Innovación educativa y la resistencia en los colegios: por qué el sistema sigue defendiendo un modelo que ya no funciona
11.12.2025
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11.12.2025
La autora de esta columna sostiene que el sistema educacional chileno impide la innovación educativa en los colegios. Concluye que «la innovación educativa no es un lujo ni una estrategia cosmética para modernizar diagnósticos. Es una urgencia social. No avanzará mientras las escuelas sigan enfrentando solos problemas que son estructurales. Cambiar el modelo significa dejar de pedir milagros pedagógicos y empezar a construir condiciones reales para que el cambio ocurra. Si Chile quiere un sistema educativo que prepare para el futuro, debe partir por transformar su cultura escolar, su estructura de funcionamiento y sus creencias sobre cómo se aprende y cómo se enseña».
En Chile, el problema central no es la falta de ideas innovadoras, ni la ausencia de discursos que prometen modernizar la escuela. El problema es la fragilidad de las condiciones que permiten sostener cualquier cambio. El sistema escolar chileno opera bajo una presión institucional permanente, con culturas laborales que, antes que promover la transformación, tienden a protegerse del riesgo. La innovación se enfrenta así a estructuras que priorizan la supervivencia cotidiana por sobre la reflexión pedagógica y la planificación estratégica. En ese escenario, cualquier intento de renovación choca rápidamente con límites organizacionales y culturales que dificultan avanzar de manera sostenida y equitativa.
Si no comprendemos esa dimensión estructural, seguiremos diseñando políticas que no logran mover la aguja. La resistencia docente no es falta de voluntad ni desinterés: es un síntoma de un sistema que exige más de lo que ofrece. Sin tiempo para planificar, con una burocracia que desgasta, sin acompañamiento pedagógico consistente y con un temor constante al error, innovar se vuelve emocionalmente riesgoso. Modificar una práctica implica reflexión, ensayo, retroalimentación y estabilidad; cuatro elementos que gran parte del sistema no asegura y que, cuando existen, dependen más de la voluntad individual que de condiciones institucionales estables.
Hablar de innovación suele asociarse a modas pedagógicas, tecnologías llamativas o metodologías con nombres atractivos. Sin embargo, la evidencia es clara: las escuelas que realmente transforman sus prácticas no son las que compran más dispositivos, sino las que modifican su cultura interna. La innovación comienza donde se toman las decisiones: en las direcciones y en los equipos directivos. Cuando un liderazgo instala una visión pedagógica clara, coherente, sostenida y acompañada, los resultados se mueven. Estudios internacionales muestran que cerca del 25% del impacto en los aprendizajes depende del liderazgo directivo. No por “mandar mejor”, sino porque crean condiciones donde la pedagogía es el centro: tiempo protegido, foco estratégico, estabilidad emocional y un clima que permite a los docentes arriesgarse sin miedo al juicio.
Para comprender por qué la innovación no llega al conjunto del sistema, es necesario mirar el contexto social que condiciona la experiencia educativa. Según la JUNAEB, el 62,1% del estudiantado chileno se encuentra en condición de prioridad o vulnerabilidad. Pero esa distribución es profundamente desigual: más del 40% de los establecimientos municipales y SLEP se ubican en los tramos más altos de vulnerabilidad; en los particulares subvencionados, ese porcentaje fluctúa entre 25% y 35%; y en los particulares pagados, el 87% del estudiantado pertenece al tramo de menor vulnerabilidad.
Con este panorama, es evidente que no todos los territorios pueden avanzar al mismo ritmo. La carga socioemocional, la pobreza, la inestabilidad familiar y la falta de recursos afectan directamente la posibilidad de transformar prácticas pedagógicas. Innovar requiere tiempo, acompañamiento y estabilidad, precisamente los tres elementos más escasos en los contextos de mayor vulnerabilidad.
La reciente ley que prohíbe los celulares en clase refleja esta tensión. En contextos estables, puede ser una herramienta útil para ordenar dinámicas. En contextos vulnerables, puede profundizar brechas, porque para miles de estudiantes el celular es su principal —y muchas veces única— herramienta digital. La política pública, cuando no considera la heterogeneidad del sistema, termina reproduciendo desigualdades en lugar de reducirlas.
