El triunfo de Jara: una izquierda que quiere gobernar sin fantasmas
02.07.2025
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02.07.2025
El autor de esta columna analiza el triunfo de Jeannette Jara en las primarias de la centroizquierda, y se pregunta si podrá despojarse del control del partido y mostrar la figura que es para unificar la votación de fin de año de la izquierda. Sostiene que «en ese marco, el ‘estigma comunista’ que por años operó como barrera simbólica en Chile empieza a diluirse, no porque desaparezca, sino porque pierde eficacia ante figuras que logran encarnar otra cosa: cercanía, propuestas concretas y vocación de mayoría. La pregunta no es si Jara es comunista. Lo es. La pregunta es si eso sigue siendo un problema en una democracia que ya aprendió a distinguir entre autoritarismo y firmeza ideológica».
Imagen de portada: Diego Martín / Agencia Uno
La jornada del 29 de junio marcó un punto de inflexión: Jeannette Jara ganó las primarias con más del 60 %, consagrándose como la única carta de la izquierda unida en noviembre. Un triunfo que dejó en evidencia una dupla inesperada: el carisma personal de Jara y la resurrección simbólica de una militancia comunista organizada y cohesionada, permitiendo por primera vez en Chile, al comunismo como la carta oficial de la izquierda y centro izquierda del país.
Ese resultado estalló mitos. Por un lado, echó por la borda al fuerte estigma que persiste sobre el PC. Voces críticas de la oposición alzaron la voz, señalando que, pese al contexto democrático, emerge el fantasma de una ideología cargada de prejuicios, discurso que seduce a la derecha, sobre todo en aquellos que persisten en ensuciar un partido que, en Chile, no ha optado por un camino antidemocrático, y que ya no cala igual entre la ciudadanía progresista. Por el otro, la apuesta de Jara plantea una reinterpretación que recuerda al eurocomunismo: adoptar políticas sociales robustas, encarnar una izquierda de instituciones, sin necesidad de hacerse guerrera de la revolución ni agitar viejas banderas. Lo hizo poniendo sobre la mesa temas urgentes—seguridad, crecimiento, pensiones—sin insistir en el miedo al comunismo.
Pero ese triunfo trae consigo una urgencia tangible: gobernar manteniendo unidad, sin que el Partido Comunista se convierta en las ataduras de Jara. Aquí el paralelismo con el eurocomunismo es útil: permitió, en Europa, desarrollar políticas progresistas sin cargar con el estigma soviético y establecerse como una opción progresista junto con otras fuerzas socialistas. Pareciera que Jara, una figura moderna, busca replicar ese camino, sin renunciar a sus raíces.
Sin embargo, el éxito no elimina la pregunta. El Comité Central, con sus 11 miembros electos internamente y una trayectoria de altos dirigentes como Lautaro Carmona y Daniel Jadue, sigue siendo el centro de control. El anuncio del rol de Jadue en la campaña por parte de Carmona y los mensajes cruzados sobre decisiones de la campaña, demuestra que aun sin ser la protagonista, Jara debe convivir con una estructura rígida y muy cohesionada. ¿Podrá la candidata despojarse del control añejo del partido y mostrar la figura que es para unificar la votación de fin de año de la izquierda?
Lo que representa Jeannette Jara no es un caso aislado. Su candidatura, que combina una militancia comunista activa con una propuesta pragmática y centrada en derechos sociales, se inscribe en una ola más amplia de renovación de las izquierdas a nivel global. En Nueva York, el socialista Zohran Mamdani, hijo del intelectual Mahmood Mamdani, ha irrumpido como una figura joven, musulmana y marxista que no esconde su ideología, pero que la canaliza hacia causas concretas como el derecho a la vivienda, el transporte público gratuito o la justicia racial. En vez de agitar símbolos, organiza coaliciones locales que conectan con los problemas inmediatos de su electorado.
En Europa, el caso del eurocomunismo en la década de 1970 ofrece un espejo interesante. En Italia, Enrico Berlinguer lideró al PCI hacia una fórmula inédita: renunciar explícitamente al modelo soviético, defender las libertades civiles y participar del juego democrático sin ambigüedades, todo mientras se mantenía una base militante fuerte y articulada. Ese giro no diluye su identidad comunista, pero sí la tradujo en una narrativa entendible y gobernable para las mayorías. Algo similar ensayó el Partido Comunista Francés bajo Georges Marchais, aunque con resultados mixtos.
Lo que une a estas experiencias —y lo que hoy pone en el centro la candidatura de Jara— es la transición de una izquierda que resiste a una izquierda que construye poder desde las instituciones, sin renunciar a sus principios, pero sin aislarse del sentir ciudadano. En ese marco, el “estigma comunista” que por años operó como barrera simbólica en Chile empieza a diluirse, no porque desaparezca, sino porque pierde eficacia ante figuras que logran encarnar otra cosa: cercanía, propuestas concretas y vocación de mayoría. La pregunta no es si Jara es comunista. Lo es. La pregunta es si eso sigue siendo un problema en una democracia que ya aprendió a distinguir entre autoritarismo y firmeza ideológica.
El estigma comunista existe, pero está amainando. Jara lo enfrentó con naturalidad. Su desafío ahora es transformar ese triunfo en una presidencia cohesionada, sin que la disciplina excesiva del partido le impida negociar o girar cuando lo exijan las circunstancias. Gobernar no es resistir; es adaptarse sin renunciar.
La audiencia del 29 de junio exigió coherencia, capacidad de adaptación y visión de mayoría. El siguiente paso es ver si esa coalición puede generar un programa concreto que desarme temores, capitalice demandas y no se bloquee por viejas lógicas partidarias. A pesar que aún los símbolos en Chile cuesta derribarlos, la candidatura de Jara despega cuestiones que escapan del fetiche de la derecha por tachar y denostar la flamante candidata de la izquierda y su legado puede iluminar este giro: una izquierda que gobierna sin fantasmas.