Populismo de ultraderecha, desigualdades y crisis del contrato social
07.11.2025
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07.11.2025
La autora de esta columna hace una lectura crítica del Informe del Relator Especial sobre la extrema pobreza y los derechos humanos y lo aplica a su área del Trabajo Social y lo cruza con el peligro que implica el avance del populismo de ultraderecha.. Pero más allá, sostiene que “la experiencia internacional demuestra que la deshumanización tecnológica del bienestar vulnera derechos y deteriora el sentido mismo de la solidaridad social. América Latina puede aprender de esos errores y, desde su tradición de pensamiento crítico y compromiso ético, ofrecer una respuesta alternativa fundada en la justicia, la democracia y la transparencia como principios rectores de toda política pública”.
Créditos de portada: Víctor Huenante / Agencia Uno
El Informe del Relator Especial sobre la extrema pobreza y los derechos humanos (De Schutter, 2025) constituye un documento de enorme relevancia política y ética. En él, el relator advierte sobre la expansión del populismo de ultraderecha como síntoma de una crisis estructural del contrato social contemporáneo, derivada de la profundización de las desigualdades, la erosión de la confianza institucional y la deslegitimación de la protección social. Estos procesos interconectados configuran lo que denomina una distopía del bienestar, caracterizada por la vigilancia, la condicionalidad y la exclusión de las personas más vulnerables. Desde una perspectiva de derechos humanos, el informe señala que la democracia se encuentra amenazada por la reconfiguración autoritaria del Estado, la captura del malestar social y el uso político del miedo. En lugar de fortalecer la cohesión social y la igualdad, muchas políticas públicas actuales, en especial en materia de protección social, están reproduciendo un modelo punitivo que legitima la desigualdad y alimenta el resentimiento social.
El informe traza un diagnóstico sobre el retroceso del Estado de bienestar y la consolidación de un paradigma asistencial centrado en la condicionalidad, la meritocracia y la sospecha hacia las personas pobres. De Schutter analiza cómo la transformación de la asistencia social en programas de activación laboral ha convertido el acceso a prestaciones en una carrera de obstáculos condicionada por la búsqueda activa de empleo o la aceptación de trabajos precarios. Este modelo, extendido en Europa y América del Norte, instala la idea de que la pobreza es una falla moral o individual y no un problema estructural. Por tanto, no generan inclusión laboral sostenible, más bien, estas políticas producen precarización, discriminación y estigmatización, afectando de modo particular a mujeres, jóvenes, minorías étnicas y personas con discapacidad. Se identifica una tendencia global hacia la distopía del bienestar, caracterizada por la vigilancia, el control social y el paternalismo estatal. En este nuevo modelo, las poblaciones vulnerables son tratadas como sospechosas o corregibles, más que como sujetos de derechos.
Otro fenómeno abordado es la digitalización del bienestar mediante sistemas algorítmicos de evaluación de riesgos y control de fraudes. Aunque presentados como mecanismos de eficiencia, estos instrumentos tienden a reproducir sesgos discriminatorios e intensifican la vigilancia sobre las poblaciones pobres. Casos como el escándalo Robodebt en Australia dando cuenta que el uso inadecuado de sistemas automatizados de control generó errores masivos que afectaron injustamente a miles de personas beneficiarias de la seguridad social, evidenciando los riesgos éticos y humanos de la digitalización sin garantías en las políticas de bienestar o las denuncias automatizadas contra familias migrantes en los Países Bajos demuestran que la inteligencia artificial, cuando se aplica sin garantías éticas, puede vulnerar derechos y deshumanizar la gestión del bienestar. Este proceso tiene repercusiones directas en la ética profesional del Trabajo Social, pues en varios países los y las trabajadoras sociales han sido cooptadas para ejecutar políticas de control, verificando el cumplimiento de condicionalidades o denunciando supuestos abusos del sistema. Esta función sancionadora erosiona la confianza con las personas usuarias y distorsiona la misión emancipadora de la profesión, que corre el riesgo de transformarse en brazo burocrático del castigo más que en garante de derechos.
