Formar para una nueva era: el verdadero desafío de la pedagogía en Chile
26.05.2025
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26.05.2025
La autora de esta columna escrita para CIPER, rectora de la UMCE, destaca el valor del proyecto de ley que se discute en el Congreso que modifica los requisitos de ingreso a las carreras de pedagogía, sosteniendo que “estamos formando a quienes educarán a las próximas generaciones. Y eso exige más que puntajes: exige visión, sensibilidad y una política pública que entienda que el aula es también el lugar donde se juega el destino de la convivencia social”.
Imagen de portada: Pablo Ovalle / Agencia Uno
Chile atraviesa un momento decisivo para su futuro educativo. El reciente proyecto de ley que modifica los requisitos de ingreso a las carreras de pedagogía ha abierto un debate urgente y necesario sobre cómo atraer, formar y retener a los docentes que necesita el país. Esta discusión, sin embargo, no puede limitarse al acceso. Debe ser una oportunidad para cuestionar con profundidad qué significa hoy ser profesor o profesora en una sociedad marcada por el cambio cultural, tecnológico y social.
Las cifras nos enfrentan a una realidad crítica. Acá las expongo: entre 2018 y 2022, la matrícula en primer año de las pedagogías cayó en un 43,3%. Se proyecta un déficit de más de 33 mil docentes hacia el 2030 y, actualmente, cerca de 40 mil profesionales sin formación pedagógica ejercen funciones docentes. Además, se estima que los profesores jóvenes abandonan el sistema en promedio después de solo cinco años de ejercicio profesional. Todo esto en un contexto donde las condiciones de enseñanza son cada vez más exigentes, complejas y emocionalmente demandantes.
Este no es un problema coyuntural, sino estructural. Por lo tanto, requiere una respuesta sistémica. El proyecto de ley en discusión no pretende resolver todo por sí solo, pero sí hace algo fundamental: propone detenernos, revisar el diagnóstico y construir un sistema de ingreso más flexible, técnico y ajustado a la realidad territorial del país. No se trata de una rebaja de estándares, como algunos han sugerido, sino de adaptar el sistema a una realidad que ha cambiado profundamente desde que se establecieron los requisitos actuales en 2016.
En ese entonces, el sistema respondía a un contexto previo a la gratuidad y a las transformaciones sociales más recientes. Hoy, los incentivos son distintos: ya no es necesario ingresar a pedagogía para acceder a estudios gratuitos. Los estudiantes con altos puntajes, históricamente captados por la Beca Vocación de Profesor, ahora pueden optar por cualquier carrera sin que eso implique costos. Esto ha modificado los flujos vocacionales, y seguir elevando los requisitos como si nada hubiera cambiado solo contribuye a estrechar aún más el acceso.
Pero el punto central va más allá de la admisión. Necesitamos redefinir qué tipo de docente queremos formar. ¿Qué significa hoy ser un profesor excelente? ¿Cuánto de ese perfil puede capturar una prueba estandarizada? En la actualidad, las aulas son espacios donde convergen tensiones sociales, diversidad cultural, cambios tecnológicos, desafíos emocionales y expectativas múltiples. Educar no es solo transmitir contenido. Es liderar, acompañar, contener, crear vínculos, dialogar con el presente y preparar para un futuro incierto.
Y ahí está el corazón de esta transformación. Necesitamos docentes que comprendan su rol no solo como transmisores de conocimiento, sino como mentores capaces de guiar procesos formativos en comunidades cada vez más diversas. Se requiere un nuevo paradigma pedagógico, más humano, más relacional, más consciente de su tiempo. Los modelos más admirados -como el finlandés o el japonés- nos enseñan que la formación inicial debe evaluar tanto las habilidades cognitivas como las socioemocionales. En Finlandia, por ejemplo, no basta con tener buen puntaje para ingresar. Si no se demuestra capacidad de escucha, empatía y liderazgo, no se accede al título.
En Chile, en cambio, seguimos aferrados a un modelo que finge meritocracia, pero que, en realidad, muchas veces solo reproduce desigualdades de origen. El puntaje no es una medida suficiente del potencial docente. Las brechas académicas pueden corregirse si hay voluntad institucional y programas de acompañamiento bien diseñados. Lo que no se corrige es la falta de compromiso con una vocación que exige entrega, creatividad y resiliencia.
Por eso, este proyecto de ley no es una amenaza a la calidad. Es una oportunidad para diseñar un nuevo camino, uno que considere la realidad territorial, que habilite procesos de formación sólidos, que permita abrir puertas sin descuidar la excelencia. Porque la calidad no se define en el ingreso, sino en el acompañamiento, en la pedagogía que transforma, en la universidad que forma integralmente.
El desafío no es solo académico. Es social y político. Requiere sumar a las familias, revitalizar asociaciones de padres y madres, visibilizar las buenas prácticas que existen -y son muchas- en nuestras escuelas, y convocar a los distintos actores del sistema educativo a construir juntos nuevas estrategias. Desde las universidades pedagógicas, especialmente las del Estado, estamos disponibles para liderar esa tarea. Pero necesitamos coherencia del sistema: que se abran más programas, que se acrediten con sentido, que se permita innovar con responsabilidad.
No podemos permitir que el debate se agote en caricaturas. Necesitamos una conversación seria, informada y comprometida con el futuro del país. Porque la formación de docentes no es un asunto técnico: es un asunto de justicia, de equidad, de democracia. Estamos formando a quienes educarán a las próximas generaciones. Y eso exige más que puntajes: exige visión, sensibilidad y una política pública que entienda que el aula es también el lugar donde se juega el destino de la convivencia social.
Hoy, más que nunca, Chile necesita apostar por su profesorado. No solo para asegurar cobertura, sino para construir ciudadanía, fortalecer comunidades y garantizar el derecho a una educación transformadora. Y eso no puede seguir esperando.