Negacionismo a La Moneda: ¿opinión o Estrategia Política?
13.11.2025
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13.11.2025
El autor de esta columna analiza los discursos presidenciales que se basan en el negacionismo histórico, científico y social, y el peligro de que se instalen como verdades. Sostiene que «estas tres formas de negacionismo comparten una misma operación: rompen el vínculo emocional que nos permite reconocer la humanidad del otro. Cuando las víctimas se vuelven números, su dolor se vuelve negociable. Cuando la evidencia científica se vuelve opinión, la protección colectiva queda a la deriva. Cuando el trabajo público se vuelve despreciable, lo común se vuelve prescindible».
Créditos de portada: Ailen Díaz / Agencia Uno
Durante toda esta campaña presidencial el negacionismo ha circulado con soltura en la prensa y en redes sociales. Vale la pena examinar si su fuerza proviene de la provocación, la desinformación, la torpeza, el descriterio; o si, derechamente, se ha instalado como herramienta de poder. Por esto, también conviene preguntarnos qué significaría convivir futura y políticamente con el negacionismo considerando que quienes lo sostienen tienen posibilidades reales de dirigir el país. La cuestión de fondo es si como ciudadanía seremos capaces de preservar un piso común de realidad desde el cual sostener la vida pública.
Si se destruye el piso común de realidad, no sólo peligran las tradiciones de la misma república; se complejiza también la defensa de lo público, la protección de las minorías, y la capacidad de construir solidaridad y una vida vivible para las mayorías. Cae la posibilidad de edificar proyectos que reparen, protejan, y garanticen condiciones de vida justas. Sin verdad común, no hay un “nosotros”. Y quizá ese sea el objetivo de discursos negacionistas.
Hace décadas contamos con registros oficiales, documentados, y verificados, sobre la represión ejercida por organismos estatales en dictadura. El Informe Rettig acredita más de 2 mil personas asesinadas/desaparecidas, y las Comisiones Valech registran más de 40 mil detenidas y sometidas a tortura, incluyendo violencia sexual, aplicación de electricidad, asfixia, golpizas prolongadas, suspensiones forzadas, privación sensorial, aislamiento, simulacros de fusilamiento, amenazas contra familiares y otras formas de maltrato físico y psicológico. Estos antecedentes no provienen de rumores ni de interpretaciones políticas, sino de testimonios directos, pericias médicas, archivos institucionales, y fallos judiciales.
Sin embargo, en esta campaña presidencial se han emitido afirmaciones que niegan hechos judicialmente establecidos, relativizan condenas, o buscan reconfigurar la figura moral de quienes fueron responsables. Cuando en un debate público se sostiene que una persona con más de mil años de condena no hizo lo que un tribunal determinó, o cuando la discusión se reduce a que esos condenados “no caen bien políticamente” no se está simplemente expresando una opinión: se está disputando la verdad histórica, poniendo en duda el trabajo judicial, y revictimizando a quienes todavía cargan con las consecuencias de esa violencia.
Esta negación no opera desde el silencio, sino desde una reinterpretación estratégica que termina transformando a víctimas en “adversarios ideológicos”. No obstante, más que comprender el pasado busca reorganizar el presente. Por esto, si se logra convertir a la tortura en relato “opinable”, al asesinato en “controversia”, y a la desaparición forzada en “versión alternativa”, entonces lo que está en disputa sobrepasa el terreno de la memoria histórica; está en juego la legitimidad de los límites éticos que la sociedad chilena tolera.
En segundo lugar, en campaña presidencial presenciamos otro aspecto potencialmente nocivo: un negacionismo sanitario. La difusión de información falsa sobre inmunización, epidemiología, y programas de salud no responde a debates rigurosos; por el contrario, opera como táctica de erosión de confianza institucional. La salud de la ciudadanía no es un espacio donde la opinión espontánea reemplace la evidencia acumulada y el consenso científico. Además, cuando actores políticos intervienen en temas sanitarios sin formación, sin criterios técnicos, y sin responsabilidad, la salud se supedita a la conveniencia electoral.
Si se presentan datos inventados como revelaciones, se instala la idea de que ningún conocimiento es confiable. Se juega, además, con un terreno sensible como es la genuina preocupación por nuestra salud y la de nuestros seres queridos. Por esto, convertir esa inquietud en una herramienta de maniobra electoral expone deliberadamente a la población a riesgos evitables. El resultado es un suelo fértil para el miedo, la polarización, y el repliegue individualista en torno a la salud. Lo que termina primando no es la protección, sino una ruptura de la confianza colectiva. Un país desconfiado, es más fácil de dividir.
