Axel Kaiser: propaganda revisionista y deshonestidad intelectual
08.12.2025
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08.12.2025
El autor de esta columna hace un análisis crítico del recientemente lanzado libro de Axel Kaiser Nazi-Comunismo. Por qué marxistas leninistas y nazis son gemelos ideológico, y concluye que este «permite iluminar mejor la monstruosidad histórica del fascismo, que emerge históricamente ligado al miedo de las clases dominantes al ascenso de la clase trabajadora. Ese miedo unió a los industriales alemanes con Hitler, y ese mismo miedo articuló la alianza entre la derecha chilena corporativista, los Chicago Boys y la dictadura. Si algo revela Nazi-Comunismo, es la persistencia de ese temor a la agencia política de las masas y la distancia abismal que separa la propaganda del conocimiento histórico».
Créditos imagen de portada: Instagram @axelkaiserb
El filósofo chileno Axel Kaiser acaba de publicar su libro Nazi-comunismo: Por qué marxistas leninistas y nazis son gemelos ideológicos. Lo que define a este libro es la propaganda revisionista, basada en el achatamiento político, la falsificación histórica y la confusión ideológica. El libro de Kaiser se presenta como una investigación sobre la historia política y de las ideas, pero constituye una reducción de la pluralidad del marxismo y la imaginación comunista al estalinismo, y opera sobre una ignorancia bochornosa respecto a la historicidad del fascismo alemán.
No entraré aquí en los problemas metodológicos del texto—por ejemplo, la manera en que Kaiser cita a Ernst Nolte obviando convenientemente la conocida filiación revisionista de este autor respecto del Holocausto-. La posición de Nolte, que implicó una justificación racional de los crímenes del régimen nazi, ha sido criticada por especialistas en genocidio por su relativismo. Esta omisión no es casual, en la medida en que expresa la falta de compromiso con el trabajo intelectual, denigrado en catecismo mediático. Sin embargo, hay al menos tres dimensiones en las que el libro de Kaiser colapsa, evidenciando sus propios vacíos formativos. Tres niveles que podríamos llamar “analógicos” entre el fascismo histórico y el comunismo: la historia de las ideas, la historia económica, y la historia política. Con todo, este triple colapso del libro de Kaiser nos sirve para entender la naturaleza del fascismo histórico y su persistencia.
La conditio sine qua non del argumento de Kaiser es una ignorancia deliberada respecto a la pluralidad de tradiciones que entendemos como marxistas: desde el marxismo humanista de Sartre y el marxismo de raíz kantiana de Sohn-Rethel, hasta los populistas como Laclau, los marxismos libertarios y, por supuesto, los defensores explícitos del estalinismo. El primer truco de Kaiser es reducir este complejo mapa a un solo bloque monolítico de sentido: los “comunistas”. De Theodor Adorno a Pol Pot, la narrativa de Kaiser funciona como una licuadora. Es una vieja estrategia de la derecha mediática anglosajona—en Estados Unidos, Mark Levin ya había hecho lo mismo en su libro American Marxism, llegando incluso al ridículo de confundir la Escuela de Frankfurt con una supuesta “Escuela de Franklin”-.
Este achatamiento tiene un propósito político inmediato: permite imputar a cualquier marxista las atrocidades del régimen de Stalin: las purgas y el gulag. Sin embargo, basta recordar que los partidos comunistas de España, Italia y Francia abrazaron la democracia liberal en los setenta; o, en sentido inverso, que los marxismos autonomistas estadounidenses criticaron al socialismo de Estado con una dureza equivalente a la de los liberales más ortodoxos. Harry Cleaver llegó a argumentar que la URSS no era excepción al capitalismo global sino parte consustancial de su despliegue histórico; el socialismo soviético, para Cleaver, era un movimiento interno a las dinámicas del capital en su fase dorada, que coincidió con el auge del keynesianismo.
Todo esto revela algo que Kaiser se rehúsa a aceptar: que el monolitismo del marxismo es un mito construido al servicio de diversos reduccionismos propagandísticos. Su operación consiste en borrar distinciones para fabricar un bloque uniforme, o lo que se llama regularmente en la teoría de las falacias, un “mono de paja”, fingant quod impugnent, un fantasma al que se puede atacar. La honestidad intelectual exigiría confrontar el marxismo en su mejor versión, no en una caricatura diseñada específicamente para ser destruida.
