Trump y el hemisferio olvidado: realismo sin contrapeso en Latinoamérica
14.12.2025
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14.12.2025
El autor de esta columna profundiza en la estrategia de seguridad nacional planteada por el gobierno de Donald Trump el mes pasado y qué rol juega Latinoamérica en este. Sostiene que “este enfoque distingue al trumpismo tanto del intervencionismo neoconservador de Bush como del multilateralismo liberal de Obama. No hay interés en exportar modelos políticos ni en sostener arquitecturas institucionales internacionales. Hay sí una voluntad de ejercer poder sin ambages para asegurar que el hemisferio no genere amenazas a la seguridad estadounidense ni ofrezca puntos de apoyo a rivales extrarregionales”.
Créditos imagen de portada: TheWhiteHouse.gov
La administración Trump publicó en noviembre un documento de estrategia de seguridad nacional que, por su alcance y franqueza, constituye uno de los textos más significativos de política exterior estadounidense en medio siglo. Sin embargo, hay algo revelador en lo que el documento no dice: Latinoamérica prácticamente no aparece. Esta ausencia no es descuido sino diagnóstico. Para Washington, la región simplemente no representa un desafío estratégico que amerite elaboración doctrinal.
El documento articula una visión del mundo organizada en torno a la competencia entre grandes potencias. China emerge como el rival sistémico principal, capaz de desafiar el orden internacional liberal que Estados Unidos construyó tras 1945. Rusia aparece como potencia revisionista, dispuesta a emplear la fuerza para redefinir su perímetro de seguridad. El Medio Oriente se concibe como zona de riesgos persistentes donde el repliegue estadounidense debe ser calibrado para evitar vacíos que alienten al terrorismo o la expansión iraní. Europa requiere que los aliados asuman mayor responsabilidad en su propia defensa.
Respecto de este último punto, la estrategia busca además modificar el liberalismo cosmopolita europeo y mejorar relaciones con Rusia, precisamente para evitar que se consolide un eje ruso-chino que amplificaría el desafío estratégico. La estrategia trumpiana se define por el abandono del intervencionismo liberal y la adopción de un realismo transaccional: los aliados deben contribuir proporcionalmente, las intervenciones humanitarias se consideran distracciones costosas, y el interés nacional estadounidense —seguridad, prosperidad económica, disuasión de rivales— se persigue sin los ornamentos retóricos de la promoción democrática.
En este marco, Latinoamérica es simplemente invisible. John Mearsheimer ha argumentado que Estados Unidos ejerce sobre el hemisferio occidental una hegemonía regional sin parangón en el sistema internacional moderno. Ninguna potencia extrarregional puede proyectar poder militar significativo en territorio americano; ningún Estado latinoamericano puede siquiera aspirar a equilibrar la influencia estadounidense. Esta asimetría absoluta permite a Washington tratar la región no como espacio de competencia geopolítica sino como ámbito de gestión doméstica ampliada.
Las acciones recientes de la administración Trump confirman esta lectura. La operación contra embarcaciones vinculadas al narcotráfico venezolano, las sanciones renovadas contra el régimen de Maduro, las tensiones con el gobierno de Lula da Silva motivadas por la protección de su aliado local Jair Bolsonaro —lo que demuestra que su interés no es la promoción de la democracia sino su propia conveniencia—, y el respaldo explícito a Javier Milei como aliado ideológico confiable, no responden a preocupaciones sobre la democracia o los derechos humanos. Responden a cálculos de seguridad y afinidad política. Venezuela bajo Maduro no es problemática por ser una dictadura —el historial estadounidense de alianzas con regímenes autoritarios es extenso— sino porque su gobierno es hostil a intereses estadounidenses y porque los carteles que operan desde su territorio representan una amenaza directa a la seguridad interna de Estados Unidos.
Trump busca, con alta probabilidad, remover a Maduro. Pero no lo hará mediante intervención militar masiva ni intentará construir instituciones democráticas desde cero, empresas que su administración considera fantasías neoconservadoras. El objetivo será más modesto y pragmático: reemplazar el régimen actual por uno alineado con Washington, evitando el colapso estatal que genere flujos migratorios masivos o permita la expansión de redes criminales. Se trata de gestión hegemónica, no de evangelización democrática.
Este enfoque distingue al trumpismo tanto del intervencionismo neoconservador de Bush como del multilateralismo liberal de Obama. No hay interés en exportar modelos políticos ni en sostener arquitecturas institucionales internacionales. Hay sí una voluntad de ejercer poder sin ambages para asegurar que el hemisferio no genere amenazas a la seguridad estadounidense ni ofrezca puntos de apoyo a rivales extrarregionales.
Esta estrategia plantea un desafío considerable para los países latinoamericanos que mantienen intereses comerciales relevantes tanto con China como con Estados Unidos, forzándolos a navegar una presión creciente por alineamientos que pueden resultar incompatibles con sus propias estrategias de desarrollo económico.
Latinoamérica permanece, así, en una posición singular: demasiado subordinada para merecer el lenguaje de la competencia estratégica, y suficientemente relevante para que Washington intervenga cuando sus intereses inmediatos lo requieran. El silencio del documento de noviembre no refleja indiferencia sino confianza: una hegemonía tan completa que no necesita justificarse.