Ley Karin: avances visibles, eficacia limitada en el Estado
09.12.2025
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09.12.2025
La autora de esta columna hace un análisis de las dificultades que ha tenido la aplicación de la Ley Karin en el mundo público. Sostiene que «la Ley Karin representa un avance civilizatorio en materia de derechos laborales. Pero su verdadera efectividad dependerá de que el Estado chileno deje de ser un observador pasivo y asuma un rol activo en garantizar procesos justos, rápidos y con enfoque humano. Se requieren plazos más breves, acompañamiento integral, medidas de resguardo efectivas y sanciones ejemplares. De lo contrario, la ley corre el riesgo de transformarse en un trámite más dentro de la burocracia estatal».
Créditos imagen de portada: Ignacio Jhonson / Agencia Uno
La Ley Karin ha permitido visibilizar el acoso laboral y sexual, pero su proceso en el sector público enfrenta demoras estructurales y culturales que amenazan su efectividad. Los procesos lentos, las investigaciones mal realizadas y la revictimización siguen siendo una deuda del Estado.
En agosto de 2024 entró en vigor la Ley Nº 21.643, conocida como Ley Karin, que modificó el Código del Trabajo para sancionar el acoso laboral, el acoso sexual y las conductas violentas en los espacios de trabajo. Su propósito fue claro: garantizar entornos laborales libres de violencia, tanto en el sector privado como en el público.
A más de un año de su aplicación, Chile cuenta con una ley moderna y necesaria, pero su impacto real en el Estado —donde debería dar el ejemplo— sigue siendo limitado.
Según información proporcionada por la Dirección del Trabajo, entre agosto de 2024 y junio de 2025 se contabilizaron un total de 44.212 denuncias relacionadas con violencia en el ámbito laboral. De estas, el 66,4 % fueron interpuestas por mujeres.
En el ámbito del sector público, los informes iniciales señalaron que un 73,4% de las denuncias están vinculadas al acoso laboral y el 77% de denunciantes son mujeres.
La Superintendencia de Seguridad Social (SUSESO) comunicó que la medida más frecuentemente implementada es la Atención Psicológica Temprana (APT), utilizada en el 71% de los casos.
El incremento en la presentación de denuncias refleja un cambio cultural significativo: durante años, el acoso había sido un secreto institucional. La Ley Karin ha proporcionado nombre, procedimiento y sanción a lo que anteriormente era difícil de visibilizar.
La visibilidad no es suficiente. La implementación de la Ley Karin ha puesto de manifiesto deficiencias estructurales en el sector público. Hay situaciones en las que el o la denunciante continúa trabajando junto a su agresor, sin que se implementen medidas de separación, lo cual representa una forma de revictimización. Según el informe de la DT, muchas entidades públicas no han adoptado medidas de protección adecuadas y un número significativo de denuncias permanece sin resolver después de seis meses de iniciadas las investigaciones.
Un análisis sectorial reveló que entre agosto y diciembre de 2024 se registraron 5.214 denuncias en el sector público (3.376 por acoso laboral, 1.666 por violencia en el trabajo y 172 por acoso sexual), concentrándose principalmente en los ministerios de Salud, Educación y Justicia. Según la información más reciente disponible, la Dirección del Trabajo reportó 44.212 denuncias ingresadas entre agosto de 2024 y junio de 2025 bajo la Ley Karin, lo que demuestra la magnitud del problema a nivel nacional. Estos datos están respaldados por la Cuenta Pública del Servicio Civil 2025 y los reportes oficiales de la SUSESO y la Dirección del Trabajo, que confirman que el aumento de denuncias responde tanto a una mayor visibilización como a una mayor disposición de las personas trabajadoras a utilizar los mecanismos formales de denuncia.
Estos procesos deficientemente ejecutados no solo comprometen el derecho a obtener justicia, sino que también desincentivan futuras denuncias.