En un segundo nivel, Kaiser sostiene que marxismo-leninismo y nazismo serían equivalentes porque (1) atacan la propiedad privada, el capitalismo y el libre mercado, (2) suprimen derechos individuales y (3) comparten un antiliberalismo congénito. La tercera tesis es la más problemática, especialmente en el contexto chileno.
Conviene primero recordar a Friedrich Hayek, uno de los mayores referentes de Kaiser. En el famoso capítulo “Las raíces socialistas del nazismo” de su libro Camino de servidumbre, Hayek no argumenta simplemente que el nazismo sea una variante del comunismo, más allá de los fines abiertamente ideológicos y propagandísticos de su teoría. Su planteamiento es más sofisticado—y más honesto—que el de Kaiser. Para Hayek, el “socialismo” del nazismo es ante todo la exaltación del Estado prusiano colectivista y de la raza germánica, no una derivación lógica o ideacional del marxismo. Al citar a Oswald Spengler, Hayek recalca cómo, para el nacionalismo alemán—que él vincula con el socialismo histórico—el orden prusiano descansa en la diferencia entre “mandato y obediencia”, no entre ricos y pobres.
Lo que es más importante aún: Hayek no desmiente que el nazismo haya cooperado estrechamente con capitalistas y grandes propietarios de la tierra en Alemania. En 1933, Hayek escribe: “Una de las razones por las que el carácter socialista del nacionalsocialismo no ha sido reconocido es su alianza con los grupos nacionalistas que representan a las grandes industrias y los grandes propietarios de la tierra”. Hayek no deniega el entusiasmo de la clase capitalista alemana por el nazismo. Su visión es atraerlos de vuelta al orden previo a 1914 y la Gran Depresión, cuando el orden liberal y el modo de producción capitalista parecían ser todavía una y la misma cosa. De ahí su enredada visión de la clase capitalista alemana como “socialista” y su denuncia implícita de complicidad con Hitler y el nazismo.
En 1946, Arthur Schweitzer explicó que los nazis se declaraban a favor de la propiedad privada, pero sólo para dueños políticamente aceptables de la misma. El nazismo habría mezclado expropiaciones y privatizaciones: gran parte de las empresas nacionalizadas durante la depresión en la República de Weimar fueron devueltas a manos privadas—para empoderar a industrialistas políticamente alineados. Si bien Schweitzer indica que los nazis destruyeron masivamente la libertad económica, no deja de reconocer que el régimen fusionó la propiedad privada capitalista con el colectivismo.
Otra serie de investigaciones ha demostrado el maridaje entre capitalismo y nazismo. En su libro Nazi Billionaires, David de Long muestra cómo las dinastías más ricas de Alemania (la familia Quandt, la familia Flick, la familia Porsche-Piëch, etc.) ingresaron en el Partido Nazi o incluso en las SS, participaron de la expropiación de la riqueza judía, usaron trabajo forzado y esclavos para reducir costos, crecieron dramáticamente durante la guerra y, lo que es más vergonzoso, evitaron cualquier tipo de castigo con posterioridad a la guerra. Sólo para dar un ejemplo: Ferry Porsche, CEO de Porsche y miembro influyente del grupo Volkswagen—otro gigante industrial surgido al alero de los nazis—fue miembro de las SS en 1938 y se rodeó, con posterioridad a la guerra, de exnazis prominentes a los que convirtió en managers capitalistas.
Hitler también impuso un fuerte disciplinamiento de la fuerza de trabajo que permitió un crecimiento de la industria alemana. Como indica Adam Tooze en The Wages of Destruction, la destrucción del sindicalismo alemán de izquierdas fue un “abono inicial” del régimen nazi a la clase capitalista alemana. IG Farben, Krupp, Deutsche Bank apoyaron a Hitler con la condición de que éste destruyera la democracia parlamentaria y la izquierda. Lo que une al fascismo histórico y a la derecha conservadora es su escarnio contra la democracia. Desde la perspectiva de Kaiser—según la cual existiría una relación antinómica entre libre mercado y estatismo—, ¿cómo entendemos el salvataje a Wall Street en 2008? ¿Fueron los grandes bancos, beneficiados por el dinero público, súbitos conversos al socialismo? El capital puede beneficiarse, o más bien suele hacerlo, de una relación parasitaria y expoliadora con el Estado.
