El Mundial Sub 20, el fútbol chileno y la nostalgia del estadio familiar
23.10.2025
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23.10.2025
El autor de esta columna comenta que mientras el Mundial de Fútbol Sub-20, los Juegos Panamericanos y Parapanamericanos de Santiago 2023 y la clasificación del rugby chileno al Mundial 2027 demostraron que el deporte puede unir y convocar en paz, el fútbol profesional chileno sigue atrapado entre la violencia, una gestión cuestionable y el desencanto de sus aficionados. Sostiene que «la ANFP y los clubes deben asumir su responsabilidad en la gestión. La programación errática, los cambios de horario, las suspensiones prolongadas y las decisiones de último minuto desconciertan al hincha y a los aficionados. El fútbol profesional no puede seguir funcionando como una empresa sin planificación al 100%. El espectáculo necesita orden, previsibilidad y confianza».
Créditos de portada: Víctor Huenante / Agencia Uno
El pasado domingo culminó en nuestro país el Mundial de Fútbol Sub-20, un torneo que volvió a emocionarnos con el deporte en su expresión más noble: el juego limpio, la pasión compartida y la convivencia en las gradas. Chile revivió la fiesta deportiva que tuvimos con los Juegos Panamericanos y Parapanamericanos Santiago 2023, o con la histórica clasificación del rugby chileno en el Sausalito al derrotar a Samoa para llegar por segunda vez a un Mundial. En todos esos hitos, los estadios se llenaron de familias, niños, jóvenes y adultos mayores.
Hubo respeto, civismo y orgullo. Se respiró un ambiente distinto, cargado de alegría y comunidad.
El Mundial Sub-20, ganado brillantemente por Marruecos —por primera vez en su historia—, fue una muestra de lo que el fútbol puede ser cuando la pasión se vive sin violencia. En las sedes de Santiago, Rancagua, Valparaíso y Talca se batieron récords de asistencia y convivencia. Las imágenes de los recintos repletos, de niños con camisetas de distintos países, de familias coreando himnos y celebrando goles sin mirar colores, reflejaron lo que muchos anhelamos: un país donde el deporte pueda ser una celebración común.
Sin embargo, ese mismo país que celebró el fútbol juvenil con tanto entusiasmo es el que hoy observa con tristeza el estado de su campeonato nacional. Lo ocurrido en el reciente partido entre Everton y Universidad Católica, con la invasión de barristas, los incidentes en las tribunas y las agresiones a jugadores del propio equipo de sus amores, fue un magro reflejo de cuánto se ha deteriorado la convivencia en torno al fútbol.
La violencia, las suspensiones reiteradas, las entradas con costos muy altos, un pobre espectáculo, los estadios vacíos (salvo excepciones) y la cultura del hincha furibundo —para quien el rival es un enemigo y los jugadores contrarios (y a veces los propios) son “conchadesumadres”— se han normalizado. A eso se suman los comportamientos provocadores de algunos jugadores, técnicos y dirigentes que, en lugar de moderar los ánimos, saltan fácilmente de la competencia leal a la agresión o al gesto y declaración incitadora.
Los continuos cambios en la programación de partidos —ya sea por decisiones de la ANFP o de las delegaciones presidenciales— aumentan la frustración y erosionan la confianza del público. El hincha ya no sabe si el encuentro se jugará el domingo, si será a puertas cerradas o en otro estadio. La improvisación y la planificación zigzagueante son parte del problema.
También lo es cierta prensa deportiva que, en su afán por el rating, transforma el análisis en espectáculo morboso, amplificando conflictos, rivalidades y descalificaciones. En ese clima, el fútbol deja de ser pasión y se convierte en desahogo. Y así, poco a poco, las familias se alejan.
Todo este cuadro dirigencial, cultural y comunicacional, sumado al creciente descuido de las etapas formativas de los jugadores, ha contribuido a desdibujar esta apasionante actividad. Lo que antes era una fiesta hoy es un terreno de tensión. Como en tantas otras dimensiones del país, el odio y la intolerancia están reemplazando la convivencia y el respeto.