Si la víctima percibe que no hay cambios, el mensaje institucional es devastador. Además, se suma la carencia de capacitación para los equipos responsables de investigar estos casos. Muchos comités de convivencia o fiscalías administrativas carecen de formación en perspectiva de género y acompañamiento psicosocial, lo que origina investigaciones superficiales o sesgadas. En lugar de ofrecer reparación, estos procedimientos se transforman en espacios donde las víctimas experimentan desgaste emocional al tener que revivir sus vivencias repetidamente ante funcionarios poco capacitados o indiferentes. Esto resulta en una pérdida doble: desconfianza hacia las instituciones y normalización de la impunidad dentro del propio aparato estatal.
Uno de los principios esenciales de la Ley Karin es salvaguardar a la víctima durante el proceso. No obstante, las evidencias prácticas indican que la falta de protección es común. Las medidas de resguardo —como el cambio temporal de funciones, la suspensión del agresor o el traslado de la víctima— no siempre se implementan.
Esto resulta en que las personas afectadas sean aisladas, cuestionadas o trasladadas injustamente, mientras el agresor conserva su cargo. Esta situación se convierte en una segunda agresión, proveniente del propio sistema estatal.
Además, se suma la falta de mecanismos para un seguimiento psicológico y laboral después de realizar la denuncia. En muchos casos, tras concluir el sumario, la víctima queda desamparada, sin apoyo ni reparación efectiva. Esta omisión no solo prolonga el daño emocional, sino que también transmite un mensaje desalentador: denunciar tiene repercusiones, pero proteger no. De este modo, el Estado reproduce la violencia institucional que pretende erradicar, minando así la confianza de sus propios trabajadores en los sistemas internos de justicia.
¿Podemos decir que la Ley Karin es efectiva en el ámbito público? Sí, pero solo en parte.
Ha permitido visibilizar el acoso, aumentar las denuncias y mejorar los mecanismos legales. Gracias a esta ley, miles de funcionarias y funcionarios han podido identificar y nombrar prácticas que antes se normalizaban dentro de las oficinas del Estado. Sin embargo, esa conquista simbólica se enfrenta a un muro burocrático: la lentitud administrativa, la falta de fiscalización efectiva y la débil protección hacia las víctimas amenazan con vaciar de contenido el espíritu de la norma.
El problema ya no es la ausencia de ley, sino su aplicación deficiente y desigual. En muchos servicios públicos, los protocolos contra el acoso existen solo en el papel. Se activan procedimientos sin enfoque de derechos, los sumarios se dilatan sin razones justificadas y las medidas de resguardo —como separar a la víctima del agresor u ofrecer acompañamiento psicológico oportuno— no siempre se aplican.
Además, el déficit de formación en las jefaturas genera que los casos sean tratados más como un trámite administrativo que como una situación de vulneración grave. En lugar de reparar, se burocratiza el daño. En muchos ministerios y municipios, las víctimas continúan compartiendo espacios laborales con sus agresores o incluso enfrentan represalias veladas, mientras los procesos se estancan por meses.
El resultado es un sistema que aparenta justicia, pero que en la práctica reproduce desigualdad y silencio institucional. La Ley Karin, sin un Estado capaz de implementarla con rigor y humanidad, corre el riesgo de convertirse en una promesa vacía más: un avance normativo que no logra transformar la cultura laboral ni garantizar entornos realmente seguros.
La Ley Karin representa un avance civilizatorio en materia de derechos laborales. Pero su verdadera efectividad dependerá de que el Estado chileno deje de ser un observador pasivo y asuma un rol activo en garantizar procesos justos, rápidos y con enfoque humano.
Se requieren plazos más breves, acompañamiento integral, medidas de resguardo efectivas y sanciones ejemplares. De lo contrario, la ley corre el riesgo de transformarse en un trámite más dentro de la burocracia estatal.
La verdadera medida del éxito no será el número de denuncias, sino cuántas víctimas logran sentirse seguras, escuchadas y reparadas. Hasta que eso ocurra, el Estado seguirá en deuda con los miles de personas que hoy denuncian y, al mismo tiempo, conviven con sus agresores en silencio.