Llego a mi último punto, el del “antiliberalismo”. Aquí se revela el problema quizás más importante que el tipo de debates históricos que Kaiser quiere ignorar o convertir en simplismos panfletarios: que las clases dominantes—incluyendo a las clases capitalistas—siempre han tenido un problema con la democracia. Como en todo caso demuestra la aplastante mayoría de la literatura en torno a la historia de las ideas de derecha en Chile.
En 1979, Jaime Guzmán—uno de los arquitectos ideológicos de la dictadura—se pronunciaba abiertamente contra el sufragio universal y la intervención de las masas en la política. Su preocupación era que la democracia abría las puertas al “totalitarismo marxista-leninista”. Guzmán no era liberal, ni lo fue la derecha chilena de la primera mitad del siglo XX. Su inspiración provenía del pensamiento católico corporativista español: Donoso Cortés, Vásquez de Mella, el falangismo. Su conversión neoliberal y la tesis del estado subsidiario son, en realidad, formulaciones intermedias en el umbral entre corporativismo católico antidemocrático y defensa de la propiedad privada y del capitalismo, umbral en el que la derecha chilena se encuadra históricamente. Todo aquello que Kaiser denuncia como “colectivismo” o “estatismo” del “nazi-comunismo” está también en la genealogía de su propia tradición política: el gremialismo y su defensa de “las antiguas corporaciones y su célula viva—el gremio”, como sostenía el presidente de la Sociedad Nacional de Agricultura en los años 30, Jaime Larraín García-Moreno.
Es algo que para mentes ajustadas como las de Kaiser es improbable, pero históricamente real: la existencia de una versión colectivista-católica del capitalismo autoritario. El movimiento Patria y Libertad expresó esta matriz ideológica en su Manifiesto Nacionalista, redactado por el abogado de Pinochet Pablo Rodríguez, donde se rechaza explícitamente la existencia de “sectores disgregados” incompatibles con el “estado integral”. Osvaldo Lira, por su parte—uno de los maestros de Guzmán—defendía la necesidad de recuperar la organicidad perdida del pueblo contra las “masas” que habían alimentado al marxismo en Chile. Todos estos nombres pertenecen a lo que Stephen Holmes llamó “antiliberalismo” en 1996. Lo relevante, llegado este punto, es que el fascismo, lejos de caracterizarse por una supuesta adhesión a ciertos principios “socialistas”, es la defensa del ideal colectivista en los términos de la nación, la raza o el espíritu. En Chile, el fascismo vernáculo consiste precisamente en el acoplamiento de este colectivismo racial y nacionalista con el neoliberalismo y la ideología monetarista.
El propio Carl Schmitt—referente mayor de las derechas antiliberales contemporáneas, incluyendo a personajes como Alexander Dugin en Rusia—adhirió al nazismo por su filiación con la filosofía política de la “contrarrevolución” católica. Para Schmitt, el marxismo no era la negación del liberalismo, sino la consecuencia histórica extrema del ideal democrático surgido en la Ilustración. Por tanto, ¿serían Jaime Guzmán, Osvaldo Lira o Larraín García-Moreno “nazi-comunistas”? La lógica de Kaiser conduce a este tipo de preguntas absurdas.
Paradójicamente, un libro tan pobre como el de Kaiser permite iluminar mejor la monstruosidad histórica del fascismo, que emerge históricamente ligado al miedo de las clases dominantes al ascenso de la clase trabajadora. Ese miedo unió a los industriales alemanes con Hitler, y ese mismo miedo articuló la alianza entre la derecha chilena corporativista, los Chicago Boys y la dictadura. Si algo revela Nazi-comunismo, es la persistencia de ese temor a la agencia política de las masas y la distancia abismal que separa la propaganda del conocimiento histórico.