Apuestas online: el fallo que no nos protege y la investigación que la fiscalía abandonó
01.12.2025
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01.12.2025
El autor de esta columna plantea que el fallo que obliga a los operadores de internet a bloquear los sitios de las casas de apuestas no considera la protección directa a los menores de edad que están expuestos a la ludopatía. Sostiene que «en su rol, la Corte Suprema defendió un negocio, no a una generación. Este fallo, más que una solución, es el síntoma de nuestro fracaso: la orden judicial es una obligación de bloqueo impuesta a las empresas de telecomunicaciones, sin tener incidencia directa sobre las casas de apuestas que operan desde el extranjero. Mientras la justicia interviene en una guerra de mercado con medidas técnicas, la negligencia política ha dejado que la salud de nuestros jóvenes se convierta en el daño colateral». Además, propone una hoja de ruta para proteger a este grupo etario.
Créditos de portada: Sócrates Orellana / Agencia Uno
«Ver un partido sin apostar… me aburre, lo encuentro fome». La frase, un epitafio para el goce inocente del deporte, no la pronuncia un ludópata de larga data, sino Javier, un joven de 17 años que cursa tercero medio en Santiago. Lo que comenzó hace menos de un año, con una simple apuesta de $2.000 en un partido de la Champions desde su teléfono, «solo para darle emoción», es hoy una compulsión que lo devora. Antes de cada encuentro, su WhatsApp es un campo de batalla digital: un bombardeo de sugerencias, análisis técnicos y montos apostados, todo bajo el mantra mesiánico de sus amigos: «Esta es segura, nunca falla». Este torbellino lo ha llevado a vender sus más preciados tesoros y a acumular una deuda de 300.000 pesos, una cifra que, según relata con escalofriante normalidad, en su círculo parece «insignificante».
El caso de Javier no es una tragedia personal aislada. Es el sismógrafo que marca el epicentro de una catástrofe que va en aumento, una crisis de salud pública cultivada por una omisión inexcusable del Estado que ha consagrado un peligroso vacío legal y regada por un diluvio publicitario que, según estimaciones de la propia industria reportadas por medios como Diario Financiero, solo en 2022 superó los 180 millones de dólares en Chile. Un estudio solicitado por el Senado calcula que el mercado chileno moviliza más de 3.100 millones de dólares en ingresos brutos al año.
Recientemente, un fallo de la Corte Suprema pareció ser la primera línea de defensa, ordenando el bloqueo de sitios de apuestas no regulados (aunque la orden de apurar esto no ha podido ser ejecuta con eficacia). Una victoria, se dijo. Pero una mirada bajo la superficie revela una verdad que define nuestras prioridades como país: la sentencia no se erige sobre la protección de miles de adolescentes, sino sobre los cimientos de una disputa comercial. La acción judicial fue la de una empresa chilena defendiendo su cuota de mercado.
En su rol, la Corte Suprema defendió un negocio, no a una generación. Este fallo, más que una solución, es el síntoma de nuestro fracaso: la orden judicial es una obligación de bloqueo impuesta a las empresas de telecomunicaciones, sin tener incidencia directa sobre las casas de apuestas que operan desde el extranjero. Mientras la justicia interviene en una guerra de mercado con medidas técnicas, la negligencia política ha dejado que la salud de nuestros jóvenes se convierta en el daño colateral.
La vulnerabilidad de Javier no es una falla de carácter, sino una condición neurobiológica que la industria ha aprendido a monetizar. La ciencia es categórica. El cerebro adolescente es un campo de minas para la adicción, regido por un desequilibrio programado: un sistema de recompensa que opera a toda máquina, hipersensible a la dopamina, mientras la corteza prefrontal —la torre de control del juicio y los impulsos— sigue en plena construcción.
Las plataformas de apuestas no son un simple juego; son laboratorios de compulsión diseñados para explotar esta asimetría. Con su disponibilidad total y la inmediatez vertiginosa de sus resultados, actúan como una aguja hipodérmica directa al sistema de recompensa. La neurociencia ha demostrado que el Trastorno por Juego secuestra los mismos circuitos neuronales que la adicción a la cocaína , reconfigurando las redes cerebrales ejecutivas y saboteando la capacidad misma del cerebro para frenar, para decir «basta».
Esta epidemia tiene arquitectos y facilitadores. Más allá de la publicidad visible, operan con un potente motor de engagement: la entrega de bonos de bienvenida y la promesa de «dinero gratis» para nuevos usuarios. Esta es, quizás, su táctica más insidiosa. Al regalar apuestas, eliminan la barrera inicial del miedo a la pérdida y proporcionan una activación artificial del sistema de recompensa, un primer golpe de dopamina que engancha al usuario y lo prepara para usar su propio dinero. La evidencia confirma que estos incentivos económicos son la estrategia más efectiva para iniciar la participación en apuestas, especialmente en jóvenes.
