Entre la épica y el vacío: el callejón político de Chile
15.08.2025
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15.08.2025
El autor de esta columna escrita para CIPER analiza el sistema político actual que deja poco espacio a la aparición de nuevos liderazgos y que se va autoreproduciendo. Sostiene que en este contexto «la izquierda se convirtió en lo que criticaba: un sistema de puertas cerradas que reparte el poder entre unos pocos, solo que ahora los criterios de exclusión son culturales en lugar de económicos. Para escapar de esta contradicción, la izquierda debe pelear por derechos materiales que se puedan aplicar universalmente basados en un concepto amplio de ciudadanía, no en participación tribal. Debe volver a los territorios, a los sindicatos, a las organizaciones sociales que existen más allá de las universidades. Solo construyendo poder desde abajo, con quienes viven cotidianamente las contradicciones del modelo, podrá recuperar al «pueblo» que dice representar sin convertirse en otra élite excluyente».
En las elecciones presidenciales que se aproximan en Chile, el diagnóstico es compartido entre analistas, ciudadanos y sectores políticos: la oferta de candidaturas es pobre, repetitiva y, en muchos casos, reciclada. Que ésta sea la única opción para un país con casi 20 millones de habitantes y una clase profesional altamente formada no se explica por mera apatía ciudadana o falta de talento. Es un síntoma más profundo: el sistema político chileno está diseñado para bloquear la emergencia de nuevos liderazgos, sofocar la innovación y privilegiar el control de las elites partidarias tradicionales.
El sistema de selección de candidatos presidenciales en Chile sigue siendo centralizado, poco transparente y mediado por cúpulas partidarias o por el capital personalista de ciertos outsiders. No hay primarias obligatorias, y las que existen son frecuentemente manipuladas o saboteadas. Los partidos, debilitados en su raigambre territorial y social, funcionan como agencias electorales sin vida programática ni formación de cuadros. El resultado es una clase dirigente que se reproduce a sí misma o que cede espacio a figuras autorreferenciales, pero sin proyecto colectivo ni ética de gobierno.
Este bloqueo se refuerza con un ecosistema mediático centrado en la “espectacularización,” donde candidatos como José Antonio Kast prosperan no por su capacidad programática, sino por ofrecer narrativas emocionales de orden y control que se amplifican en encuestas, redes y noticieros. En un clima de inseguridad, desgaste y fatiga social, esas imágenes pesan más que las propuestas. Con el retorno del voto obligatorio, millones de electores despolitizados han sido reincorporados al padrón: su voto, muchas veces reactivo, funciona más como castigo que como adhesión, favoreciendo candidatos que encarnan rupturas simbólicas, aunque su programa sea regresivo.
El impacto electoral, sin embargo, no ha sido lineal. La exministra Jeannette Jara lidera las encuestas de primera vuelta con un voto duro consolidado, pero persiste una desconfianza estructural. La candidatura de Jara convive con una paradoja: es competitiva pero no mayoritaria, fuerte en la base, pero débil en proyección.
Ante este cuadro desmoralizador, es oportuno preguntarse cómo llegamos a este punto. Algunos dirán que las causas son profundas y tienen su origen en el trauma no resuelto de la dictadura, en la forma en que se condujo la transición, y en el tipo de democracia —formalista, tecnocrática, excluyente— consolidada por la Concertación. Sin embargo, esa explicación suele quedarse corta o repetir automatismos. La idea de que el resurgimiento del autoritarismo es simplemente consecuencia de la falta de justicia postdictadura no se sostiene empíricamente. Si así fuera, deberíamos ver un patrón similar en todos los países con justicia transicional incompleta. Pero no es el caso.
Chile no es especial por su falta de justicia. Es especial por haber combinado esa impunidad con dos elementos adicionales: (1) la mantención de instituciones heredadas de la dictadura, como la Constitución de 1980, el Senado y el Tribunal Constitucional, que blindaron al modelo neoliberal; (2) una élite tecnocrática que evitó disputar el relato histórico, administrando gobernabilidad sin reparación simbólica ni transformación estructural.