El auge del populismo de ultraderecha, en sus versiones libertaria o nacionalista, se alimenta de una combinación de desigualdad económica, abandono territorial y crisis de reconocimiento. De Schutter documenta la correlación entre el aumento del coeficiente de Gini y el crecimiento del voto autoritario en Europa entre 2002 y 2016, es decir, a mayor desigualdad, menor confianza institucional y mayor disposición a respaldar proyectos que prometen ‘orden’, ‘patria’ o ‘seguridad’. El informe introduce el concepto de chovinismo del bienestar, que describe la tendencia de ciertos gobiernos a restringir los beneficios sociales a los nacionales “merecedores”, excluyendo a migrantes, mujeres, minorías étnicas o personas en situación de pobreza extrema. En este marco, el bienestar deja de ser un derecho universal y se convierte en un privilegio condicionado a la pertenencia nacional o moral. La pobreza deja entonces de percibirse como una injusticia que interpela al Estado, y pasa a considerarse una amenaza o una carga para los “contribuyentes”. Esta mutación ideológica refuerza la división social y debilita los cimientos democráticos, por lo tanto, la promesa de protección que ofrece el populismo autoritario se sostiene en el miedo a la pérdida de estatus y en el temor de las clases medias empobrecidas a descender en la escala social o ser reemplazadas simbólicamente por otros, migrantes, feministas, ambientalistas, percibidos como adversarios culturales.
De Schutter identifica cinco dimensiones estructurales de esta crisis. En primer lugar, las desigualdades actúan como veneno del tejido democrático al corroer la confianza social y producir resentimiento de estatus. En segundo lugar, el abandono territorial y la retirada del Estado de las regiones periféricas generan desarraigo y humillación colectiva, abriendo espacio a discursos autoritarios que prometen “recuperar el control”. En tercer lugar, la crisis ecológica profundiza las injusticias sociales, afectando con mayor severidad a las personas más pobres, mientras los movimientos de ultraderecha capitalizan el descontento oponiéndose a las políticas ambientales. En cuarto lugar, la precarización del trabajo y la soledad social erosionan el capital comunitario y la empatía, facilitando la manipulación política del miedo, finalmente, la protección social se convierte en un campo de disputa simbólica, debido que los regímenes democráticos intentan sostener su carácter universal, mientras los populismos autoritarios la instrumentalizan para premiar a los ‘buenos ciudadanos y castigar a los ‘otros’.
Desde una perspectiva del Trabajo Social crítico, el informe interpela de manera directa la función ética y política de la profesión, es decir, la práctica profesional no puede permanecer neutral ante la deriva autoritaria del Estado ni ante la punitivización del bienestar. Revertir estas tendencias exige repensar la acción social como un espacio de resistencia democrática y de reconstrucción del lazo social, puesto que, acompañar a las personas en situación de pobreza implica también cuestionar las estructuras que la producen, el modelo económico desigual, la cultura de la competencia y la mercantilización del cuidado. En este sentido, el informe de De Schutter aporta elementos para una ética del cuidado colectivo, donde la protección social no sea una dádiva ni un mecanismo de control, sino una expresión concreta del contrato democrático. Es un imperativo que el Trabajo Social contribuya a la reconstrucción del Estado social como espacio de derechos, participación y reconocimiento, y no como aparato disciplinario.
Desde la perspectiva del Trabajo Social, estos diagnósticos obligan a una reflexión crítica sobre el rol del Estado y la reconstrucción del tejido social. No se trata solamente de ampliar la cobertura de programas, se deben reconfigurar las políticas públicas como espacios de participación, reconocimiento y redistribución justa. La intervención profesional, en este marco, no puede, ni debe ser neutra, debe situarse del lado de los derechos, promoviendo una ética del cuidado colectivo frente a la lógica del mérito y la competencia.
La dimensión territorial del análisis reviste especial relevancia para el campo profesional, es decir, en los territorios desatendidos, barrios periféricos, zonas rurales o comunidades afectadas por desastres ambientales, el Trabajo Social puede desempeñar un rol fundamental de mediación entre Estado y ciudadanía, fortaleciendo redes comunitarias, impulsando procesos de organización y promoviendo justicia territorial. A su vez, la articulación entre justicia social y justicia ambiental amplía los horizontes de la intervención profesional, integrando perspectivas ecosociales que combinen sostenibilidad, derechos y participación.
