El Estado como botín: entre los «amarres» y la erosión sistémica de las capacidades del Estado
29.12.2025
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29.12.2025
El autor de esta columna analiza el debate generado por la norma presentada por el Gobierno para exigir fundamentación para las desvinculaciones de los funcionarios públicos a contrata. Sostiene que «la solución definitiva a este problema requiere una reforma estructural que elimine la distinción entre planta y contrata, fusionándolas en un estatuto único de empleo público profesional. Esta propuesta debe poner el mérito en el centro. El ingreso a cualquier cargo profesional o técnico debe ser estrictamente por concurso público y bajo estándares de competencia técnica verificables, eliminando la discrecionalidad del jefe de servicio».
Créditos imagen de portada: Víctor Huenante / Agencia Uno
La reciente serie de Netflix «Muerte por un rayo» ha dado visibilidad a un capítulo fundamental de la historia administrativa: el fin del spoils system o sistema de despojos en Estados Unidos. La trama, que narra el asesinato del presidente James A. Garfield a manos de Charles Guiteau, un buscador de cargos frustrado que reclamaba su recompensa por servicios electorales, ilustra de manera cruda una era en la que el empleo público era la moneda de cambio de la lealtad política. Aquella tragedia fue el catalizador de la Ley Pendleton de 1883, que marcó el tránsito hacia un sistema meritocrático donde el servicio al Estado se separaba, al menos formalmente, de la servidumbre al caudillo de turno. Sin embargo, al observar la actual crispación en Chile ante la denominada “ley de amarre”, donde se acusa al gobierno del presidente Boric de blindar cargos para evitar desvinculaciones ante el arribo del presidente electo, José Antonio Kast, queda claro que las sombras del clientelismo no son un anacronismo televisivo, sino una tensión persistente en el corazón de nuestra administración pública que se agudiza ante la polarización de los ciclos electorales.
En Chile, en las últimas décadas han existido esfuerzos por favorecer la meritocracia a través de hitos como la creación del Sistema de Alta Dirección Pública (SADP) en 2003. No obstante, el criterio de reclutamiento mantiene profundas vetas clientelares que se hacen claramente visibles durante los periodos de alternancia. La historia reciente demuestra que este no es un vicio exclusivo de una sola coalición, sino un comportamiento adaptativo de nuestra clase política.
Prácticamente en todos los cambios de mando se han denunciado esfuerzos por “amarrar” funcionarios leales. Durante la transición entre los dos gobiernos de Michelle Bachelet y los dos de Sebastián Piñera, la tónica fue similar: un aumento sostenido en la contratación de personal bajo la modalidad de contrata y honorarios en las postrimerías del mandato.
Cifras de la Dirección de Presupuestos permiten observar que, en los años de salida, el gasto en personal tiende a rigidizarse, dejando a la administración entrante con una burocracia permeada por la lealtad al proyecto saliente, lo que invariablemente desencadena despidos masivos. El costo de esta inercia no es solo político, sino fiscalmente cuantificable. Del análisis de los datos del Consejo de Defensa del Estado se desprende que el Fisco pierde la gran mayoría de los juicios por desvinculación de funcionarios a contrata. Considerando las condenas por tutela laboral, que oscilan entre 6 y 11 meses de remuneración, el despido de un profesional promedio le cuesta al país entre $20 y $30 millones de pesos. En otras palabras, es un “impuesto” a la rotación política que pagamos todos los contribuyentes.
Esta dinámica genera costos sociales que van mucho más allá de la eficiencia presupuestaria. Cuando el acceso y la permanencia en el Estado dependen de la lealtad partidaria y no del mérito, se erosiona la memoria institucional y se quiebra la continuidad de las políticas públicas. Un sistema sujeto a los vaivenes de los ciclos políticos condena al país a una suerte de “refundación” cada cuatro años, donde el aprendizaje organizacional se pierde y los cuadros técnicos más capacitados huyen hacia el sector privado, dejando un Estado debilitado, incapaz de resolver problemas complejos que requieren estabilidad a largo plazo. El costo para la sociedad es un servicio público de menor calidad, una respuesta estatal lenta y una desconfianza ciudadana que percibe al aparato público no como un garante de derechos, sino como una agencia de empleos para la élite política de turno.
Para comprender esta falla estructural, es necesario analizar el diseño del sistema de personal, clasificado formalmente entre planta y contrata. La planta fue concebida como la columna vertebral de la carrera funcionaria, otorgando estabilidad para proteger al servidor de las presiones políticas. Por el contrario, la contrata se diseñó para funciones transitorias de duración limitada. Sin embargo, la realidad ha invertido este diseño por completo. Debido a la extrema dificultad para desvincular a un funcionario de planta y a la rigidez del sistema, la administración optó por la contrata para cubrir necesidades permanentes.
Las cifras actuales son elocuentes: mientras los cargos de planta han bajado proporcionalmente, la contrata ha subido de forma exponencial, representando hoy la gran mayoría del empleo público. Hoy, la relación es prácticamente de 3 funcionarios a contrata por cada 1 de planta, lo que ha llevado a la jurisprudencia y a la Contraloría, a establecer el principio de «confianza legítima» para proteger a los trabajadores públicos.
La solución definitiva a este problema requiere una reforma estructural que elimine la distinción entre planta y contrata, fusionándolas en un estatuto único de empleo público profesional. Esta propuesta debe poner el mérito en el centro. El ingreso a cualquier cargo profesional o técnico debe ser estrictamente por concurso público y bajo estándares de competencia técnica verificables, eliminando la discrecionalidad del jefe de servicio. Para que este sistema sea viable y no se convierta en un blindaje de la ineficiencia, es fundamental preservar la capacidad de desvinculación basada exclusivamente en evaluaciones de desempeño efectivas y transparentes, y no en el cambio de color político en el gobierno.
Es imperativo, además, delimitar con absoluta claridad la frontera entre la administración técnica y la conducción política. En este sentido, la propuesta debe considerar que los cargos de confianza política se limiten exclusivamente a niveles de asesoría estratégica, bajo un régimen de contratación flexible que finalice automáticamente al término de cada gobierno. De esta forma, cada administración entrante puede contar con su equipo de confianza para el diseño de políticas, pero sin tocar la estructura profesional que ejecuta y garantiza la continuidad del Estado. Al separar la función política del músculo técnico, se protege al funcionario de carrera de ser visto como un enemigo por el nuevo gobernante.
Chile se encuentra hoy en una encrucijada similar a la que enfrentó Estados Unidos a finales del siglo XIX. La “ley de amarre” o el temor al despido masivo son solo síntomas de un sistema que aún no logra desanclar al Estado del ciclo electoral. La lección del caso de Estados Unidos es una advertencia sombría: un sistema de empleo público capturado por el clientelismo no solo genera ineficiencia, sino que degrada la convivencia democrática al transformar la administración en un botín de guerra.
La postergación de una reforma que institucionalice una carrera funcionaria y meritocrática condena al aparato estatal a la erosión de sus capacidades estratégicas. En ausencia de un consenso que logre desvincular la gestión administrativa de los incentivos transaccionales del ciclo político, el Estado chileno permanecerá atrapado en un equilibrio subóptimo, donde la precariedad institucional no solo compromete la eficacia de las políticas públicas, sino también la legitimidad de la administración pública frente a las demandas de la ciudadanía.