Caso Vivanco: poder, conflicto de interés y responsabilidad pública
10.11.2025
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10.11.2025
En Chile, cuando un caso compromete a una autoridad, la conversación suele concentrarse en el procedimiento y no en la responsabilidad. Se discuten la reserva o las filtraciones, mientras queda sin responder la pregunta central: qué estándar debe regir a quien toma decisiones que afectan bienes comunes.
El caso de Ángela Vivanco lo muestra con claridad. La ministra, en entrevista con La Tercera, subrayó el carácter reservado de la causa (“Estoy muy sorprendida de cómo una causa que tiene una reserva estricta ha tenido tantas filtraciones”) y separó vida privada y función pública (“Cualquier dinero de mi pareja no tiene absolutamente nada que ver con mi trabajo”). Son defensas atendibles, sobre las formas, pero no resuelven lo esencial: la consistencia entre el cargo ejercido y decisiones que involucran intereses privados.
La psicología moral describe un patrón constante: el poder no cambia a las personas, amplía lo que ya traen. Cuando predominan principios, el cargo los pone a prueba; cuando predominan conveniencias, las refuerza. De allí la doble vara: severidad hacia el otro e indulgencia con los cercanos.
A lo anterior se suma un trasfondo cultural. Byung-Chul Han advierte que el rendimiento tiende a ocupar el lugar del valor y que crece la ilusión de que más capital equivale a más vida. Cuando esa lógica se normaliza, el dinero deja de ser un medio y pasa a operar como señal de mérito. En ese contexto, las posibles coimas o pagos investigados no son solo un asunto penal: expresan una cultura donde la ganancia privada se confunde con competencia y el conflicto de interés se relativiza.
Hay, además, un efecto descrito por la psicología: la desesperanza aprendida. Cuando, tras múltiples casos, las respuestas se concentran en aspectos formales y los resultados no cambian, se instala la expectativa de que ninguna acción tendrá efecto. Esa percepción reduce participación, debilita la denuncia y erosiona la confianza en la corrección institucional.
En este escenario, parte de la cobertura de tribunales y fiscalía enfrenta un desafío. Cuando los casos se siguen solo desde los argumentos de defensa y acusación, se amplifica el “baile de los poderosos”. El conflicto queda como un asunto entre ellos, que miramos con distancia y repudio, mientras se separa de nuestros asuntos cotidianos. Así se instala la idea de un Estado corrupto habitado por “otros”, aunque el deterioro ocurra en la institución común.
Lo relevante no es la reserva del expediente, sino el estándar que aceptamos para la autoridad. Las instituciones pierden legitimidad cuando se invoca la vida privada como frontera o se pone el foco en las filtraciones como si fueran el centro del asunto. La cuestión es otra: asegurar que la función pública se ejerza con una regla pareja, aplicable también con vínculos y beneficios cercanos.
Hace poco un amigo me dejó pensando en una idea atribuida a Chomsky: que cierta cuota de corrupción es inherente al ser humano. Puede ser; por eso las instituciones no pueden descansar en la naturaleza de las personas, sino en la consistencia de las reglas. Lo que corresponde decidir es si aceptamos el caso como un intercambio técnico entre partes o si exigimos, a la luz de la experiencia reciente, que quienes ejercen autoridad respondan a una regla de consistencia que no deje espacio al baile de la élite ni para confundir capital con valor.