Estos dos elementos se reforzaron mutuamente, creando un sistema que bloquea la renovación política y legitima el retorno autoritario.
Lo más paradójico —y trágico— del proceso constituyente chileno es que el pueblo rechazó una Constitución redactada por representantes elegidos democráticamente… por el propio pueblo. Y eso, en la historia comparada de las democracias, es casi inédito.
No existe en el mundo occidental un solo ejemplo reciente de un proceso constituyente tan abierto, tan representativo, tan deliberativo. Ni Estados Unidos, ni Reino Unido, ni Francia, ni Alemania, ni ninguna democracia europea le ha dado jamás al pueblo llano la posibilidad de redactar colectivamente las reglas del juego.
En cambio, en Chile, por primera vez el pueblo eligió a sus constituyentes sin injerencia de partidos tradicionales, con escaños reservados, paridad de género y presencia de movimientos sociales. Fue —al menos en su diseño— una expresión máxima de soberanía popular.
Y, sin embargo, ese experimento terminó en el rechazo masivo del texto, no porque el pueblo desprecie la democracia, sino porque sintió que esa oportunidad no se usó para resolver lo urgente. Que se confundió representación con autorreferencia, deliberación con superioridad moral, y refundación con desconexión.
El estallido social de 2019 fue un grito desde abajo: fin de las AFP, salud digna, vivienda adecuada, educación gratuita, transporte justo, pensiones mínimamente humanas. Fue una crisis de subsistencia, no una batalla de identidades. Y, sin embargo, cuando el país votó con un 80 % por una nueva Constitución, los convencionales electos —mayoritariamente independientes y progresistas— tradujeron ese mandato no en reformas estructurales concretas, sino en una refundación simbólica, ideológica y cultural del país.
Se intentó hacer en un año lo que toma décadas: reconfigurar el Estado, redefinir la justicia, descolonizar el lenguaje, instituir plurinacionalidad, paridad, ecologismo, animalismo y derechos interseccionales sin explicar ni priorizar cómo eso resolvería, mañana, el drama cotidiano de no poder pagar los medicamentos o jubilar con $200.000.
La Convención terminó encerrada en su propio universo epistémico, usando un lenguaje más cercano a las aulas universitarias que a las ferias libres. Y aunque muchos de sus contenidos eran necesarios y justos, el proceso fue incapaz de traducirlos a sentido común popular. Así, perdió la adhesión del pueblo que había abierto la puerta. El rechazo arrasó con un 62 %.
El resultado fue trágico: la épica cultural, sin eficacia política, produjo desilusión y desmovilización.
El fracaso del proceso constituyente no fue solo producto de la desconexión entre épica cultural y demandas materiales. También reveló un problema más profundo: la nueva izquierda chilena llegó al poder sin la infraestructura política necesaria para conducir transformaciones reales.
Gabriel Boric tenía la responsabilidad de fungir como conductor entre el mandato popular y el horizonte constituyente, pero apeló a una neutralidad institucional cuando se necesitaba conducción estratégica. Este vacío no fue solo un error personal, sino el síntoma de una debilidad estructural: el Frente Amplio era una fuerza emergente, nacida del activismo estudiantil, y el rechazo a la política tradicional, pero sin aparato ni cuadros preparados para gobernar.
Los partidos del FA tenían poca vida orgánica: sin redes en sindicatos, comunas o gremios, y con una militancia formada más en el activismo ético que en la preparación institucional. Los pocos cuadros disponibles fueron cooptados por el gobierno o quemados precozmente en cargos de alta exposición. A esto se sumaba un Estado neoliberal reducido a una maquinaria tecnocrática, sin capacidad de articular proyectos de país.
