La casa de Allende: escándalo sin villanos y la “irresponsabilidad organizada”
11.04.2025
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11.04.2025
El autor de esta columna escrita para CIPER analiza la destitución de la senadora Isabel Allende desde el concepto de “irresponsabilidad organizada” que concede la carencia de dolo, pero que grafica “la falta de controles efectivos, la obediencia acrítica y la ‘omnipotencia aprendida’ que a veces rodea a las altas autoridades (y que) generan terreno fértil para que se cometan infracciones legales o constitucionales a la vista de todos”. Y que, “al final del día, la imagen de Isabel Allende conmovida, despidiéndose de un hemiciclo que la aplaude entre lágrimas, simboliza un nuevo rostro del escándalo político: aquel en que la ley se rompe no por astucia criminal, sino por un conjunto de omisiones y lealtades mal entendidas”.
Imagen de portada: Pablo Ovalle / Agencia Uno
A primera vista, la destitución de la senadora Isabel Allende por la compraventa fallida de la casa de su padre podría interpretarse como un típico caso de corrupción. Sin embargo, lo ocurrido dista de la imagen del “político villano” que abusa de su poder para beneficio personal. Se hizo a plena luz del día, con fines supuestamente nobles —convertir la propiedad en museo— y sin señales de enriquecimiento ilegítimo. Antes que un delito a la sombra, pareciera ser el fruto de un conjunto de errores compartidos, hechos con tal torpeza que se acabó violando uno de los artículos más simples de la Constitución: la prohibición de que parlamentarios firmen contratos con el Estado.
Lo dramático de este final es la escena de la propia Isabel Allende, emocionalmente quebrada y rodeada de muestras de solidaridad de sus colegas al despedirse del Congreso, donde sirvió por más de tres décadas. Su trayectoria en el socialismo chileno, su rol en la recuperación democrática y su trabajo por la memoria histórica la habían convertido en una figura de enorme peso simbólico. Verla abandonar el Senado, con el dolor propio de quien no había obrado con “maldad” sino con impericia y exceso de confianza, generó una mezcla de consternación e injusticia. No era, desde luego, el arquetipo de político coludido que a veces vemos en los noticieros, como ocurriría con casos abiertamente corruptos al estilo de Luis Hermosilla u otros que aparecen negociando influencias.
Si no es corrupción, ¿qué es, entonces? Para entender este “escándalo sin villanos”, conviene más recurrir a la sociología que a la cuestión jurídico penal. Sociólogos como C. Wright Mills o Ulrich Beck resultan más útiles que un manual de derecho en este punto. No hay delito premeditado, pero sí un fenómeno de “irresponsabilidad organizada”: un sistema en el cual distintos actores —asesores, ministerios, la propia senadora— colaboraron sin mala fe para materializar una compraventa que, en teoría, rendiría homenaje al expresidente Allende. En ese actuar colectivo, nadie se dio el tiempo de alzar la voz, o si alguien lo hizo, no fue escuchado.
Aunque se suele asociar el concepto de “irresponsabilidad organizada” a Ulrich Beck, en realidad emana de reflexiones más cercanas a Mills, donde se describe cómo las burocracias y las élites pueden llegar a cometer transgresiones graves sin intención dolosa, gracias a la dispersión de responsabilidades y la confianza excesiva en la validez de sus propios actos. Cada uno cumple su rol en la cadena, asumiendo que la validación legal (o moral) la aporta otro eslabón. El desenlace es tan público como devastador: un icono del socialismo chileno sale del Congreso en medio de lágrimas y aplausos, sin haberse embolsado un peso, pero habiendo cometido una infracción constitucional de la que fue al mismo tiempo promotora y víctima.
Este tipo de casos son más parecidos a lo que vemos en comedias políticas como “Yes Minister” o “The Thick of It”, donde la verdadera amenaza está en la inercia burocrática y la obsecuencia a la autoridad, que a los dramas de manipulación y dolo que refleja “House of Cards” o la historia de “All the President’s Men”. En esos clásicos de la corrupción política, el villano actúa con total conciencia criminal; aquí, en cambio, todo surge de la prisa con efectos jerárquicos, impuesta por un presidente que se considera heredero de Salvador Allende, la deferencia ante el poder y la lógica burocrática, tan bien expresada por la abogada Francisca Moya, quien dijo conocer la inconstitucionalidad de la compra afirmando al mismo tiempo que no le correspondía a su cargo ponerla en cuestión.
De esta forma, el “caso de la casa de Allende” se ha convertido en un escándalo de nuevo tipo, uno en el que la ausencia de villanos con intenciones lucrativas no disminuye el daño provocado. Al contrario, la sensación de injusticia se acentúa cuando una figura de la talla de Isabel Allende, con un bagaje político de más de treinta años y sin acusaciones previas de corrupción, ve truncada su carrera por una seguidilla de despropósitos administrativos. Y si bien ella es corresponsable de lo ocurrido, se percibe un sinsabor, un “¿cómo pudo pasar?” que apunta a múltiples niveles de la burocracia y la asesoría política.
Desde la perspectiva sociológica, la conclusión es clara: la falta de controles efectivos, la obediencia acrítica y la “omnipotencia aprendida” que a veces rodea a las altas autoridades generan terreno fértil para que se cometan infracciones legales o constitucionales a la vista de todos. Sin malicia, pero con enorme desprolijidad. Todo ocurrió en el ámbito de lo oficial, y no de lo oficioso, para decirlo en palabras de los sociólogos Pierre Bourdieu o Luc Boltanski.
La paradoja es que, a menudo, resulta más difícil de aceptar que un acto tan grave no responda a la codicia o el engaño, sino simplemente a la incompetencia y a la confianza desmedida. Por eso se busca la explicación más rápida y fácil: al villano y sus tramas ocultas. Así ha sido en este caso. Pero pensando de este modo, se pierde lo más interesante e instructivo del caso. Es un escándalo basado en la banalidad del mal burocrático, para decirlo con Hannah Arendt. Paradójicamente, eso lo hace más doloroso y, en cierto modo, más humillante para un país que espera de sus líderes más inteligencia y al menos el rigor mínimo de respetar la norma fundamental.
La sociología, tan vapuleada en estos días, ofrece claves para entender por qué una serie de personas inteligentes y experimentadas puede llegar a cometer un error tan evidente: las dinámicas de poder, la complacencia ante la “orden de arriba” y el temor a contradecir al líder construyen, poco a poco, una trampa sin escapatoria. Al final del día, la imagen de Isabel Allende conmovida, despidiéndose de un hemiciclo que la aplaude entre lágrimas, simboliza un nuevo rostro del escándalo político: aquel en que la ley se rompe no por astucia criminal, sino por un conjunto de omisiones y lealtades mal entendidas.