El lamento venezolano
18.08.2025
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18.08.2025
Señor Director:
Estaba en un día normal de consulta psicológica, atendiendo a un paciente venezolano que me contaba, con un nudo en la garganta, cómo sus padres estaban envejeciendo lejos, en su país de origen, y él sólo podía acompañarlos desde el otro lado de una pantalla. Él, aquí en Santiago, viendo por videollamada cómo su papá se encorva un poco más cada mes, cómo su mamá se demora un poco más en encontrar las palabras. Sin poder estar ahí para llevarlos al médico, para ayudarles con la compra, para sostenerles con su compañía.
Otro paciente me dijo que volvió a Venezuela después de más de diez años. Al llegar, el país lo recibió como un espejo roto: las calles donde jugó fútbol estaban llenas de basura, su colegio hecho ruina, los colores del barrio deslavados. Y lo más doloroso no era el deterioro en sí, sino el contraste brutal entre los recuerdos luminosos de la infancia y la realidad quebrada del presente. Hace meses que hizo ese viaje, pero aún tiene pesadillas con esas imágenes.
Desde que comencé a atender en Santiago como psicólogo clínico, los primeros venezolanos llegaron casi por casualidad. Uno, luego otro. Y sin darme cuenta, se fueron pasando el dato, siempre es una alegría que te recomienden; y también creo, que la comunidad venezolana suele ser muy unida. Hoy son muchos los que confían en mí para abrir su historia, su dolor, su rabia contenida. Y he ido conociendo en profundidad algo que solo el cuerpo migrante sabe: el trauma de tener que irse sin querer, de cortar las raíces para poder sobrevivir, de dejarlo todo atrás porque simplemente ya no alcanzaba la comida en la despensa.
Ese dolor se me hace familiar. Tiene ecos del exilio chileno, de las familias partidas por la dictadura, de las cartas desde lejos y los abrazos que no llegaron a tiempo. Aunque las causas y los contextos sean distintos, el impacto humano —la fractura emocional— tiene una resonancia común: la del desarraigo forzado.
Muchos venezolanos en Chile todavía no han podido sentir el duelo. Están en modo sobrevivencia, luchando por el arriendo, el trabajo, los papeles. Cuando uno está intentando sobrevivir, no hay espacio para llorar. Pero he notado que, cuando logran cierta estabilidad económica, cuando ya hay algo de piso firme y ser integrados a la sociedad chilena, el dolor empieza a golpear la puerta. Y duele más de lo que se imaginaban.
Duele reencontrarse con la rabia, con la culpa por haber “dejado”, con la sensación de haber perdido un país, una lengua cotidiana, una música de fondo. Duele tener que reconstruirse lejos, sin referentes, sin redes. Duele ver cómo los hijos empiezan a hablar con otro acento, con otros códigos.
“El lamento venezolano” es nostalgia, es un grito contenido. Tiene de fondo la herida de haber sido expulsado de tu propia historia. Es también —como todo duelo— un camino que se puede transitar, si se encuentra con tiempo, palabras y alguien que escuche.
Yo, desde este rincón de Sudamérica, intento hacerlo. A veces con preguntas. A veces solo con silencio. Intentando que el espacio de terapia, sea un lugar seguro donde curar poco a poco este dolor.