Y surge entonces la pregunta inevitable:
¿Por qué, si en los grandes eventos deportivos internacionales celebrados en Chile miles de personas demostraron que pueden convivir en armonía, no podemos hacer lo mismo en el fútbol local? ¿Por qué en el mismo país donde se llenaron los estadios de los Panamericanos, se aplaudió a atletas extranjeros y se coreó con orgullo el himno nacional, no logramos garantizar una jornada de fútbol sin violencia?
Quizás porque el fútbol, más que ningún otro deporte, refleja lo que somos como sociedad. Y hoy somos una sociedad crispada, impaciente, individualista, triunfalista, chauvinista, que ha perdido la capacidad de escucharse. El estadio, lamentablemente, se ha convertido en el espejo de esa fractura.
Las barras bravas son su expresión más extrema, pero no la única. Muchos hinchas comunes también han terminado atrapados en una dinámica de rabia, desahogo y frustración. Lo que debería ser un espacio de identidad colectiva se ha transformado en una arena de confrontación.
Lo que demostraron Santiago 2023, el Mundial Sub-20 y la hazaña del rugby chileno es que sí existe un público dispuesto a vivir el deporte con respeto. Que el problema no es la pasión, sino la ausencia de un proyecto serio, profesional y sostenido que recupere la confianza.
Por eso, más que castigos o declaraciones, Chile necesita un plan integral de seguridad, convivencia y gestión deportiva, con visión de largo plazo y liderazgo real.
Primero, se requiere profesionalizar la coordinación entre clubes, autoridades y fuerzas de seguridad y orden. La improvisación debe dar paso a la planificación. Los protocolos de ingreso, permanencia y evacuación deben centrarse en la experiencia del espectador, no en la desconfianza hacia él.
Segundo, urge una intervención inteligente y dialogante con las barras. No basta sólo con criminalizarlas. En varios países se ha logrado reencauzarlas a través de compromisos concretos con sus clubes, proyectos sociales y responsabilidad compartida. La autoridad debe ser firme, pero también propositiva. Sin diálogo no hay cambio sostenible.
Tercero, se debe aplicar con rigor y sin privilegios la Ley de Violencia en los Estadios. Las sanciones deben cumplirse y las buenas conductas, valorarse. Hoy se magnifica el escándalo, pero se ignoran los ejemplos de convivencia. Revertir esa lógica también es tarea de los medios.
En paralelo, la ANFP y los clubes deben asumir su responsabilidad en la gestión. La programación errática, los cambios de horario, las suspensiones prolongadas y las decisiones de último minuto desconciertan al hincha y a los aficionados. El fútbol profesional no puede seguir funcionando como una empresa sin planificación al 100%. El espectáculo necesita orden, previsibilidad y confianza.
Finalmente, el fútbol chileno necesita recuperar su identidad. No puede seguir siendo sólo un negocio o un producto televisivo. Debe volver a ser un espacio de pertenencia, de formación y de arraigo comunitario. Los clubes deben reconectarse con sus barrios, con sus divisiones menores, con sus regiones. Solo así volverán a tener alma.
El objetivo es claro: que el estadio vuelva a ser un lugar para todos. Un espacio donde los niños puedan asistir sin miedo, donde las familias compartan sin sobresaltos, donde los rivales se respeten y donde los colores no dividan, sino que inspiren.
Porque el fútbol, cuando se vive con respeto, no solo entretiene: también educa, integra y construye comunidad. En el fútbol aprendemos a perder y a ganar, a respetar reglas, a valorar el esfuerzo y el juego limpio. Todo eso se pierde cuando la violencia se apodera de las tribunas.
El día en que volvamos a sentirnos seguros y orgullosos de ir al estadio con nuestras familias, ese día el fútbol chileno volverá a pertenecernos a todos. No será solo un recuerdo ni una nostalgia, sino una victoria colectiva. Una que no sumará puntos en la tabla, pero que valdrá mucho más que cualquier campeonato.