La frontera Chile–Perú como espejo incómodo de América Latina
05.12.2025
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05.12.2025
El autor de esta columna analiza las respuestas que se están dando en el continente a la crisis migratoria, y las cruza con lo que hoy se está debatiendo en medio de las candidaturas presidenciales. Asegura que «si América Latina opta por seguir administrando la movilidad humana a golpe de decretos de excepción, despliegues militares y discursos inflamados, la crisis se seguirá repitiendo cada cierto tiempo en distintos puntos del mapa. Si, en cambio, reconoce que se trata de un fenómeno estructural y apuesta por construir, con costos y compromisos compartidos, corredores legales, mecanismos de regularización y marcos comunes de protección, la frontera dejará de ser una herida abierta y podrá convertirse en lo que debería ser en el siglo XXI: un espacio de responsabilidad compartida y de mínima decencia civilizatoria».
Créditos imagen de portada: Salvador Pedrini / Uno Noticias
En los últimos tres años, la franja que separa Arica de Tacna pasó de ser un punto de tránsito intenso, pero relativamente previsible a una zona de fricción casi permanente. En 2023, el cierre simultáneo de controles y el endurecimiento de requisitos dejó a cientos de personas —sobre todo venezolanas y haitianas— atrapadas en la línea de la Concordia, sin poder entrar a Perú ni reingresar a Chile. A fines de 2025, la escena se repite con otros actores: Lima decreta estado de emergencia en Tacna y envía un contingente de 100 militares y 100 policías para “contener” la llegada de migrantes irregulares, mientras en Chile una candidatura presidencial de derecha dura promete expulsiones masivas y plazos perentorios para que quienes no tienen papeles abandonen el país. La pregunta que vale la pena hacerse ya no es solo cómo “ordenar” la frontera, sino ¿qué es lo que revela esta nueva militarización sobre la manera en que América Latina está tratando la movilidad humana y la interdependencia, y qué alternativas reales existen más allá del populismo de seguridad?
Si se observa quiénes están en juego, la escala del problema se vuelve más clara. La plataforma regional R4V, coordinada por ACNUR y la OIM, calcula que el éxodo venezolano supera los siete millones de personas en la región, con Chile y Perú entre los principales destinos. Solo en Chile, en torno al 10% de la población total es hoy extranjera (unos 1,9 millones de personas, según estimaciones oficiales del Instituto Nacional de Estadísticas y del Servicio Nacional de Migraciones) y más de 330 mil personas se encuentran en situación migratoria irregular, mientras el propio Servicio Nacional de Migraciones reporta que los ingresos irregulares han caído cerca de 50% respecto de 2021 gracias a mayores controles y cambios normativos. Es decir, el flujo se ha hecho más pequeño y más riesgoso al mismo tiempo, y el sistema sigue produciendo un stock elevado de personas sin estatus estable, que terminan concentradas precisamente en las fronteras y periferias urbanas.
Ahí aparece el primer nudo: el divorcio entre el lenguaje de los derechos humanos y la práctica de las políticas migratorias. En el plano normativo, la región ha suscrito todos los grandes instrumentos de protección; en el terreno, quienes quedan varados en Arica–Tacna carecen de los dos derechos que siguen siendo decisivos y están, de hecho, reservados a la ciudadanía nacional: residir y circular legalmente. El jurista Luigi Ferrajoli ha descrito esta paradoja como un “constitucionalismo de ciudadanos”, donde derechos proclamados como universales se vuelven en la práctica privilegios exclusivos de quienes portan el documento correcto. En ese sentido, la crisis en la frontera no es solo un operativo policial: es el síntoma de un apartheid jurídico que separa a los “incluidos” con papeles de los “prescindibles” que pueden ser contenidos, desviados o simplemente empujados hacia el vecino.
La dimensión política agudiza esa fractura. En Chile, la campaña presidencial ha instalado un clima de populismo de seguridad que no se reduce a un nombre propio. El caso más evidente es el ultimátum de uno de los candidatos mejor posicionados, que ha dado poco más de 100 días a los migrantes irregulares para abandonar voluntariamente el país bajo la amenaza de ser detenidos y expulsados si llega al poder. Pero incluso propuestas presentadas como moderadas, como el empadronamiento obligatorio con sanciones a quienes no se inscriban, comparten un mismo encuadre: cientos de miles de personas son tratadas ante todo como un problema de orden público, no como sujetos con proyectos vitales y arraigos. Del otro lado de la línea, el gobierno peruano enmarca a quienes intentan cruzar como potencial amenaza a la seguridad ciudadana y responde con un lenguaje casi militar —“bloquear ingresos”, “reforzar el control con las Fuerzas Armadas”— que prioriza la demostración de fuerza sobre la gestión de un fenómeno regional.