El informe concluye señalando que el populismo de ultraderecha no es la causa, sino el síntoma de una fractura estructural del Estado social. La desconfianza en las instituciones, el miedo al futuro y la pérdida de vínculos comunitarios son el resultado de décadas de políticas que priorizaron la eficiencia económica por sobre la justicia social. Revertir esta crisis exige reconstruir un nuevo pacto social basado en la redistribución equitativa de la riqueza, la cohesión territorial, una transición ecológica justa y una protección social universal entendida como derecho humano. El futuro de la democracia dependerá de la capacidad colectiva para reconstruir la confianza, la solidaridad, y el sentido de comunidad. Para el Trabajo Social, este horizonte implica reafirmar su compromiso ético con la dignidad humana, la justicia y la democracia, resistiendo las lógicas del castigo y la exclusión, por tanto, defender los derechos sociales es, en última instancia, una forma de acción política orientada a preservar la convivencia democrática y el lazo social.
Desde América Latina, el análisis adquiere una especial resonancia. En la región, la expansión de mecanismos digitales de gestión social se presenta como signo de modernización, pero con frecuencia reproduce viejas desigualdades. La alta informalidad laboral, la falta de registros de ingresos estables y los sesgos institucionales pueden generar falsos positivos de fraude, suspensión de beneficios y, en última instancia, criminalización de la pobreza. En contextos donde la pobreza es estructural y la desigualdad interseccional, la automatización sin justicia social corre el riesgo de consolidar una tecnocracia de la pobreza, en la que los algoritmos sustituyen las decisiones políticas y éticas que deberían orientar la acción pública.
Frente a ello, la región enfrenta el desafío de no importar modelos tecnocráticos diseñados bajo lógicas de eficiencia fiscal y control social. Por el contrario, América Latina puede ofrecer una respuesta alternativa, apoyada en su tradición de pensamiento crítico, en la centralidad del cuidado y en la justicia como principio ético. Construir una agenda de justicia digital y bienestar inclusivo exige garantizar transparencia, soberanía de datos, participación ciudadana y respeto por las diversidades territoriales y culturales.
El Trabajo Social, desde el Sur, tiene un papel decisivo en este proceso: resistir las lógicas del castigo y la exclusión, fortalecer los vínculos comunitarios y defender los derechos sociales como fundamento ético de la convivencia democrática.
Si bien el uso de tecnologías de información en la gestión pública se presenta como sinónimo de modernización y transparencia, en la práctica ha derivado muchas veces en nuevas formas de control, exclusión y burocratización del acceso a derechos. La automatización de los programas sociales, basada en cruces de datos y algoritmos donde existen opacidades tiende a reproducir los mismos sesgos estructurales que históricamente han afectado a las poblaciones pobres, racializadas o rurales.
A diferencia de los países del Norte Global, donde el debate sobre inteligencia artificial y derechos humanos ocupa un lugar central, en América Latina esta discusión es aún incipiente. La región corre el riesgo de importar sistemas tecnológicos diseñados bajo lógicas de eficiencia fiscal, sin una evaluación ética, social y cultural situada. En este sentido, la digitalización del bienestar sin justicia social puede derivar en una tecnocracia de la pobreza, donde la decisión sobre quién merece asistencia queda en manos de algoritmos y no de políticas públicas orientadas al bienestar integral.
Para el Trabajo Social, este fenómeno plantea un desafío ético-político ineludible. Desde el Sur, urge construir una agenda de justicia digital que incorpore principios de transparencia, participación ciudadana y soberanía tecnológica. La experiencia internacional demuestra que la deshumanización tecnológica del bienestar vulnera derechos y deteriora el sentido mismo de la solidaridad social. América Latina puede aprender de esos errores y, desde su tradición de pensamiento crítico y compromiso ético, ofrecer una respuesta alternativa fundada en la justicia, la democracia y la transparencia como principios rectores de toda política pública.