Responsabilidad compartida en la educación inclusiva de las escuelas: una revisión del marco regulatorio actual
06.12.2025
Hoy nuestra principal fuente de financiamiento son nuestros socios. ¡ÚNETE a la Comunidad +CIPER!
06.12.2025
El autor de esta columna analiza la legislación que sostiene el sistema educativo inclusivo y advierte en ésta la poca presencia de la responsabilidad familiar en los procesos formativos de los niños, colocando la responsabilidad solamente en los colegios. Sostiene que «una reforma de corresponsabilidad educativa debería equilibrar el marco normativo, otorgando a las escuelas herramientas claras para exigir colaboración y a las familias el deber de asumir su rol formativo. La inclusión solo será auténtica si se construye sobre un principio de reciprocidad: los derechos florecen cuando los deberes se cumplen».
La inclusión escolar es un derecho incuestionable de todos los niños, niñas y adolescentes de Chile. Ninguna comunidad educativa podría, ni debería, ponerlo en duda. Durante la última década, nuestro país ha promulgado diversas leyes que buscan consolidar este principio, exigiendo a los establecimientos educacionales garantizar el acceso, la participación y el aprendizaje de todos los estudiantes, sin discriminación. La Ley de Inclusión Escolar (20.845), la Ley TEA (21.545) y el Decreto 170/2009 son ejemplos de un avance institucional que tributa a una educación más justa, sensible y diversa.
Sin embargo, junto con estos avances normativos, ha emergido una problemática innegable que aún no alcanza su punto crítico: la inclusión se ha convertido en una obligación legal para las escuelas, pero no se equipara legalmente con la corresponsabilidad compartida con las familias. El discurso de los derechos ha ganado fuerza, mientras la noción de los deberes se ha ido desdibujando. En la práctica, el sistema ha depositado casi toda la responsabilidad de la inclusión en los colegios, transformándolos en los únicos garantes a los cuales se les pude exigir legalmente el bienestar, la convivencia y el aprendizaje de los estudiantes.
Un análisis comparativo de las principales normas vigentes —la Ley N°21.545, la Ley N°20.845 y el Decreto Supremo N°170/2009— confirma esta tendencia: 34 menciones explícitas a responsabilidades institucionales frente a solo 11 alusiones a deberes parentales. Esta proporción de tres a uno revela un enfoque que confunde inclusión con delegación institucional, donde la escuela asume sola un desafío que debería sostenerse en alianza con las familias.
Desde el enfoque de derechos, los colegios deben asegurar acceso, permanencia y aprendizaje sin discriminación. No obstante, el marco legal actual convierte esa garantía en una carga unilateral. Los equipos educativos están llamados a contener, mediar y sostener procesos de convivencia complejos, incluso en contextos donde la familia no colabora o niega los impactos de las conductas disruptivas.
Las tres leyes analizadas comparten un mismo patrón: fortalecen la obligación del Estado y de los establecimientos educacionales, pero dejan en segundo plano la función educativa de los padres. En la Ley TEA, por ejemplo, los artículos 3 y 5 solo mencionan a la familia como representante legal o apoyo del estudiante, mientras que los deberes institucionales son once. La Ley de Inclusión Escolar repite la tendencia: 14 referencias a la escuela y apenas cinco a los padres. La mayoría de estas alusiones, además, se limita a declaraciones de principios o a la definición general de los roles parentales, sin establecer mecanismos concretos de corresponsabilidad ni exigibilidad práctica. Incluso, el Decreto 170, que regula la evaluación de necesidades educativas especiales, establece nueve deberes administrativos para la escuela frente a solo cuatro menciones de participación familiar.
Este desequilibrio ha contribuido a instalar una cultura de dependencia institucional, donde los hogares transfieren a la escuela funciones que les corresponden —como educar en normas, límites y responsabilidad—. La familia deja de ser formadora y se convierte en usuaria del sistema educativo, lo que impide una verdadera alianza pedagógica.
Las consecuencias de esta desproporción son visibles. Los docentes reportan desgaste emocional ante la obligación de sostener dinámicas que exceden su rol pedagógico. Los estudiantes viven climas de aula deteriorados, donde la falta de límites claros confunde empatía con permisividad. Y los equipos PIE enfrentan una paradoja constante: promover inclusión sin contar con respaldo normativo para exigir compromiso familiar.
Cuando el acompañamiento parental se diluye o se mal entiende, la escuela se convierte en un espacio donde los derechos se reclaman, pero los deberes se omiten. La inclusión, en ese contexto, deja de ser un proceso formativo y se transforma en una carga administrativa o moral.
Chile necesita transitar hacia un modelo más maduro de inclusión educativa.
Eso implica reconocer que el derecho a aprender no puede sostenerse sin el deber de participar, colaborar y educar también desde el hogar. Las familias deben ser parte activa del proceso, no solo receptoras de información o intermediarias legales.
Una reforma de corresponsabilidad educativa debería equilibrar el marco normativo, otorgando a las escuelas herramientas claras para exigir colaboración y a las familias el deber de asumir su rol formativo. La inclusión solo será auténtica si se construye sobre un principio de reciprocidad: los derechos florecen cuando los deberes se cumplen.
La verdadera inclusión no excluye el límite: lo redefine. Educar en comunidad es acompañar, pero también exigir. Es proteger al que más necesita, sin olvidar que todos los estudiantes —y también sus docentes— tienen derecho a aprender en un ambiente adecuado.