El resultado fue una improvisación permanente que, en lugar de canalizar el mandato popular, dejó al gobierno como rehén de su propia inexperiencia. Y esa incapacidad para conducir el cambio terminó legitimando, paradójicamente, el retorno de quienes sí tienen aparato: la derecha tradicional y las figuras autoritarias que prometen orden sin participación.
Algunos pueden decir que la izquierda chilena perdió su relato. Eso es falso. Pocas izquierdas en el mundo conservan una narrativa cultural tan potente como la chilena: Allende, la Nueva Canción, el muralismo, Víctor Jara, la Unidad Popular. Esa épica sobrevive viva en las calles, en la música, en las marchas feministas y estudiantiles.
La izquierda post-2011 se construyó desde el testimonio ético, pero no desde la estructura política. El resultado fue una energía histórica sin canal operativo: épica sin estructura, cultura sin gobierno, identidad sin eficacia.
El fracaso del proceso constituyente cerró un circuito fatal: deslegitimó la vía democrática de transformación, alimentó el desencanto ciudadano, y despejó el camino para discursos de orden, autoridad y castigo. Pero este momento coyuntural solo pudo prosperar porque Chile arrastra una herida histórica sin cicatrizar.
A diferencia de otros casos —como el PP español, que al menos retóricamente se distanció del franquismo—, la derecha chilena nunca tuvo que romper con su pasado autoritario. La transición no se lo exigió. Se mantuvo la Constitución de Pinochet, las AFP, la autonomía tecnocrática del Banco Central, el corazón jurídico, económico y simbólico del pinochetismo, y se impuso una “cultura de los acuerdos” que institucionalizó el olvido como condición de gobernabilidad. Chile nunca hizo justicia plena, ni simbólica ni jurídica, sobre el legado dictatorial. El hecho de que reconocieran algunos abusos mientras alababan el «milagro económico» de Pinochet demuestra que nunca fue una ruptura sincera.
Esta ambigüedad histórica permite que figuras como Evelyn Matthei (hija de un miembro de la junta de Pinochet), José Antonio Kast (que eleva al exrégimen militar a modelo de orden), y Johannes Kaiser (que combina nostalgia autoritaria con populismo digital) no solo eviten condenar la dictadura, sino que la normalicen presentándola como necesaria, eficiente y ordenada. En un país donde la democracia se volvió sinónimo de frustración, estas figuras no parecen anacrónicas sino razonables. El autoritarismo ya no se vive como amenaza, sino como promesa de eficacia: el “autoritarismo legitimado” resurge con legalidad democrática, alimentándose tanto del desencanto presente como de las cuentas pendientes del pasado.
En rigor, el autoritarismo nunca fue desmantelado del todo: fue administrado, acomodado institucionalmente y normalizado en el discurso político. Hoy retorna no como ruptura, sino como continuidad: con programa, con votos, con legitimidad democrática.
Pero el fracaso de la izquierda chilena revela algo más profundo. Esto apunta a la contradicción fundamental de este sector político contemporáneo. La izquierda chilena tiende a pensar que su legitimidad proviene de representar al «pueblo» —las amplias masas trabajadoras excluidas del poder y la prosperidad. Y, sin embargo, tiende a ser excluyente, su discurso se basa en representar sectores específicos de la sociedad urbana educada. La izquierda se convirtió en lo que criticaba: un sistema de puertas cerradas que reparte el poder entre unos pocos, solo que ahora los criterios de exclusión son culturales en lugar de económicos. Para escapar de esta contradicción, la izquierda debe pelear por derechos materiales que se puedan aplicar universalmente basados en un concepto amplio de ciudadanía, no en participación tribal. Debe volver a los territorios, a los sindicatos, a las organizaciones sociales que existen más allá de las universidades. Solo construyendo poder desde abajo, con quienes viven cotidianamente las contradicciones del modelo, podrá recuperar al «pueblo» que dice representar sin convertirse en otra élite excluyente.