Mirado con algo de distancia, eso encaja con lo que Pierre Rosanvallon ha descrito para el siglo XXI como democracias polarizadas: la construcción de un “pueblo-Uno” supuestamente homogéneo, compuesto por nacionales vulnerables, enfrentado a un “ellos” difuso que concentra los miedos al delito, al desempleo o a la pérdida de control territorial. El populismo de seguridad hace dos cosas a la vez: ofrece soluciones instantáneas de bajo costo fiscal —leyes más duras, despliegues militares, nuevos delitos— y desplaza el debate desde las capacidades reales del Estado hacia la voluntad de castigar. Militarizar la frontera es más barato políticamente que financiar sistemas de registro robustos, oficinas de refugio con personal suficiente, programas de integración laboral o políticas de vivienda que eviten la proliferación de campamentos. El problema es que esa estrategia no reduce los flujos ni resuelve la irregularidad: solo los vuelve menos visibles, más peligrosos y más dependientes de redes criminales que sí operan a escala transnacional.
Aquí ayuda a mirar el cuadro desde la política internacional. El realismo neoclásico recuerda que las decisiones de política exterior —y la gestión de fronteras lo es— no derivan solo de “amenazas objetivas”, sino de cómo las élites leen esas amenazas y las traducen a su propia lucha interna. En 2023, la foto de familias durmiendo a la intemperie en la línea de la Concordia fue amplificada por medios y redes sociales hasta convertirse en símbolo de descontrol, en un contexto de crisis política en Perú y presión interna sobre el gobierno chileno por el aumento de delitos violentos. En 2025, el nuevo estado de emergencia en Tacna responde tanto al temor de un aumento de ingresos como a la necesidad del Ejecutivo peruano de mostrar iniciativa en seguridad tras un ciclo de protestas y desacreditación institucional. La frontera, así, deja de ser solo un límite geográfico y se convierte en un escenario donde gobiernos hablan tanto a su vecino como a sus propias audiencias domésticas.
Ese cortoplacismo contrasta con lo que recomiendan los organismos que miran la región desde la lógica de los bienes públicos. El Informe de Desarrollo Humano 2023–2024 del PNUD insiste en que vivimos en un mundo de interdependencia densa donde los problemas centrales —desde el clima hasta la movilidad humana— no pueden gestionarse país por país, y alerta sobre cómo la combinación de desigualdad y polarización está generando un “bloqueo peligroso” a la cooperación necesaria para abordarlos. Arica–Tacna es un buen ejemplo: en vez de tratar la frontera común como un bien público regional que exige reglas claras y estables, mecanismos conjuntos de registro e identificación, y acuerdos de responsabilidad compartida, predominan respuestas espasmódicas ligadas al ciclo electoral. Declarar estados de emergencia y mover tropas produce la imagen de control instantáneo, pero no crea corredores humanitarios regulados, ni armoniza categorías de reconocimiento, ni define cómo se reparten cargas y beneficios entre países que reciben a millones de personas desplazadas.
La buena noticia es que América Latina no parte de cero. Hay experiencias comparadas que muestran que otra gestión es posible. Colombia, por ejemplo, adoptó un Estatuto Temporal de Protección que busca regularizar a unos 1,8–2,3 millones de venezolanos, otorgándoles un horizonte de hasta diez años para obtener residencia y acceso gradual a servicios y mercado laboral, una decisión que organismos internacionales han destacado como referencia regional. Brasil, por su parte, combinó la “Operação Acolhida” con autorizaciones de residencia temporaria y la ampliación del refugio para venezolanos, permitiendo que quienes ingresaron de forma irregular pudieran, bajo ciertos requisitos, transformar su estatus sin quedar atrapados de forma indefinida en la ilegalidad. Ninguno de estos modelos es perfecto ni exportable mecánicamente, pero muestran que tratar la movilidad como fenómeno estructural y no como sobresalto coyuntural abre un campo de políticas más amplio que la pura contención.
Al final, la disputa no es solo técnica. Como ha subrayado Jeffrey Sachs al hablar del “precio de la civilización”, detrás de muchas crisis contemporáneas hay una crisis de civismo: élites políticas y económicas que renuncian a la responsabilidad social y prefieren explotar el miedo antes que asumir los costos de políticas de largo plazo. En el campo migratorio, eso se traduce en una tentación permanente de convertir a los recién llegados en chivo expiatorio de problemas reales —inseguridad, déficit de vivienda, sistemas de salud tensionados— que tienen causas mucho más profundas y domésticas. Apostar por el populismo de frontera es, en el fondo, negarse a pagar el precio de una política migratoria seria: más recursos administrativos, mejor coordinación regional, reformas legales que simplifiquen trámites, estándares compartidos de acogida y retorno.
La frontera Chile–Perú es hoy un espejo incómodo de todo lo anterior. Lo que se decida allí dirá menos sobre la dureza o blandura de tal o cual gobierno y más sobre el tipo de comunidad política que la región quiere ser en un contexto de interdependencia forzada. Si América Latina opta por seguir administrando la movilidad humana a golpe de decretos de excepción, despliegues militares y discursos inflamados, la crisis se seguirá repitiendo cada cierto tiempo en distintos puntos del mapa. Si, en cambio, reconoce que se trata de un fenómeno estructural y apuesta por construir, con costos y compromisos compartidos, corredores legales, mecanismos de regularización y marcos comunes de protección, la frontera dejará de ser una herida abierta y podrá convertirse en lo que debería ser en el siglo XXI: un espacio de responsabilidad compartida y de mínima decencia civilizatoria.