Además, esta división tiene consecuencias sanitarias concretas. Por ejemplo, si se siembra sospecha sobre las vacunas, se debilita la inmunidad colectiva. Y, si cae la cobertura de vacunación, aumenta el riesgo individual y reaparecen enfermedades que ya habíamos logrado controlar colectivamente. La protección que parecía garantizada depende, en realidad, de algo frágil como es la decisión de cuidarnos mutuamente. Si el lazo se rompe, la salud deja de ser un bien común y se transforma en una disputa entre sobrevivencias.
A su vez, hay una tercera capa que también se ha articulado en campaña: la deslegitimación sistemática de lo público y de quienes lo sostienen. En ese marco, el trabajo estatal aparece representado como carente de valor. Esto deteriora las bases materiales y afectivas que permiten que lo común exista. Esa narrativa no es sólo una observación técnica inocente, es más bien una estrategia discursiva de provocación. La vimos puesta a prueba en una columna en La Tercera que acompañaba la imagen de una marcha de trabajadores públicos con la tesis de que el Estado estaría “podrido” por culpa de funcionarios “parásitos”.
Sí, en todas las instituciones hay negligencias, abusos, y mediocridad, como en cualquier espacio donde participan seres humanos, pero convertir esa realidad en una categoría moral total, comparando a quienes trabajan en lo público con una forma de vida que habría que erradicar, más allá de sugerir una mejora en la tecnificación del Estado, ataca la dignidad misma del trabajo, y con ella, la idea de que la vida colectiva merece ser sostenida.
Cuando aparece la respuesta esperada, la contranarrativa consiste en acusar de “romantizar el Estado” o de “defender la ineficiencia”. De nuevo, la caricatura no resuelve el cómo mejorar lo público, sino que invalida a quienes lo sostienen, presentando su trabajo como un gasto inútil. Así, intencionada o no, una consecuencia concreta de la deshumanización del trabajo público es que trabajadoras sociales, técnicos de laboratorio, paramédicas, matrones, educadoras de párvulos, bibliotecarios, conductoras de ambulancia, psicólogos, archiveras, personal de aseo y mantención, funcionarias de registros civiles, técnicos jurídicos y comunidades enteras de trabajadores terminan siendo presentados como “cargas”. Lo paradójico es que verdaderos drenajes presupuestarios como asesorías infladas, externalizaciones a consultoras millonarias, y altos sueldos directivos sin control ciudadano permanecen intactos. Cabe preguntar si aquello es solamente un error de diagnóstico, o si existe una operación política intencionada que desplaza la responsabilidad desde quienes capturan recursos hacia quienes los sostienen.
Si como ciudadanía aceptamos que las personas que mantienen vivas nuestras instituciones no son legítimas, entonces esas instituciones pueden desmontarse con menor resistencia. Si las personas que preservan la memoria son ridiculizadas, entonces la memoria puede borrarse y/o modificarse. Si las personas que sostienen la evidencia en salud son desprestigiadas, entonces la salud queda reducida a que cada cual intente tratarse a sí mismo, guiado más por sospechas y desconfianza que por cuidado colectivo.
Estas tres formas de negacionismo —el histórico, el científico, y el social— comparten una misma operación: rompen el vínculo emocional que nos permite reconocer la humanidad del otro. Cuando las víctimas se vuelven números, su dolor se vuelve negociable. Cuando la evidencia científica se vuelve opinión, la protección colectiva queda a la deriva. Cuando el trabajo público se vuelve despreciable, lo común se vuelve prescindible.
Reconocer esta estrategia política es indispensable. Actuar frente a ella, urgente. Porque la vida republicana no se quiebra cuando se la discute, sino cuando se deja de creer que la verdad importa. Y lo decisivo hoy es que estos discursos no vienen desde opiniones marginales, sino desde candidaturas con posibilidades reales de controlar las palancas económicas y administrativas del país. Si el negacionismo llega a La Moneda, no será sólo en estilo retórico, será el marco desde el cual se decidirá qué memorias se protegen, qué conocimientos se consideran válidos, y qué vidas se reconocen como parte de lo común.