¿»Permisología» o permisividad? El verdadero nudo del modelo extractivo chileno
20.07.2025
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20.07.2025
La autora de esta columna entra en el debate acerca de la “permisología” para sostener que esta “no es otra cosa que la intención —todavía muy imperfecta— de asegurar que los proyectos de inversión cumplan los mínimos estándares posibles de sostenibilidad social y ambiental”. Y agrega que “la crisis climática, ecológica y social exige más y mejor regulación, no menos. Exige participación real de las comunidades en las decisiones que afectan su territorio. Exige un Estado que deje de funcionar como facilitador de intereses privados y asuma su rol de garante del bien común”.
Imagen de portada: Pablo Rojas Madariaga / Agencia Uno
En las últimas semanas ha cobrado fuerza un discurso que responsabiliza a la llamada “permisología” (ver columna en #ciperOpinión)—una supuesta maraña de trámites y burocracia— por el bajo crecimiento económico de Chile durante la última década. Desde sectores empresariales y think tanks como el CEP, se alza una narrativa que sitúa a la regulación ambiental como un obstáculo estructural al desarrollo. Se propone cortar esta supuesta “trampa institucional” con reformas profundas: desde eliminar normas vigentes hasta crear un Ministerio de la Desregulación. La consigna es clara: “pasar la motosierra” a los permisos. Pero, ¿qué hay detrás de este discurso? ¿Es realmente la regulación el problema, o más bien su constante debilitamiento?
Un dato basta para poner en duda esta alarma. Desde 2020 a la fecha, el Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental (SEIA) ha recibido 3.593 proyectos. De ellos, solo 82 han sido rechazados, lo que representa un exiguo 2,2%. En contraste, 1.620 han sido aprobados, es decir, un 45%. Otros 337 (9,3%) siguen en calificación. Estos números desmienten de plano la idea de una maquinaria estatal que bloquea sistemáticamente la inversión. La gran mayoría de los proyectos logra la aprobación, muchos de ellos incluso con observaciones ciudadanas y científicas desestimadas o sin considerarse adecuadamente. ¿De qué trampa burocrática estamos hablando, entonces?
Lo que se instala como “permisología” no es otra cosa que la intención —todavía muy imperfecta— de asegurar que los proyectos de inversión cumplan los mínimos estándares posibles de sostenibilidad social y ambiental. Llamar a eso un “costo” es ignorar que estamos hablando de derechos colectivos, de territorios habitados, de especies protegidas, de ríos, de salud pública. El problema no es el exceso de regulación, sino la debilidad de los mecanismos para hacerla cumplir, y la constante presión por flexibilizarlos para que proyectos de alto impacto pasen con mayor rapidez, incluso a costa de sus consecuencias.
Decir que el desarrollo del país se ha estancado por los permisos ambientales es una afirmación sin fundamento empírico ni ético. La evidencia muestra que los mayores retrasos en la ejecución de proyectos no se deben al sistema ambiental, sino a problemas internos del propio modelo de inversión: falta de planificación territorial, mala calidad de los proyectos, conflictos sociales no resueltos, y juicios por incumplimientos normativos. Si dos tercios de los retrasos provienen del Poder Judicial, como se señala en el mismo texto pro-permisología, la solución no es menos regulación, sino mejores estándares, mayor fiscalización y justicia ambiental efectiva.
Por otra parte, presentar la burocracia como un privilegio de las grandes empresas que pueden costearla, mientras las PYMES quedan fuera, es una maniobra discursiva peligrosa. El problema no es que la regulación ahogue a las pequeñas empresas, sino que el sistema favorece a las grandes por su capacidad de capturar instituciones, pagar estudios a medida, financiar lobbies y eludir procesos participativos reales. Debilitar las regulaciones en nombre de la igualdad de oportunidades solo profundiza esta asimetría. En vez de “nivelar la cancha” con menos regulación, deberíamos fortalecer los controles para todos por igual, y generar mecanismos de apoyo técnico a emprendimientos verdaderamente sostenibles.
En este contexto, las reformas propuestas —como eliminar regulaciones supuestamente “ineficientes” o aplicar silencio administrativo positivo— no solo son un retroceso. Son una amenaza directa a las ya frágiles herramientas que existen para proteger nuestros ecosistemas y comunidades. Y lo más preocupante es que esta ofensiva viene vestida de progreso, eficiencia y justicia social, cuando en realidad perpetúa un modelo extractivo que ha demostrado ser profundamente desigual e insustentable.
Y aquí hay algo que no se puede perder de vista: quienes defienden sus territorios, quienes participan en consultas ciudadanas, quienes redactan observaciones y se organizan para incidir en decisiones que afectan su entorno, no están retrasando el desarrollo. Están ejerciendo sus derechos. Están haciendo democracia. Porque la democracia no se agota en el voto, ni en las instituciones: se sostiene en el derecho a decir que no, a cuestionar, a proponer alternativas. Se construye también desde los territorios, desde la organización y la defensa del bien común.
Reducir esta participación a una molestia o un trámite más que agilizar, es desmantelar uno de los pocos espacios donde la ciudadanía aún puede ejercer cierto control sobre el destino de los territorios. Si se elimina ese contrapeso, no solo perdemos protección ambiental: perdemos democracia. Y si hay una trampa institucional que urge revisar, es aquella que permite que los intereses privados pasen por sobre los derechos colectivos en nombre del crecimiento.
La crisis climática, ecológica y social exige más y mejor regulación, no menos. Exige participación real de las comunidades en las decisiones que afectan su territorio. Exige un Estado que deje de funcionar como facilitador de intereses privados y asuma su rol de garante del bien común. Si de verdad queremos hablar de desarrollo, empecemos por redefinirlo: que deje de ser sinónimo de crecimiento del PIB y se mida por el bienestar de las personas y de los ecosistemas. Y si vamos a hablar de motosierra, que sea para cortar el extractivismo, la impunidad ambiental y la captura corporativa del Estado, no los pocos mecanismos que aún nos permiten decir “no” cuando un proyecto amenaza la vida en los territorios.