La innovación no es sinónimo de sumar tecnología; es transformar relaciones. Es pasar del miedo a la experimentación, de la burocracia al aprendizaje, del control a la confianza. Pero aquí aparece un punto clave: el sistema educativo chileno, tanto público como privado, sigue operando con una lógica jerárquica y vertical que desalienta la creatividad. Aunque las realidades son distintas, ambos sectores han replicado durante décadas prácticas centradas en el control, la presión académica, la disciplina rígida y el escaso espacio para la reflexión pedagógica. La falta de innovación no es un problema exclusivo de la educación pública: es un rasgo cultural del modelo escolar chileno en su conjunto.
Innovar también es un proceso emocional. Ningún profesor cambia su forma de enseñar si siente miedo a equivocarse, si percibe que cualquier error será penalizado o si su directivo solo lo evalúa y nunca lo acompaña. Autores como Fullan, Hargreaves y Robinson coinciden en que el cambio sostenible ocurre cuando las escuelas se convierten en comunidades de aprendizaje, donde el error es parte del proceso y no motivo de sanción. Cuando una escuela logra ese tránsito, aparece otro efecto virtuoso: mejora la convivencia escolar.
Un docente que desarrolla habilidades del siglo XXI —pensamiento crítico, comunicación, resolución de problemas, colaboración— inevitablemente promueve esas mismas competencias en sus estudiantes. Un curso donde se conversa, se investiga, se coopera y se escucha es un curso donde disminuyen los conflictos. La OECD ha demostrado que los establecimientos que integran metodologías activas y trabajo colaborativo presentan menores índices de violencia, mayor participación estudiantil y un clima emocional más estable. Innovar no solo impulsa resultados académicos: ordena emocionalmente la vida escolar.
Este fenómeno no es solo teoría. En Chile, los establecimientos que han implementado modelos de “innovación contextualizada”, como los impulsados por el CIAE de la Universidad de Chile o por Liderazgo Educativo de la PUCV, muestran aumentos sostenidos en resultados SIMCE junto con mejoras significativas en convivencia escolar. Cuando el aprendizaje tiene propósito, los conflictos pierden espacio. La innovación no está en una herramienta; está en una manera de mirar la enseñanza y en una cultura que entiende que enseñar es un acto que requiere tiempo, acompañamiento y sentido.
Innovar implica direcciones que lideran con propósito, equipos docentes que aprenden juntos y comunidades que comprenden que transformar la escuela no es ejecutar proyectos aislados, sino construir un ecosistema donde enseñar sea posible y aprender sea emocionante. Innovar es, en el fondo, devolverle dignidad a la experiencia educativa. Y aquí surge la pregunta inevitable: si la innovación mejora los aprendizajes, fortalece la convivencia, reduce la violencia, baja la carga docente y desarrolla habilidades esenciales para el siglo XXI, ¿por qué sigue siendo la excepción y no la regla?
Chile tiene capacidades. Las escuelas también. Lo que falta y lo que aún resiste es decidir cambiar la manera en que cambiamos. No basta con pedir innovación ni con instalar discursos inspiradores. Es necesario transformar las condiciones que la hacen viable. Mientras sigamos operando en un modelo que exige resultados sin entregar los medios para lograrlos, la innovación continuará siendo un privilegio de algunos establecimientos y no un derecho para todos los estudiantes.
La innovación educativa no es un lujo ni una estrategia cosmética para modernizar diagnósticos. Es una urgencia social. No avanzará mientras las escuelas sigan enfrentando solos problemas que son estructurales. Cambiar el modelo significa dejar de pedir milagros pedagógicos y empezar a construir condiciones reales para que el cambio ocurra. Si Chile quiere un sistema educativo que prepare para el futuro, debe partir por transformar su cultura escolar, su estructura de funcionamiento y sus creencias sobre cómo se aprende y cómo se enseña.
El desafío no es técnico. No depende solo de metodologías, dispositivos o instrumentos. Es un desafío cultural, institucional y profundamente humano. Y, sobre todo, es un desafío que debemos asumir ahora, antes de que la distancia entre lo que el país necesita y lo que el sistema escolar puede ofrecer siga ampliándose hasta volverse irreparable.