Extorsión al alza, resiliencia institucional y respuestas con evidencia
14.11.2025
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14.11.2025
Los autores de esta columna aprovechan la reciente publicación del Índice Global de Crimen Organizado para poner el foco en la extorsión en Chile. Analizan los datos disponibles y entregan propuestas para combatirla basadas en la experiencia internacional. Sostienen que «las organizaciones criminales operan hoy a través de una amplia gama de actividades legales e ilegales, en las que el lavado de dinero resulta indispensable para incorporar ganancias ilícitas en los circuitos formales. En este escenario, la regulación de criptomonedas y el levantamiento del secreto bancario son pasos esenciales para una persecución patrimonial y financiera efectiva».
Créditos de portada: Hans Scott / Agencia Uno
Hace algunos años, Chile comenzó a experimentar fenómenos delictuales y expresiones de criminalidad organizada que antes nos resultaban ajenos. En un primer momento, las autoridades mostraron reticencia a reconocer su magnitud —por falta de información, prudencia política o temor a aumentar la percepción de inseguridad—, mientras una parte del debate público optó por responsabilizar a los medios por amplificar el miedo ciudadano. Es cierto que la constante referencia al crimen puede aumentar la sensación de peligro en la población, y que los medios tienden a sobredimensionar los datos reales —más aún en esta nueva era periodística marcada por la confrontación, los gritos y descalificaciones—. Pero también es riesgoso cuando existe una realidad que no se sabe nombrar ni identificar, y cuando los medios reflejan una preocupación ciudadana que las autoridades no conocen.
Hoy ese momento ha quedado atrás: el fenómeno delictual lo asumimos todos. Efectivamente, enfrentamos una delincuencia distinta a la de hace unas décadas; sin embargo, no se trata de una catástrofe irreversible, ni de una responsabilidad exclusiva de un gobierno de turno. Chile mantiene condiciones institucionales y sociales que permiten pensar en respuestas efectivas. A pocos días de las elecciones presidenciales y parlamentarias esto no es menor, sobre todo porque las propuestas y el debate se han tornado hacia la interpelaciones de las emociones que produce la delincuencia. En tiempos donde se lucha por tener la mano más dura en seguridad —“barco-cárceles”, calles con militares, aumentar excesivamente penas de cárcel y pena de muerte—, la investigación puede y debe mostrar alternativas más plausibles y sensatas basadas en evidencia y en la frialdad. A políticos y científicos nos falta, siguiendo a Weber, el compromiso irrenunciable de acompañar la “ética de la convicción” con la “ética de la responsabilidad”.
Acaba de publicarse el Índice Global de Crimen Organizado 2025 de la Global Initiative Against Transnational Organized Crime (GI-TOC). En una escala del 1 al 10, Chile registra 5,48 puntos en criminalidad total. Este indicador resulta del promedio entre la presencia de mercados criminales (5,37) y actores criminales (5,60), y ambos subieron 0,30 puntos en los últimos dos años. También se observan alzas en la trata de personas con fines de trabajo forzado y explotación sexual (human trafficking), así como en el tráfico ilícito de personas (human smuggling). Sin embargo, nos centraremos en otro de los delitos que más ha crecido en los últimos años: la extorsión, uno de los fenómenos más preocupantes del escenario actual.
El índice de GI-TOC de Chile muestra que la extorsión y “extorsión por protección” (protection racketeering) tiene 5,00 puntos, medio punto más que hace dos años. Este delito se ha extendido especialmente en regiones del norte y en algunas partes de Santiago, vinculado al tráfico de drogas y a las coerciones ejercidas sobre vendedores callejeros para que paguen por protección (p. 3). En este y otros casos, se ha evidenciado un cambio desde operaciones delictuales descentralizadas a estructuras de tipo mafioso, más organizadas y violentas (p. 5).
Ahora bien, el aumento de los casos registrados en Chile no responde únicamente a un crecimiento real del delito, sino también a cambios en su definición legal. La reforma al artículo 438 del Código Penal, aprobada en 2023, amplió los supuestos que permiten tipificar una conducta como extorsiva. En consecuencia, más situaciones son hoy reconocidas oficialmente bajo esa figura, lo que explica en parte el incremento de las denuncias.
Al mismo tiempo, un informe reciente de la Unidad Especializada en Crimen Organizado y Drogas del Ministerio Público muestra un cambio en el tipo de delitos predominantes. Han crecido con fuerza desde el 2023 los llamados delitos parasitarios o predatorios —como la extorsión, el secuestro extorsivo y la trata de personas—. El 2018 marca un punto de inflexión, cuando la extorsión presentó una variación porcentual de 121%, inaugurando una tendencia sostenida al alza. Este crecimiento responde tanto a lo lucrativa que resulta esta actividad como a su utilidad para la disputa territorial, de control de mercados ilegales y de regulación interna de las organizaciones criminales (p. 16).
Como señala Lucía Dammert (2025) en su libro «Anatomía del poder ilegal», la extorsión adopta múltiples formas en América Latina: el “derecho de piso” en México, la “renta” en El Salvador y Guatemala, el “impuesto de guerra” en Honduras o la “vacuna” en Colombia, Ecuador y Venezuela. Más allá de los nombres, se trata de una misma lógica de dominación y control, donde los grupos criminales imponen pagos obligatorios a individuos o negocios para garantizar su seguridad. Esa capacidad de adaptación local explica, según la autora, por qué la extorsión se ha convertido en una de las principales fuentes de financiamiento del crimen organizado en la región, con efectos devastadores sobre las economías y la vida cotidiana.