El principal vehículo de contagio de esta normalización ha sido el fútbol. Hemos visto cómo los logos de casas de apuestas ilegales en Chile, se han tatuado en las camisetas de Colo-Colo, la Universidad de Chile, Universidad Católica y otros clubes insignes. Pero esta complicidad va más allá de un logo en la camiseta. Como lo advierte una reciente columna de CIPER, esta dependencia financiera está creando un entorno donde «mientras sea legal y rentable, la ética es optativa». La investigación expone cómo la lluvia de dinero de las apuestas no solo financia al deporte, sino que introduce el fantasma del amaño de partidos y la corrupción, recordando los grandes escándalos del fútbol italiano. Al normalizar esta relación, estamos socavando la integridad misma del deporte que aman. Todo esto funciona, como reveló CIPER, como una “máquina bien aceitada”: mientras los clubes firman contratos millonarios con empresas que operan al margen de la ley, el dinero fluye a través de complejas estructuras societarias, a menudo radicadas en paraísos fiscales.
La pregunta que esa investigación dejó en el aire sigue siendo la más pertinente: ¿quiénes, con nombre y apellido, firmaron esos contratos, validando a empresas que operan al margen de la ley chilena?
A esta complicidad se suma la de los medios de comunicación. Canales de televisión y radios deportivas han convertido el lenguaje de las apuestas en parte de la jerga futbolística, transformando cada living familiar en una sucursal de casino. Comentaristas e ídolos deportivos venden su credibilidad para actuar como embajadores de estas marcas, susurrando al oído de sus seguidores que apostar no es un riesgo, sino una extensión de su pasión.
El resultado es una crisis sanitaria de magnitud alarmante, como la ha calificado la prestigiosa revista The Lancet Public Health. Las cifras globales son un grito de alerta: hasta un 12,3% de los adolescentes a nivel mundial ya sufre de juego problemático. Peor aún, del total de jóvenes que apuestan online, se estima que un 26% está en riesgo de desarrollar un trastorno.
Las consecuencias son una sangría silenciosa en el futuro del país. El juego problemático es un precursor directo de la depresión, la ansiedad y el abuso de sustancias. Arrasa con el rendimiento académico y fractura las relaciones familiares. Y en su manifestación más oscura, multiplica de forma alarmante el riesgo de ideación e intentos de suicidio.
Frente a esta avalancha de evidencia, la respuesta política en Chile ha sido una mezcla de parálisis y un enfoque cínico. Los proyectos de ley han avanzado con una lentitud exasperante, entrampados en un debate que no se ha centrado en cómo proteger a nuestros adolescentes, sino en cómo y cuánto recaudar de su potencial adicción. La investigación penal, por otro lado, se detuvo. Como documentó CIPER, la Fiscalía decidió no perseverar justo cuando el SII había entregado una cantidad abrumadora de información para imputar. Esto demuestra que el problema no es solo la falta de una ley, sino una renuncia explícita a ejercer la acción penal con las herramientas existentes.
El fallo de la Suprema no es la solución. Es un parche técnico. La adicción de Javier no se cura bloqueando un sitio web; mutará, encontrará una VPN, se adaptará. Es hora de que el Estado asuma su responsabilidad con una contundencia proporcional a la crisis. Se necesita una hoja de ruta valiente:
Objetivo: Desnormalizar el juego y romper su asociación cultural con el deporte.
Objetivo: Garantizar que el entorno de juego sea lo más seguro posible para el usuario.
Objetivo: Dotar al Estado de poder real para castigar el incumplimiento.
Chile, al no regular, va a contramano de la tendencia en la mayoría de los países desarrollados, que ya han implementado (o están endureciendo) estas medidas.
Objetivo: Obligar a la industria a reparar el daño social que genera.
Acciones: Impuesto a los ingresos brutos destinado a un fondo autónomo, administrado por el MINSAL, para financiar prevención, investigación independiente y tratamiento universal y gratuito.
Objetivo: Regular el motor de la adicción, no solo sus manifestaciones externas. En el siglo XXI, regular una industria digital significa regular el código que la impulsa.
La historia de Javier es una advertencia que resuena como una sirena de emergencia. Su frase, «ver un partido sin apostar me aburre», no es solo suya; es el síntoma de una generación a la que le hemos permitido creer que la emoción se compra y se vende. La pregunta para nuestras autoridades, dirigentes y medios ya no es si actuarán, sino cuándo responderán por el daño que su inacción, y la de la justicia, ya ha causado.