el primer ministro británico Keir Starmer afirmó que acordaron «bastante», sugieren que finalmente las percepciones están comenzando a alinearse con las realidades del poder. El asesor del Kremlin Yury Ushakov describió la llamada Trump-Putin como «franca y muy constructiva», con Putin expresando «apoyo a negociaciones directas entre las delegaciones de Rusia y Ucrania».
Quizás en esas futuras reuniones, las percepciones puedan finalmente alinearse con las realidades del poder, permitiendo que la tragedia de la política de grandes potencias encuentre su desenlace menos destructivo posible. Como proclamó Trump tras las reuniones: «Todos están muy felices sobre la posibilidad de PAZ para Rusia/Ucrania».