Según la Fiscalía, la complejidad de estos delitos se explica por una combinación entre innovación tecnológica, opacidad financiera y violencia coercitiva. En el plano tecnológico, las organizaciones criminales cuentan con mensajería cifrada, redes sociales y criptomonedas, adaptándose con rapidez a nuevos mercados y restricciones legales. A través de estos medios, lavan dinero en circuitos legales, extorsionan a distancia y coordinan operaciones desde las cárceles, donde muchas veces conservan capacidad de mando.
La extorsión se ha convertido así en un delito estructural para ciertas organizaciones criminales: garantiza ingresos constantes y, al mismo tiempo, consolida su autoridad en los territorios (Fiscalía, p. 49). En otras palabras, una organización logra arraigo territorial imponiendo pagos ilegales bajo amenaza, y con ese control conseguido puede luego identificar y someter a nuevas víctimas.
Aunque Chile ha experimentado un aumento en los casos de extorsión y en la diversificación del crimen organizado, aún está lejos de los niveles observados en otros países de la región. En países como México, Ecuador o Perú, la extorsión se ha consolidado como un delito cotidiano, transversal a barrios, colegios, comercios e industrias. En cambio, Chile mantiene ventajas comparativas relevantes: su institucionalidad sigue siendo funcional, el Estado conserva capacidad de control territorial, y los mecanismos de rendición de cuentas —aunque imperfectos— todavía operan como un contrapeso frente a la expansión criminal. Estas diferencias son importantes, porque marcan una ventana de oportunidad para fortalecer la respuesta estatal antes de que las lógicas de captura territorial se arraiguen más profundamente.
El Índice Global de Crimen Organizado 2025 también muestra que Chile alcanza 6,17 puntos en resiliencia, lo que lo posiciona como el segundo país más resiliente de América del Sur. Dentro del desglose de la resiliencia, destacan la transparencia y rendición de cuentas gubernamental (7,00), la cooperación internacional (8,00) y la fortaleza de sus políticas y leyes nacionales (6,50). Como señala el informe, “Chile sigue siendo institucional y económicamente estable”, por un lado, aunque advierte que “los controles débiles en fronteras y una capacidad limitada en inteligencia han facilitado la expansión criminal” (p. 5). Es decir, no todo es un desastre, pero hay espacios claros de mejora institucional y operativa.
Cuando el delito aumenta, las explicaciones suelen dividirse entre dos caminos: o hay más personas delinquiendo, o los mismos actores cometen más delitos y más complejos. Lo mismo ocurre con el crimen organizado: o surgen nuevas condiciones que facilitan su expansión, o las organizaciones existentes se profesionalizan y reclutan más “soldados”. En Chile, solemos concentrarnos en lo primero —en cómo restringir las oportunidades para delinquir—, lo cual es lógicamente motivo de intervención, pero se olvida un aspecto clave: por qué y cómo nuevas personas se incorporan al mundo criminal.
El informe de la Fiscalía ofrece un dato revelador: “De los adolescentes que cometieron delitos en el contexto de crimen organizado entre los años 2022 y 2024, un 67% no cometió otro delito de este tipo, mientras que sí lo hizo un 33%, lo que señala las dificultades de una parte significativa para desvincularse de las dinámicas criminales y subraya la necesidad de intervenciones socio-penales tempranas y efectivas” (p. 9). Como señala Rosario Palacios en su columna en el CEP, las bandas criminales ofrecen pertenencia donde el Estado no llega. Niños, niñas y adolescentes excluidos encuentran identidad, motivaciones y expectativas en el mundo delictual porque la vía formal olvidó entregarlas.
Desarrollar política pública en seguridad es también, y sobre todo, preocuparse de la prevención y la reinserción. Actualmente se está tramitando un proyecto de ley para tipificar el delito de utilizar menores de edad en actividades criminales. Por otro lado, en el marco del Consejo Nacional de Prevención del Delito se generó una mesa interinstitucional para la Prevención del Reclutamiento de Niños, Niñas y Adolescentes por Organizaciones Criminales. Ambas medidas van en la línea de la prevención, y es de esperar que se pongan esfuerzos para que se tomen en serio.
La evidencia de medidas adoptadas en otros países con contextos y tipos de extorsiones similares, sugiere que las respuestas más eficaces deben combinar políticas de prevención social, fortalecimiento de la persecución financiera y presencia estatal en territorios vulnerables.
En ese sentido, las prioridades deberían apuntar a:
Las organizaciones criminales operan hoy a través de una amplia gama de actividades legales e ilegales, en las que el lavado de dinero resulta indispensable para incorporar ganancias ilícitas en los circuitos formales. En este escenario, la regulación de criptomonedas y el levantamiento del secreto bancario son pasos esenciales para una persecución patrimonial y financiera efectiva.
En palabras del propio informe de la Fiscalía, “enfrentar este escenario —de economías ilícitas diversificadas, violencia armada y control territorial— exige una respuesta integral y diferenciada, que combine persecución patrimonial y financiera, fortalecimiento de la presencia estatal en territorios críticos y políticas sociales que reduzcan la vulnerabilidad de las comunidades frente al crimen organizado” (pp. 27–28). Existe la capacidad, la voluntad y la evidencia al servicio de la política pública. El desafío, sin embargo, es que la política institucional se atreva a incluir mesura en su discurso pasional —volviendo a Weber—, y sepa enfrentar este problema con la frialdad que requiere.